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En su cabeza, sólo le quedaba sitio para una bala. Por eso, cuando la Emilia le ajustó el cañón, el teniente Beltrán se detuvo un instante y, con la muerte avanzando por el plomo de sus ojos, completó la sonrisa. Antes de caer, dio dos pasos al frente. Llevaba las pistolas por delante y la sangre había quedado detrás, cubriendo la cabina del tranvía. Por el reloj de la iglesia del Buen Suceso pasaban cuarenta minutos de las ocho de la mañana, y el barullo que se montó fue aprovechado por las autoridades, dando orden de salida al cadáver de Mateo Morral y evitando así su linchamiento.

Un día después de practicarle la autopsia, el cuerpo de Mateo Morral fue conducido en un furgón mortuorio al cementerio civil del Este, donde recibirá sepultura en cuarta clase temporal, zona de adultos, cuartel 3, manzana 1.ª, letra C. Unas horas antes, en una tumba vecina, dieron sepelio al teniente Beltrán. Fue una ceremonia silenciosa a la que sólo asistió el sepulturero, un hombre que asomaba el cardenillo de los dientes por cada paletada. Aquel día tuvo más trabajo de la cuenta. Cosa así de diez minutos después de echar la última tierra sobre el tal Morral o Morán, ya que los periódicos continuaban sin ponerse de acuerdo, cosa así, de diez minutos después, vino otro más. Se trataba del cadáver de uno al que llamaban el Ulogio y que tenía una herrería en Barquillo, justo pegando a la farmacia. El día anterior, el inspector Merlo se lo había encontrado muerto en los retretes de una taberna de la calle la Ruda, cerca del mercado. Por la hora que era, el inspector Merlo se sirvió del cadáver.

Abrupto en sus pensamientos, así como en su acción, el inspector Merlo cargó con él hasta un carro de bueyes que había frente al mercado. La Emilia iba por los suelos, con las manos prietas en los tobillos del inspector Merlo y el pecho arrastrado por llantos. Maldiciones estiradas como lamentos moriscos y que no pararon en todo el camino. El inspector Merlo dio orden al dueño del carro, un labriego con sombrero de paja y la frente sudorosa y encogida, semejante una manzana al horno. «A la cripta del Buen Suceso», le dijo con dominación de señorito, al mismo tiempo que se pasaba las palmas de las manos por sus aceitosos cabellos. «Dese prisa».

Llegaron a tiempo, cada vez aparecía más chusma con hoces y rastrillos. La salida de la cripta del Buen Suceso se había taponado como una cloaca y el tufo a sumidero atravesaba Madrid. Por la hora que era, andaban ultimando el traslado del cuerpo del Mateo Morral al forense, donde le realizarían la autopsia. Y así fue como el cadáver del Ulogio le vino al inspector Merlo que ni pintado. La misión que iba a desempeñar sería el colofón miserable a toda una vida rozando el ilegalismo. Su cuerpo, después de muerto, iba a servir para despistar a la chusma. Y de esta forma, se evitaría el linchamiento del cadáver del Mateo. Sin embargo, el inspector Merlo dejó fuera de sus cálculos al teniente Beltrán, como también dejó fuera de sus cálculos su reloj de bolsillo, que siempre atrasaba. Razón de más por la que el teniente Beltrán se apareció antes de lo previsto. Fue cuando la Emilia le vio desde la misma puerta de la iglesia, bajándose del tranvía. La Emilia acababa de dejar el cadáver de su Ulogio preparado para el engaño dentro de una caja a la que se le salían las puntas de los clavos. Había hecho todo el viaje en el carro de bueyes, abrazada a su cuerpo frío, mientras el inspector Merlo se pasaba la lengua salivosa por el lado más vivo de los morros. Fue aquí cuando la Emilia descubrió la pistola en la caña de la bota.