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Juan Soto y Conde, marido de Marcelina Sánchez Porras, siguió con su rutina de cornudo, ejerciendo en su casa de la ronda de Segovia. No figuró como damnificado y, por lo mismo, ni él ni su mujer cobraron un céntimo. Padre de familia numerosa, cuando tocó preparar cuna para una nueva criatura, lo hizo con las astillas de sus cuernos. Un recién nacido que, con los años, daría cuartos al pregonero, cuando a su cara asomó la mueca del que sufre del hígado. El moco blanco con el que el teniente Beltrán fecundó el vientre de Marcelina Sánchez Porras sería otro detalle más del archivo que ocupa el atentado de Mateo Morral.

Fiel a sus principios, Joaquín Ruiz Jiménez continuaría pasándose por la Ronda de Segovia. Primero, unas cuantas carantoñas a los niños y luego, unos gustos a la madre. Aunque cesado como gobernador civil de Madrid, Joaquín Ruiz Jiménez seguiría envejeciendo el cuero de las sillas oficiales. Subsecretario de Gracia y Justicia, fiscal del Tribunal Supremo, vicepresidente del Congreso y alcalde de Madrid hasta tres veces, entre medias tuvo tiempo para hacer de ministro y presidente del Consejo de Estado. Demasiados cargos para levantar erección. Por lo mismo, las visitas de Joaquín Ruiz Jiménez a la Ronda de Segovia eran tan fugaces. En lo que tardaba Juan Soto y Conde en cambiar un pañal, Ruiz Jiménez resolvía su pesadez prostática.

Por el otro lado, Juan Montseny, tonelero de Reus, que firmaba como Federico Urales, fue desterrado de Madrid debido a una polémica que tuvo con los constructores de Ciudad Lineal. Entonces marchó a Barcelona donde se consagrará a escribir teatro y a enemistarse con algunos sindicalistas. Siempre a la greña, Juan Montseny polemizaría con todo quisque que se le pusiera al paso. Cuando estalla la guerra, y España entera pierde la paz, se mantiene firme ante la sublevación militar y aconseja a su hija Federica Montseny que se encargue del Ministerio de Sanidad. Tras la derrota, marcha al exilio donde muere. Contaba setenta y ocho años de edad.

El más longevo de todos fue «El Tigre», apodo que recibía Pedro Vallina por los zarpazos que le pegaba al capitalismo. Médico y hombre de acción, luchó toda la vida como el felino que era, muriendo de puro viejo, en el exilio, a los noventa y un años de edad y después de haber visto perder todas las guerras desde su trinchera libertaria. Dejó unas memorias suculentas, cargadas de dinamita cerebral. En cuanto al hombre misterioso, de la chistera y el traje de etiqueta, hay que hacer notar que fue nacido en Velilla de Ebro, Aragón, y que respondía al nombre de José Burgos Tella. Y que fue llamado días antes del atentado y una vez que el Mateo hubo advertido al del enlace que no lanzaría la bomba en la iglesia. La tarea de Burgos Tella consistiría en favorecer la huida de Mateo Morral después de que la monarquía volase en pedazos. Así que, decidido a crear un foco de atención que dejase el camino libre al regicida durante los primeros instantes, Burgos Tella quedó dispuesto en la acera de Capitanía, al costado de la tribuna situada en el Petril de los Consejos y manteniendo la distancia suficiente como para no ser alcanzado por la bomba que el Mateo iba a arrojar.

José Burgos Tella contaba entonces con treinta y cuatro años, además de experiencia en explosivos, y una bomba casera bajo el sobaco. Se trataba de una caja amarrada con alambres y con un orificio por el que asomaba la mecha. Sin embargo, no pudo llevar a cabo su propósito. El teniente Beltrán se cruzaría en sus intenciones y, por lo mismo, también se cruzaría al paso del cortejo. Culpa de ello, la bomba del Mateo caería antes de tiempo. Fue un instante. El suficiente para que los reyes salieran ilesos. Sin más ayuda que la de sus dos piernas, José Burgos Tella se deshizo del artefacto, dejándolo tirado en el suelo, y salió huyendo de Madrid. Llegaría hasta Bilbao, ciudad donde se tuvo que esconder en un retrete. Aunque los de la Guardia Civil hurgaron entre los excrementos, no darían con él. Con el olor pegado a las ropas pasó la frontera a Francia desde donde saldría, poco tiempo después, hacia Argentina.

El citado, José Burgos Tella, era un militar con hoja de servicios brillante, según lo certifica el Jefe del Regimiento Infantería Reserva de Vitoria N.° 15, validado con su sello en seco del Depósito de Guerra. Ingresó al Servicio Militar Obligatorio el día 12 de diciembre 1891 y fue dado de baja el 21 de enero de 1902. En el transcurso de su incorporación al servicio se alistaba en el regimiento «Batallón de Ingenieros de Filipinas», hasta la capitulación de esa plaza, en el cerco de Manila, donde España pierde Filipinas a manos de los yanquis. La tarea que cumple José Burgos Tella es delicada y requiere pericia. Se trata de colocar minas y explosivos para demorar el avance enemigo, tarea parecida a la que desempeñaría tiempos anteriores, durante los sucesos de Melilla que se vinieron a llamar la «guerra chica», y donde es distinguido con la orden al mérito militar.

En Melilla, no sólo tuvo su bautismo de fuego, sino que también le tocó, desde donde se encontraba haciendo guardia, ser testigo de la muerte del general Margallo por un disparo que realizó el joven teniente Primo de Rivera. Ajustándose los gemelos, pudo ver asomar a un soldado que, enseguida, distinguió como de la Guardia Civil por el correaje que se gastaba, de un color tan naranja que cantaba de lejos. También pudo ver cómo, el del correaje naranja, se aproximaba hasta el cadáver y cómo le daba la vuelta a los bolsillos y arrancaba su reloj, el mismo que había perdido Primo de Rivera la otra noche, jugando al tute perrero. A decir verdad, Primo de Rivera nunca tuvo mucho aprecio al regalo que su tío Fernando, el marqués de Estella, le hizo cuando ingresó en el ejército. «Retrasa a posta —le advirtió—. Para que así llegues puntual al cuartel», añadió el tío Fernando, como escupiendo.

Se trata de un Roskopf de fábrica suiza y números romanos que, al día de hoy, sigue atrasando. Y lo hace de tal manera que, más que retrasar, regresa. Y vuelve, otra vez, a las ocho y media de la tarde del primer domingo de junio del año 1906, reinando en España Alfonso XIII y en el cante Antonio Chacón. Aprieta el calor en Madrid y de las cloacas sube un tufo tan intenso como para marear a un perro.