http://4_NIETZSCHE AL TELÉFONO

Aunque esa tarde había tenido clase de Gimnasia y aunque en consecuencia estaba exhausta, Nerea no conseguía conciliar el sueño. Durante más de dos horas estuvo enredándose con las sábanas a fuerza de cambiar de postura docenas de veces, golpeando la almohada en un intento por ahuecarla en el punto exacto que necesitaba su cabeza y acurrucándose en todas las posiciones posibles con el deseo de encontrar una que calmara sus nervios. Sin embargo, continuaba inquieta. Quería destrozar el colchón a dentelladas, y sus ojos, siempre abiertos, le escocían. Cuando miró el despertador por enésima vez, marcaba la 01:36 AM.

Había recurrido a todas las técnicas para conciliar el sueño. Empezó contando ovejitas, pero se cansó de hacerlas saltar la valla y se las imaginó pastando tranquilamente en una hermosa pradera; luego colocó una monada de perro vigilándolas al que añadió un lacito rosa en la cabeza y, cuando hizo aparecer a un apuesto pastor por el horizonte, supo que el asunto se le había ido de las manos. Entonces probó a poner la mente en blanco mientras respiraba profundamente, pero de inmediato empezó a enumerar otros objetos de idéntica pureza cromática, como una bola de nieve, un plato de nata, un oso polar, etc. A los pocos minutos estaba psicológicamente exhausta, como si llevara horas compitiendo contra un albino en un concurso de rapidez mental. También trató de controlar la respiración, pero eso la enervó todavía más. ¿Iba demasiado rápida o demasiado lenta?, ¿tenía que hacerlo con los pulmones o con el abdomen?, ¿por la nariz o por la boca?…

Todos los métodos para convocar al sueño le parecían un timo. No se podía descartar que funcionaran con otras personas, pero a ella no le resultaban eficaces. Quizá debía inventar uno propio. Le dio varias vueltas al asunto mientras daba el mismo número de vueltas en la cama. Hasta que ¡eureka! Intentaría engañar a su cerebro haciéndole creer que estar despierta era en verdad estar dormida. Si su cerebro se lo tragaba, si tomaba la vigilia por sueño, si confundía lo uno con lo otro, tal vez activaría el botón de despertar produciendo el efecto contrario, es decir, dormir. «Qué astuta soy», se dijo con una sonrisa. El reloj marcaba la 01:58 AM y, cuando hubo probado esa técnica durante un rato y volvió a mirarlo, ya eran las 02:25 AM. No había conseguido timar a su cerebro y eso, sumado a todos los esfuerzos realizados anteriormente, la hizo sentirse aún más ridícula.

El motivo por el que Nerea no pegaba ojo era que habían transcurrido más de veinticuatro horas desde que enviara el mensaje de Facebook a Alex, quien todavía no había contestado. Ninguno de los dos había fallado a la cita desde que Saturno abandonó la casa de su tía para instalarse en aquella residencia universitaria cuatro meses atrás. Por muy liados que ambos estuvieran o por tarde que se hubieran tenido que acostar, siempre habían encontrado un momento para conectarse. Aun teniendo tareas más urgentes, Nerea se las ingeniaba para entrar unos minutos en la red social y mandar unas palabras a su hermano antes de meterse en la cama. Y le parecía imposible que Alex rompiera el pacto sabiendo lo importante que era para ella establecer ese contacto diario, por breve y tontorrón que fuera.

No obstante, Nerea no quería comportarse como una histérica, así que se esforzó por tranquilizarse y conceder a su hermano más margen de tiempo. Seguramente le habría surgido un imprevisto, ya fuera un examen sorpresa o, peor aún, una chica. O quizás el ordenador se le había estropeado al tiempo que el móvil se le había quedado sin batería, dejándolo totalmente incomunicado. Raro, sí, pero posible. Fuera como fuese, Nerea decidió que no se comportaría como una niñata que monta un drama de inmediato y aceptó que Saturno, ahora inmerso en una nueva vida, tenía cosas más importantes que hacer que charlar con su hermana pequeña. Seguro que al día siguiente todo se aclararía y recibiría un mensaje encabezado por un «Uñitas», ese mote que le enrabiaba pero que ahora añoraba tanto como un náufrago tierra firme.

Nerea cayó al fin dormida cuando el despertador marcó las 02:48 AM. A la postre ninguna técnica obró el milagro. Ni ovejas, ni blancuras, ni trampas, sino el cansancio, que acabó sumergiéndola en el sueño como un cocodrilo hundiéndose en las profundidades de un pantano.

Sin embargo, al día siguiente, tan pronto despertó, reapareció la preocupación por la ausencia de mensajes de su hermano. Nerea se levantó de un brinco y, sin ponerse siquiera las zapatillas, se plantó ante el ordenador, entró en Facebook y miró si había recibido algún correo.

No era así.

A continuación estudió la pantalla de su teléfono móvil, deseosa de encontrar un SMS, y se llevó otro chasco. Decepcionada, observó el retrato de su hermano que tenía sobre la mesilla, junto a aquella otra fotografía de sus padres, y le sacó la lengua. Estaba realmente enfadada con Saturno y no pensaba perdonarle con facilidad.

Unos minutos después, mientras Nerea intentaba desayunar su habitual tazón de cereales con leche, la tía Liz apareció por la cocina para beberse un zumo de naranja y salir disparada hacia el trabajo:

—Vaya cara tienes, chica. Se diría que un vampiro se ha colado en tu habitación y no te ha dejado pegar ojo.

—No ha sido un vampiro, sino un marciano de Saturno —respondió, irónica, Nerea.

Se pasó toda la mañana ensimismada, flotando en una mezcla de nervios, preocupación y dudas, mordiéndose las uñas y tratando de recordar qué había soñado. Tenía una vaga imagen de cocodrilos y pantanos, pero no estaba segura… Los profesores tuvieron que llamarle la atención en un par de ocasiones al darse cuenta de que no estaba prestando atención y uno de ellos, el de Matemáticas, se vio obligado a gritar su nombre hasta tres veces para sacarla de su abstracción. Aun así, fue la primera en entrar en el aula de Informática y, antes de que el maestro llegara, se sentó ante un ordenador e, infringiendo las normas del colegio, entró en la página de Facebook para comprobar una vez más que su hermano no le había escrito.

Aunque no sabía si la vida universitaria había convertido a Saturno en un dormilón, aguardó al siguiente descanso para llamarle al móvil y preguntarle qué estaba ocurriendo, por qué se había olvidado de ella, cuándo pensaba responder a sus mensajes… Así que, cuando sonó el timbre que indicaba el final de la clase de Informática, salió corriendo, se escondió en el lavabo y marcó el número de Alex. Tras varios pitidos, saltó ese insoportable, repelente mensaje del contestador en el que, tras disculparse por no estar disponible, Saturno citaba a un tal «Niche». Nerea sabía que ese «Niche» era uno de esos filósofos que tanto flipaban al intelectual de su hermanito, pero entonces, con lo nerviosa que estaba, ese nombre le hizo pensar en un escritor plomazo que seguramente había escrito cosas tan aburridas como incomprensibles. El mensaje de Alex decía: «En tiempos modernos el eterno retorno de Nietzsche no es más que la metáfora sobre la necesidad de volver a llamarme tantas veces como sea necesario para que, al final, me localices».

Por la tarde, apenas hubo llegado a casa, se abalanzó sobre el ordenador. De nuevo, nada. Ningún mensaje en Facebook, ningún correo en Hotmail, ninguna llamada en Skype. Simplemente, nada. Por supuesto, sus uñas pagaron las consecuencias de aquella situación tan extraña. Se las estuvo mordiendo un buen rato, hasta que no pudo contenerse más y salió de su habitación para meterse en la de su hermano, que continuaba tal y como él la había dejado cuatro meses antes.

No sabía muy bien qué buscaba, pero se descubrió a sí misma hurgando en los cajones, revisando las carpetas y, al fin, haciéndose con una agenda de teléfonos antigua, probablemente de hacía más de seis años, cuando Alex todavía no tenía móvil. Estuvo mirando los nombres que figuraban en esa libreta y se planteó seriamente la posibilidad de llamar a alguno para preguntarle si sabía dónde estaba su hermano. Pero, haciendo un último esfuerzo, decidió esperar hasta la noche para comprobar si Saturno contestaba de una vez por todas a su mensaje de Facebook. A fin de cuentas, ¿no se decía siempre que la policía no daba a alguien por desaparecido hasta que no transcurrían cuarenta y ocho horas?

De todas formas, la impaciencia la consumía. Sobre todo porque tenía una corazonada. Una de un color tan negro como la boca de un lobo. Una tan profunda, tan insistente, tan premonitoria que, de pronto, Nerea se puso a escribir una nota donde mentía a su tía Liz diciéndole que había tenido que irse a casa de Brigid y que la madre de ésta la traería de vuelta sobre las 20:00 en su coche. Después había abierto el cajón de su escritorio, había sacado el sobre con el dinero ahorrado para el próximo concierto de Devils in Pekin y salió de casa con la idea de personarse en la residencia universitaria donde vivía su hermano, en la otra punta de la ciudad.

Mientras esperaba a que pasara algún taxi, probó a llamar una vez más al móvil de Saturno. Y, de nuevo, el «Niche» de las narices.