http://3_EL RAPTO DE SATURNO

Alex Wells despertó con un terrible dolor de cabeza. La oscuridad imperaba a su alrededor y el suelo vibraba como si estuviera tumbado sobre el tejado de un vagón de tren. Nunca se había levantado con el cuerpo tan entumecido y una sensación de mareo tan terrible. Quiso echarse una mano a la frente para comprobar si tenía fiebre, pero algo le impidió mover los brazos. No tardó en comprender que tenía las manos amarradas con una cuerda que bajaba a lo largo de su cuerpo hasta formar otro nudo en sus tobillos. ¡Estaba atado y una venda cubría sus ojos!

«Pero ¡qué diablos!», pensó.

Durante varios minutos trató de deshacerse de la soga, pero, por más que se agitaba, no lo conseguía. También quiso acurrucarse, adoptando una posición fetal, para alcanzar la venda de sus ojos con los dedos. Sin embargo, cuanto más estiraba los brazos, más se tensaban los dos nudos que lo aprisionaban. Al final, comprendiendo que no podría liberarse, prestó atención a sus otros sentidos, en especial al oído, tratando de averiguar dónde se encontraba. El suelo continuaba vibrando y un rugido constante rebotaba contra las paredes, probablemente metálicas, que formaban el receptáculo donde había sido depositado.

De pronto la sala dio una especie de salto y Alex rebotó contra uno de los muros laterales. Se dio un golpe con la cabeza que lo dejó aún más aturdido. A continuación oyó un bocinazo y a alguien gritando. Ya no tenía dudas: estaba maniatado, amordazado y vendado en la parte trasera de una furgoneta que debía de circular por el centro de la ciudad.

Las náuseas aumentaban a medida que se iba dando cuenta de que estaba siendo víctima de un secuestro. Era una idea completamente absurda, algo que sólo pasaba en las películas, pero no se le ocurría otra posibilidad. ¿Quién demonios querría raptarlo? Su familia, en verdad compuesta por su tía Liz y su hermana Nerea, no tenía demasiado dinero, así que descartaba que alguien pretendiera un rescate por un simple estudiante de Filosofía sin más ahorros que los restos de una beca de escasa dotación. Claro que, pensándolo bien, tal vez el secuestrador no buscaba solicitar dinero a sus parientes, sino a la universidad o al ayuntamiento, caso en el cual cabía suponer que su captor perteneciera a una banda organizada o incluso a un grupo terrorista. Esta posibilidad también le pareció disparatada, ya que nunca había leído ninguna noticia —y él estaba bien informado, como le había inculcado su tía— sobre un secuestro a un estudiante de su país por motivos políticos. Así pues, buscó en su machacada cabeza otras causas por las que podría encontrarse en esa situación, hasta que cayó en una opción mucho más plausible.

Alex estudiaba primero de Filosofía y recientemente había ingresado en una residencia, donde había conocido a David, su compañero de habitación. Ese chico, un alumno de cuarto de carrera que había ido aprobando los exámenes más por su habilidad para esconder chuletas que por su esfuerzo intelectual, se había mostrado algo antipático desde el día en que se conocieron. Más que antipático, estúpido y con un punto de chulería barata. Alex recordaba que, mientras él deshacía la maleta, David entró en la habitación y, tan sólo verlo, dijo:

—Vaya, vaya, vaya, ha llegado el novato.

A Alex no le gustó el recibimiento. Observó al recién llegado con cautela, como quien estudia un artefacto incendiario, y se guardó mucho de verbalizar su primera impresión.

David era alto, delgado y pelirrojo. Tenía un pendiente en forma de cruz en la oreja izquierda, se había dejado crecer las patillas varios centímetros por debajo de las orejas y lucía una cicatriz en el centro del labio superior. Parecía desaseado, lo que cuadraba con el desorden que imperaba en la habitación. Pero lo peor no era su aspecto, ni sus diferencias con la limpieza, sino los aires de superioridad que emanaba, como si su condición de veterano le permitiera mirar a los demás por encima del hombro. Vestía una camiseta a la que había recortado las mangas sin duda con la intención de lucir aquellos bíceps tan bien trabajados en el gimnasio. Algún tiempo después, cuando ya se hubieron conocido mejor, Alex llegó a la conclusión de que, si David hubiese dedicado el mismo tiempo al estudio que al cultivo de su cuerpo, se habría convertido en un auténtico intelectual. Pero en aquella primera ocasión no sacó tantas conclusiones. Simplemente disimuló su enojo por haber sido llamado «novato» y, tratando de ser amable, ofreció su mano al desconocido, quien respondió al saludo con una pregunta:

—¿Sabes que todos los estudiantes recién matriculados tienen que pasar una prueba?

—¿Una prueba?

—Bueno, unos lo llaman prueba, y otros, novatada.

Alex sabía que en las residencias universitarias, al igual que antaño en los cuarteles militares, se había puesto de moda gastar bromas pesadas a los nuevos estudiantes. Debía de estar recibiendo una primera advertencia sobre lo que se le venía encima.

—¿Qué tipo de novatada?

—¡Ah!, eso nunca se sabe —respondió David al tiempo que apartaba a Alex de un manotazo y se ponía a revisar su maleta—. Un día te levantarás y ocurrirá algo que no esperas. Quizás ese día sea mañana o tal vez dentro de un mes. La incertidumbre forma parte del juego.

—Incertidumbre —repitió Alex mientras veía a su compañero de cuarto sacando las camisetas de su propia maleta y tirándolas al suelo con total impunidad.

—Sí, la deliciosa incertidumbre —remató David esbozando una mueca de lo más perversa.

—¿Y no hay forma de librarse?

La sonrisa de David se transformó en una carcajada y, moviendo el dedo índice de una de sus manos, indicó que no, no la había.

—Además, tu novatada será más cruel de lo habitual.

—¿Por qué?

—Porque el chico que el año pasado compartía dormitorio conmigo era muy querido por los otros estudiantes de la universidad. Un tipo fantástico, sí, señor. Y tú no pareces llegarle a la suela del zapato.

—Yo también puedo ser muy simpático.

David lo miró de hito en hito antes de decir:

—Pues no lo pareces.

A continuación dejó de hurgar en maleta ajena, se dirigió hacia la puerta y, antes de salir, murmuró:

—Recuerda, amigo, la novatada llegará cuando menos te lo esperes…

Y ahora Alex se encontraba en la parte trasera de una furgoneta, atado de manos y pies, imposibilitado de ver nada por culpa de la venda, nervioso ante la incertidumbre —de nuevo, la incertidumbre— que se cernía sobre su persona.

Tratando de entender las circunstancias que habían propiciado el inicio de la broma, se esforzó por recordar cómo había llegado hasta la furgoneta. Se acordaba de estar frente al ordenador, en su habitación de la residencia, sobre las 23:45. Dos horas antes había recibido un mensaje en Facebook de Uñitas que empezaba con su habitual «Querido Saturno…» y que relataba las vicisitudes de su jornada escolar. Aunque lo normal hubiera sido que él hubiese respondido de inmediato, no lo había hecho porque tenía que terminar un trabajo que un profesor le había impuesto y, cuando puso el punto final a dicha labor, se entretuvo contestando otros mensajes escritos por amigos de la red.

También agregó a unos cuantos conocidos, entre los que se contaban algunos estudiantes de su facultad, y a un par de individuos cuyos seudónimos no reconoció, pero a quienes agregó por considerar que, si pedían su amistad, sería por algo. Esto era lo último que recordaba. El resto era un vacío, un espacio en blanco durante el cual había saltado de su habitación a aquel vehículo. Suponía por el dolor de cabeza que alguien le había golpeado con un objeto pesado mientras revisaba los mensajes del Facebook y que, aprovechando que se había quedado inconsciente, lo había trasladado hasta el vehículo.

Al cabo de un rato, cuando sus brazos y piernas ya empezaban a dormirse por culpa de la posición que la cuerda le obligaba a adoptar, el motor se detuvo. Alex distinguió perfectamente el tintineo de las llaves siendo sacadas del contacto, el portazo del conductor y el crujido de la puerta trasera al abrirse. Después notó a alguien agarrando sus piernas y tirando de su cuerpo hacia el exterior.

—Oye, David, te has trabajado mucho la broma—dijo—. Felicidades, tío, pero estás yendo demasiado lejos.

Nadie contestó. Simplemente notó que le cogían del brazo y le obligaban a caminar, siempre con pasos breves por culpa de las ataduras. Aunque no podía ver, su olfato detectó humedad y sus codos rozaron las paredes del estrecho pasillo por el que le obligaban a avanzar. Su secuestrador caminaba a su espalda, porque el corredor era demasiado estrecho para hacerlo a su lado y, cuando Alex se detenía por miedo a tropezar, el otro le arreaba una palmadita en la cabeza, indicándole que continuara avanzando.

—Venga, David, suéltame de una vez —insistió—. Esto no tiene gracia.

Entonces el individuo le hizo detenerse. Alex pensó que le retirarían la venda y que un montón de universitarios se burlarían de él. Pero, en vez de eso, oyó el tintineo del mismo manojo de llaves. Después percibió el sonido de una cerradura cediendo y el chirrido de los goznes de una puerta. Y, cuando menos se lo esperaba, una mano le dio un empujón tan potente que Alex no pudo mover las piernas a la velocidad del cuerpo y cayó de bruces dentro de una sala que, a juzgar por el olor y el tacto, debía de estar totalmente enfangada. Luego, el silencio. Aquello ya no era una broma pesada. Aquello empezaba a dar miedo de verdad.

Los oídos de Alex fueron adaptándose a esa quietud hasta distinguir algunos sonidos muy débiles, probablemente la respiración de otras personas.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó.

Nadie respondió, pero los sollozos a su alrededor hicieron patente que no estaba solo.

—¿Hay alguien ahí? —repitió.

—¡Calla! —replicó una voz.

—Quitadme la venda.

—Cállate —añadió una segunda voz—. Se enfadará.

—Quitadme la venda, por favor.

Unas manos desataron el nudo de la tela que cubría sus ojos y otras hicieron lo propio con la cuerda que le oprimía muñecas y tobillos. Al verse liberado, Alex se frotó los ojos con fuerza, tratando de recuperar la visión, pero todo continuaba dominado por la oscuridad. A lo sumo pudo distinguir tres, quizá cuatro sombras apostadas en las esquinas de aquella suerte de mazmorra donde había sido arrojado.

—¿Quiénes sois? —preguntó entre susurros.

—Rehenes.

—¿Rehenes?

Alex se acercó a uno de ellos, pero, cuando estiró la mano para tocarlo, éste se estremeció, doblando todavía más las rodillas y lanzando un gemido aterrador.

—Déjala —dijo una voz desde otra esquina—. Se está volviendo loca, como todos nosotros.

—Pero…, ¿cuánto hace que estáis aquí? —preguntó Alex.

—Yo llevo aquí más de tres semanas —dijo la misma voz—, y ella, más de dos semanas…

—Y yo, diez días —añadió una segunda voz.

Alex no podía creer lo que escuchaba. Estaba encerrado en una mazmorra oscura con tres personas más, una de las cuales llevaba tres semanas, nada más y nada menos que tres semanas, metida ahí dentro.

—Pero…

Antes de que pudiera continuar, un punto de luz, casi una flecha, rasgó la oscuridad de la celda. Cuando Alex se volvió para descubrir la procedencia de aquella luz, vio que su secuestrador había abierto la mirilla desde el exterior y distinguió claramente un ojo asomando por el agujerito. Tenía la pupila grande, más negra que un pozo, con las venas alrededor del iris tan marcadas que parecían dibujadas con rotulador. En ese momento, los otros secuestrados se acurrucaron en sus esquinas y el pánico les transformó el rostro. A los pocos segundos, la mirilla se cerró nuevamente.

—Entonces, ¿no es una novatada? —preguntó Alex a sus compañeros de cautiverio con la desesperación trepándole por la garganta.

—Qué más quisiéramos —soltó una de las angustiadas voces.