http://2_LA SOPA DE VERDURAS DE LA TÍA LIZ

El reloj marcaba las 20:07, lo que significaba que faltaban exactamente 23 minutos para que Nerea Wells tuviera que sentarse a cenar. Ni 22, ni 24, sino justo 23. El motivo por el que su tía Liz servía cada noche la cena a las 20:30 en punto era que a las 21:00 empezaba su telediario preferido. Y es que, si había algo que su tutora, la mujer que se había convertido en su madre adoptiva desde que murieron sus padres, no se perdía jamás eran las noticias, las cuales le exigían tanta concentración que ponía los cinco sentidos en ellas. En consecuencia, a las 20:58 la comida tenía que haber sido deglutida, la mesa despejada y los platos fregados, de cara a que a las 20:59 ella se pudiera plantar frente al televisor a la espera de la tonadilla que indicaba el inicio de su informativo.

Liz quería estar al día de cuanto ocurría en todos los rincones del planeta. Era casi una obsesión, un ritual que le estructuraba la jornada, una forma de afianzar esa rutina que tanto le gustaba. A menudo soltaba ante su sobrina frases como «El que no se interesa por lo que pasa en el mundo no es que sea un ignorante, es que es un inmundo», y después lanzaba una sonora carcajada, orgullosa como estaba del juego de palabras que acababa de hacer. Pero también tenía máximas más profundas, como «Viajar es caro, pero saber es gratis», «La cultura no sólo es gratuita, sino que además es nutritiva» o «Una sólo entiende la realidad si conoce sus adornos».

A veces Nerea se preguntaba si esa puntualidad enfermiza, esa obsesión totalmente exagerada por sentarse frente al televisor justo cuando empezaban las noticias, no se debía a que bajo la piel de su tía en verdad se escondía un robot programado para servir la cena con precisión digital. Tan grande era esta duda que, en ocasiones, cuando Liz se quedaba dormida en el sofá, Nerea sentía la tentación de levantarle la camiseta en busca de circuitos eléctricos o de tocarle el cráneo para comprobar si algún cable asomaba entre la cabellera. Tampoco la había visto nunca ligera de ropa o en remojo, lo que aumentaba las sospechas. Su tutora aseguraba tener alergia a los rayos del sol y, dado que una gitana le había leído la mano de niña y profetizado que moriría ahogada, jamás se había bañado en el mar. De hecho, pronunciar la palabra mar delante de ella era peor que gritar «¡fuego!» en una tienda de muebles.

Ahora quedaban 21 minutos para la cena. Tictac. Tictac. Tictac. Con ese escaso margen de tiempo, Nerea tenía que escoger entre tres opciones: 1) acabar los deberes de Lengua (la más urgente, pero menos excitante); 2) darse una ducha rápida (la más necesaria, pero también más molesta); y 3) escuchar por enésima vez en lo que iba de tarde el CD de Devils in Pekin (la menos responsable, pero también más divertida). ¡Qué sencillo sería el mundo si uno pudiera hacer tres cosas a la vez! En ocasiones, Nerea se preguntaba por qué demonios no habían inventado un iPod sumergible, o un ordenador apto para bañeras, o un teléfono móvil que funcionara bajo el agua. Nerea no entendía por qué las empresas tecnológicas se empeñaban en sacar anualmente nuevos modelos de sus aparatos en vez de solucionar los problemas más urgentes de la humanidad, como podían ser los que complicaban la vida de una niña de trece años con mucho trabajo y poco tiempo. En el caso de que algún día tuviera poder, ciertos asuntos iban a mejorar una barbaridad.

Cuando el sentido del deber, que tenía muy arraigado, estaba a punto de llevarla a sentarse para realizar los deberes de Lengua, un pitido la alertó de un mensaje entrante en el teléfono móvil. Podía tratarse de un SMS de Brigid, la única amiga que también disponía de móvil, o bien de su hermano Alex, con quien de vez en cuando intercambiaba frases a través del teléfono que su tutora le había comprado recientemente.

Si bien era cierto que la tía Liz podía mostrar comportamientos de lo más estrafalarios, también lo era que dichas rarezas quedaban compensadas por una generosidad sin límites. A Nerea la colmaba de caprichos, entre los que se encontraba el teléfono móvil que ahora tenía entre las manos. Liz veía con buenos ojos cualquier mecanismo que aumentara las posibilidades de que uno estuviera bien informado, motivo por el cual Nerea siempre poseía, para admiración de sus compañeros de clase, las últimas tendencias en aparatos tecnológicos. Otra cosa era que luego los empleara para «estar informada», ya que ella prefería usarlos para divertirse llamando o enviando mensajes a la única amiga que también tenía acceso a esos cachivaches. Y eso es precisamente lo que ocurrió aquella noche, cuando recibió el mensaje de Brigid, con quien Nerea intercambió, durante los siguientes 17 minutos, un buen montón de SMS sobre Devils in Pekin y sobre Brian, un chico del que Brigid estaba enamorada y que a Nerea le parecía tan interesante como el cordón de un zapato. Y en ésas estaba cuando, a las 20:30, no a las 20:29, ni a las 20:31, la voz de la tía Liz resonó en todo el apartamento informando de que la cena estaba servida.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Nerea con la cara desencajada, como si hubiera visto a un gnomo patinando sobre su plato.

—¿El qué? —respondió su tía Liz con aire distraído, a pesar de saber perfectamente a qué se refería su sobrina.

—¡Ayer ya cenamos sopa de verduras!

—Te equivocas. Anteayer cenamos sopa de verduras. Ayer, puré de patatas, y hoy repetimos la sopa de verduras. Tómatela, ¡anda!, que me ha salido riquísima… y no es porque lo diga yo.

—¿Y quién lo dice, si no?

—Pues tú de aquí a un segundito, si es que eres una niña sincera.

—¿No podríamos tomar algo más sólido de vez en cuando? —replicó mientras dirigía la primera cucharada hacia su boca.

—Míralo de otra forma: piensa en lo afortunada que eres, porque, si hubieras nacido en cualquier país pobre de los muchos que hay en el mundo, no podrías comer una sopa tan nutritiva.

Nerea sabía que no había forma de discutir con su tía. Para empezar porque el 99 por ciento de las veces le asistía la razón. Parecía tener respuesta para todas sus quejas y sus salidas solían ser ocurrentes, incluso divertidas, cuando lo más fácil para ella hubiera sido poner cara larga y obligarla a comer sin rechistar. De modo que Nerea se empezó a tomar la sopa, en realidad bastante sabrosa, aun cuando sólo lo confesó al terminar el plato. Esto ocurrió a las 20:48, momento en el que empezó a recoger la mesa y a fregar los platos antes de que arrancara el sagrado telediario. Cuando el reloj marcó las 21:00, escuchó la musiquilla que anunciaba el inicio de las noticias y pensó que al menos existía cierto orden en el universo.

Lo primero que hizo Nerea al entrar en su cuarto fue alimentar a Pancracio, el pez de colores comprado por su tía Liz en homenaje a aquel otro pez que su padre juró regalarle poco antes del fatídico accidente de tráfico en el que murió, junto a su madre, dos años antes.

Nerea nunca hablaba de aquello; a este respecto era un muro infranqueable. Ni siquiera con Liz, que durante los primeros meses, cuando tuvo que asumir la tutela de sus dos sobrinos, Alex y Nerea, se esforzó de un modo sobrehumano por hacer que recuperaran la sonrisa, algo que sólo ocurrió con el paso del tiempo y tras aplicar unas extraordinarias dosis de paciencia. Pese a esto, el carácter de Nerea nunca volvió a ser el mismo. Puedes volver a pegar los trozos de un jarrón roto, pero jamás podrás disimular sus grietas. A veces se encerraba en su habitación, a oscuras, y lloraba durante horas. En otras ocasiones, mientras veía la televisión, su rostro se ensombrecía repentinamente, como si la pena se hubiera metido en su espíritu, y se abrazaba las rodillas, y escondía el rostro entre las piernas, y trataba de disimular sus lágrimas, y sus pequeños hombros subían y bajaban al ritmo de sus sollozos. Cuando esto ocurría, la tía Liz se sentaba a su lado y, sin decir ni una palabra, la abrazaba.

La última vez, Nerea le pidió que, de nuevo, le enseñara el álbum de fotos familiar. Juntas estuvieron contemplando las instantáneas en las que sus padres aparecían sonrientes, junto a sus dos hijos, llenos de vitalidad. Mientras miraban esos retratos, la tía Liz explicó cosas sobre sus progenitores que Nerea conocía de sobras, pero que no se cansaba de escuchar: el día en que se casaron, el modo en que hablaban de sus hijos ante los amigos, los planes de futuro que tenían… También le narró aquella historia que tanto le gustaba: la de la noche en que se conocieron, cuando su padre tuvo que dar un bofetón a un borracho que, en medio de un bar, intentó besar a la que sería su futura esposa. A Nerea le encantaba aquella anécdota porque le permitía fantasear hasta la exageración. Así, mientras Liz le susurraba la historia al oído, ella imaginaba a su padre, un joven fuerte y decidido, entrando en aquel garito semiclandestino, un tanto oscuro, lleno de marineros beodos. Su madre estaría sentada en una esquina en penumbra, con una copa sobre la mesa, mirando al hombre que acababa de cruzar las portezuelas dobles que daban acceso al bar. Entonces él se fijaría en ella y, ¡zas!, el amor los atravesaría como un rayo partiendo el cielo. Después aparecería el borracho, sin duda un ser despreciable con un olor nauseabundo, y se acercaría a la mujer de la esquina, la cogería de la muñeca con fuerza y la obligaría a levantarse. Cuando tratara de darle un beso sin su consentimiento, alguien le detendría. Ese alguien sería el padre de Nerea, que empujaría al borracho contra la barra y que le soltaría un bofetón, ¡no: mejor un puñetazo!, en toda la cara. A continuación, el joven fuerte y decidido preguntaría a la mujer solitaria si se encontraba bien y ella le daría las gracias regalándole el beso que negó al otro. Así deformaba la imaginación de Nerea la historia que le contaba su tía, la cual estrechaba aún más sus lazos, permitiéndoles recordar, abrazadas, a los que se habían ido. Curiosamente, mirar las fotos no la entristecía; muy al contrario, la reconfortaba.

Lo segundo que solía hacer Nerea después de cenar era ponerse el pijama, aunque en esta ocasión, dudando sobre si terminaría duchándose o no, lo aplazó. No olvidaba que había dejado los deberes por rematar, pero había una tarea que tenía preferencia sobre todas las demás, incluyendo escuchar a los Devils in Pekin.

Desde que su hermano Alex empezara la carrera de Filosofía y se fuera a vivir a una residencia universitaria, cada noche se escribían a través de Facebook. Nerea no quería admitirlo delante de él ni de su tía, pero echaba terriblemente de menos a Alex. Pese a los seis años de diferencia, siempre habían estado muy unidos. Tras la muerte de sus padres, Alex se había volcado aún más en cuidarla y en jugar con ella, demostrando que jamás se convertiría en el hermano mandón o pasota que solían tener sus amigas, sino que siempre sería una especie de escudo protector, de cinturón de seguridad, de mapa con el que guiarse en el arduo camino de la vida. De hecho, en una ocasión le dijo que siempre podría contar con él. Se lo juró en el cementerio el mismo día en que enterraron a sus padres bajo una lluvia infernal.

Nerea recordaba perfectamente aquella tarde: los familiares vestidos de negro, el coche fúnebre, las coronas de flores… Fue el día más triste de su vida, pero, de repente, cuando un dolor terrible le oprimía el pecho, su hermano le puso las manos en las mejillas y le juró por lo más sagrado que jamás, bajo ninguna circunstancia, la dejaría de lado. Y aquella promesa realizada frente a la tumba de sus padres se convirtió en lo único que pudo restarle algo de desolación al mundo en un momento tan espantoso.

Nerea entendía que su hermano prefiriera vivir en un campus universitario, ya que el sistema educativo hacía necesario que se instalara en la residencia situada junto a la facultad, pero se sentía un tanto dolida porque en el fondo consideraba que había algo de abandono en aquella decisión. De ahí que le hubiera hecho jurar que, durante sus años en la universidad, estarían en contacto permanente. Y así había sido. Cada día uno de ellos lanzaba un mensaje por Facebook que el otro contestaba antes de que transcurrieran veinticuatro horas. Ninguno de los dos había fallado jamás y Alex, demostrando que sus promesas eran sagradas, solía ser el primero en escribir.

Aquella noche Nerea encendió el ordenador y se conectó a la red social. Mientras se abría la página, recordó con una sonrisa el mensaje que la noche anterior Alex le había enviado tras enterarse de que ella quería apuntarse a clases de paracaidismo. El texto acababa con estas palabras: «Siempre has sido una valiente, Uñitas». Así la llamaba, «Uñitas», por la costumbre de mordisqueárselas desde su más tierna infancia. Por supuesto, él también tenía un apodo, resultado de su sueño fallido de convertirse en astronauta. De manera que esa noche, tras comprobar que Alex todavía no le había enviado ningún mensaje y extrañándose de semejante olvido, Nerea escribió: «Querido Saturno…».