Dos años más tarde de haber sido absuelto, el Quico se vio acusado de preparar el terreno donde lanzar sus rosas de fuego. La Semana Trágica, en la que se incendió Barcelona y poblaciones cercanas, necesitaba un culpable y el Quico venía señalado desde Palacio. Después de jugar con soldaditos sobre el mapa de África, y de haber limpiado del ejército el semen rancio que en su día dejase Riego, Alfonso XIII daría su merecido al Quico, mandando que le fusilaran. Vestido de apache, es decir, como un delincuente común, el Quico pasó su última noche en capilla, escribiendo a su amigo Cosmo, es decir Charles Malato, anarquista que denunció desde Francia a la España Inquisitorial con nombres y apellidos: Narciso Portas, Becerra del Toro, Alfonso XIII y el teniente Beltrán.
Por seguir con el juego de espejos donde los destinos rebotan y toman idénticas avenidas para acabar cruzándose, cabe señalar las horas finales del Quico, antes de ser ejecutado, cuando en capilla apareció un cura al que conocía de pequeño. Asaltado por el tiempo pretérito y con el futuro más negro que el foso que le esperaba, el Quico se mordió la rabia. Rogó que no le vendasen los ojos y que no le pusiesen de espaldas para recibir el fuego. «Me sobra valor para esperar a la muerte de frente», les dice a sus verdugos. Su pasado ya no anda detrás, ahora camina con él. De esto se daría cuenta en el momento de su detención, cuando el Quico huía de su pueblo, Alella. Iba por la carretera que lleva hacia Granollers y las iglesias ardían a sus ojos con el fuego escarlata. Ante tal espectáculo, nadie le iba a negar al Quico que la iglesia que más alumbra es una iglesia incendiada. Sin embargo, las cenizas le ahogan y el humo tapona sus fosas nasales. El Quico era la viva estampa del hombre que ha perdido todo y espera el paso del tren para echarse a sus ruedas. En una de éstas, es reconocido por unos de su pueblo, con los que había jugado de chico. Lejos de salvarle, le torturan, atándole por los codos y dándole a beber orines en vez de agua. En la jefatura de la policía le desnudan y le visten de apache… Es la noche del 31 de agosto de 1909. El pasado le ha cogido por el cuello y no tiene intención de soltar.
Si en un primer momento, el miedo del rey a represalias europeas había salvado a Ferrer, esta vez iba a ser distinto. Alfonso XIII taponó todas las grietas por donde pudiera asomar jindama. Y pensó que lo mejor sería fusilar al Quico de inmediato, antes de que empezaran con fuegos artificiales los de la prensa extranjera. Llegadas las ocho y media de la noche, el 12 de octubre de 1909, resuena en el castillo de Montjuïc la sentencia de muerte. Ferrer firma el edicto y no tirita. Cuando es conducido a capilla pide que quiten del lugar ciertas figuras y atributos religiosos para poder estar más cómodo, no fuera a cometer irreverencias, tan lejos de su ánimo. Luego empiezan a llegar los curas y a todos les agradece el ofrecimiento. Dice no comulgar con el cristianismo. Cuando después de irse el último jesuita, apareció el padre Capellán de la Casa de Caridad, el Quico reconoce, de seguido, al monaguillo que un día fue a su lado. Y entonces la soga del recuerdo vuelve a dar otra vuelta alrededor de su cuello. Sería la postrera, antes de ser ejecutado. La primera fue al salir de Alella, su pueblo, cuando huyendo a pie se topó con el Bernadas, al que conocía de chico por haber jugado juntos. Fue el que le ató con la soga, amenazándole con pegarle un tiro y dándole a beber orines para calmar la sed. La otra vuelta del recuerdo se la pegarían en el juicio. Con una perfidia inspirada en los manuales de la Santa Inquisición, al Quico le colgaron un Sambenito cosido de retales. Aquellos escritos lejanos que una noche ensuciaron las cuartillas de una fonda en Madrid, y que el Quico firmó como Cero, resultaron prueba sólida a ojos del fiscal y se presentaron contra él. Cabe recordar que la fonda estaba situada en la calle Arenal y era conocida como La Iberia. Y que fue donde el Quico estuvo hospedado con otros masones, con ocasión de homenajear a Ruiz Zorrilla.
La citada fonda seguiría funcionando un buen tiempo, al contrario que la casa de huéspedes del Pepe Cuesta que cerró a los pocos días del atentado. El edificio desde donde Mateo Morral lanzó su ramillete de flores sigue conociéndose en Madrid como «La casa de la bomba» y, en la planta baja, continúa la taberna que en su época se llamaba Baliñas y que hoy se llama Casa Ciriaco, famosa por su cocina y por ser lugar donde el actual Rey de España para a cenar de vez en cuando. En una de sus paredes puede verse la fotografía del momento en el que la bomba explota sobre la comitiva. Cabe resaltar en ella la figura de don Rodrigo Álvarez de Toledo, así como las patas de su caballo, Macbeth, alcanzadas por la bomba. La fotografía fue tomada por el joven Eugenio Mesonero Romanos que, en el instante del atentado, se encontraba tirando fotografías junto a Capitanía. Aquella impresión se publicó al día siguiente del atentado, en la primera de ABC, y daría la vuelta al mundo.