Por esa condición que tienen los espejos de multiplicar los acontecimientos, en el momento en que la Emilia aprieta el gatillo en Madrid, la policía de Barcelona tira abajo la puerta de la casa donde el Quico se encontraba retozando con su amante, Soledad Villafranca. Sin apenas darles tiempo a vestirse, se los llevaron presos. El verdadero nombre del Quico era el de Francisco Ferrer Guardia, cuarenta y siete años, amigo del Emperador del Paralelo y director de la Escuela Moderna, además de hombre dedicado al magisterio de lenguas. Así que fue detenido, así declaró que conocía al Mateo desde hacía unos tres años, con motivo de haber traído a la Escuela a una hermanita suya llamada Adelina, para que se educara a la manera laica. Hicieron amistad y Francisco Ferrer, ante el deseo que el Mateo mostraba, le propuso encargarse de la biblioteca y de la dirección editorial de su Escuela.
A los dos días de su detención, el Quico fue conducido a Madrid en un tren expreso. El vagón iba atestado de guardias. No sólo custodiaban al cautivo, sino también el baúl donde iban las pertenencias del Mateo. Según el acta levantada en Barcelona por el jefe de vigilancia Antonio Tressols, dentro compartían sitio: una bota de vino, cinco cartas de su hermana Adelina, la licencia del servicio militar junto a algunas facturas y toda la colección de cartas amorosas dirigidas a su nombre por una tal Olga Brandt.
Al final, estas cartas se perdieron pues, para la versión oficial, lo más conveniente era ofrecer el perfil de un loco no correspondido en el amor. Así, Mateo Morral quedaría justificado por la Historia como un hombre obsesionado, un perdedor radical que, por despecho, atenta contra los reyes. Para fortalecer la coartada oficial, el mismo Mateo había participado con otras cartas, unas postales que mandó desde Madrid a Soledad Villafranca, profesora de la Escuela Moderna y mujer a la que se beneficiaba el Quico.
Cuando al beneficiario le preguntaron por este detalle, declaró desconocerlo. De haber sabido que el Mateo mantenía relaciones amorosas con la misma mujer, eso, el Quico no lo hubiera permitido. Entre otras cosas, el Quico era conocido por los números que se calzaba. Le llamaban «el Sultán Rojo» y muchas otras cosas más. Con tales virtudes, sus enemigos le acusaron hasta de montar misas negras. Además de las cartas amorosas dirigidas a Mateo Morral por Olga Brandt, se decidió perder lo restante, esto es, la bota de vino, la cartilla militar y las cartas de su hermana Adelina. Por lo cual, el baúl llegó a Madrid vacío. La pérdida quedó registrada de tal manera que, pronto, caería en el olvido.
Al día siguiente, con el resultado de la autopsia sobre el mármol fresco del despacho real, en palacio, se llegó al convencimiento de que, las tripas de los muertos civiles mezcladas con las de los muertos en acto de servicio, y puestas a hervir sobre el aliento enfermo de los caballos, daban como resultado un plato infecto al que moscas y barbas militares acudirían con el primer golpe de olor. Y si los militares tomaban las riendas del asunto, la mala prensa recaería otra vez contra España por parte de toda Europa. Estaba enjuego lo del reparto de Marruecos y, en fin, tal y como le sugirieron a Alfonso XIII, Francia era una República dolida con España desde lo de la guerra franco-prusiana por andar buscando rey. En resumidas cuentas, por aquellos días no se sabía quién andaba más asustado, o el rey, o todos aquellos que empeñaron sus armas en Barcelona, bajo el mismo nombre, el de una mujer llamada Amparo Montesinos Climent y que regentaba, junto a Vicente Peris, una casa de mujeres de la vida, dicho por lo fino, en la calle de la Esmeralda número 20. El tal Vicente Peris era un ilegalista valenciano de treinta años, estatura regular y recién llegado a Barcelona con la barba muy negra y la cara muy pálida. Desde chico andaba dedicado a amasar fortuna de los bajos fondos. Lo hacía de la misma manera que el alfarero amasa el barro hasta darle forma de botijo. Después de colocar las armas a la Amparo, Vicente Peris se dio a la fuga. En el bajo de la calle Esmeralda trabajaban tres chicas, además de la jefa. Dos de ellas eran madre e hija, la otra era una mujer joven con la enfermedad escrita en la piel. La misma que contagió al Mateo y que venía de estar empleada en el burdel de la calle Aviñó.