Mientras tales cosas pasaban en la esquina del mapa donde la rosa de fuego ardía, en el centro, en Madrid, en el barrio de Ciudad Lineal, acompañado por una fila de guardias, el inspector Merlo se llevaba preso al Vicente Daza, de oficio zapatero. A sus sesenta y cinco años, y como convenía a su estado de segunda infancia, quería vivir tranquilo.
Su declaración fue la punta de una mecha que no tardaría en llegar a la carga. Tal como quedó escrito en el sumario, en la tarde del atentado, estando el Vicente Daza en el huerto de su casa, apareció el Isidro Ibarra, y con él fue a un merendero cercano, donde encontró a cuatro individuos más, a ninguno de los cuales conocía. Uno de ellos tenía una imperfección en el labio. Tras la declaración, el Vicente Daza estuvo un día preso, quedando libre en el mismo momento en que ingresaban en prisión los detenidos: Isidro Ibarra, Bernardo Mata, Aquilino Martínez, Pedro Mayoral y el anciano del labio belfo y bigote teñido de nicotina, José Nakens.
A José Nakens le bajaron del coche celular como si fuera un asesino. Iba esposado y su entrada en prisión hizo dividir a España. Por un lado estaban los que veían al anciano periodista como un republicano «comecuras» que vivía en continua contradicción tapando su maldad con franciscanismo de cabello de ángel. Entre otras muchas cosas, le achacaban su implicación en el asesinato de Cánovas, por haberle dado cobijo al Angiolillo. Y eso era asunto que aún escocía en los traseros más conservadores. Desde el campanario mayor, el cardenal Sancha tocaba para sentar a Nakens en un sillín, con el tronco erecto y pegado al palo del garrote. Sin embargo, por el otro lado, José Nakens tendría sus defensores. Toda la plana mayor de las figuras de la época. Empezando por el anticlerical Galdós y siguiendo por Sorolla y la luz de sus pinceles, sin olvidar a Benavente, ni a Mariano de Cavia, ni tampoco a un comprometido Dicenta. Los hermanos Álvarez Quintero también andaban indignados y pidieron la libertad del anciano. Con la fibra de Unamuno y la música de Ruperto Chapí, se terminó de montar el lío. Incluso, el mismísimo Moret, picado aún por las pulgas de su caída, no tuvo más remedio que salir en su defensa. Desde el extranjero se les uniría Edmundo de Amicis, Anatole France, Maeterlink y Lombroso. Fue lo más parecido al caso Dreifus, pero en español.
Pedro Mayoral y Aquilino Martínez eran los dos hombres que escoltaron a Mateo Morral, junto con José Nakens y el Isidro Ibarra, hasta la casa de Daza, primero, y de Bernardo Mata, después. Pedro Mayoral era escritor, de cuarenta y tres años de edad, pelo cano y bigotes largos como manubrios. En el momento de ser detenido, vestía traje de americana oscuro y sombrero de paja. El otro, Aquilino Martínez, de sesenta y dos años de edad y profesión litógrafo, era calvo, con el rostro pálido y cargado de hombros. En el momento de ser detenido, vestía traje de americana negro y sombrero hongo. Con los ojos nublados de cansancio, Aquilino Martínez quiso conservar su estado de segunda infancia y, por ello, negó el haber estado en Ciudad Lineal. Tras la comparecencia tuvo un careo con Pedro Mayoral y se derrumbó, rectificando en su confesión, aunque salpicándola con la espuma infusa del orín reciente. Así realizó la declaración más escatológica de todo el sumario, cuando apuntó que estaba haciendo aguas menores y que, por lo mismo, no escuchó ciertas conversaciones. También obsequió su excrementoso parecer acerca del periódico El Motín, diciendo que no lo leía, que se lo mandaban y que lo destinaba al servicio del retrete.
Un día después, en la cárcel de mujeres, ingresaban Emilia Díaz Izquierdo y Concepción Pérez Cuesta. La una trabajaba como camarera en lo de Candelas, el sitio de cafelito, sifón y horchatas que habían puesto en la calle Alcalá. Su delito: homicidio. La víctima: Pedro Beltrán Vallejo, teniente de la Guardia Civil y antiguo jefe de la Unidad de la Policía Judicial, cesado de sus funciones una hora antes de su fallecimiento. La otra detenida era la compañera del sargento Mata y una de esas mujeres que ni firman ni pintan por decir no saber. Se rascaba el pelo cano con las uñas comidas de nervios. Tras ruedas de careos y testimonios de insolvencia, al año o así, todos quedaron libres. No podía haber sido de otra manera ya que las premisas fueron montadas sobre una conclusión ya existente de antemano. Mateo Morral pasaría a la Historia como un loco enamorado que, por despecho, lanzó su bomba a las ruedas del carro real. Cuando el Quico salió a la calle, se encontró su fortuna menguada y su nombre untado de barro por parte de la herencia inquisitorial de España. El rey, Alfonso XIII, no tardaría en cobrarse la deuda.