La taberna de Malacatín quedaba en la calle la Ruda, a un tiro de piedra del mercado y a dos o tres pasos del Naranjeros. Sus desayunos eran de fama y pocos cuartos. Vasito de aguardiente, galleta y terroncitos de azúcar, arreglaban el cuerpo de los madrugadores y de los insomnes. En el local, no sólo se daban cita los currelantes, sino también todos aquellos chotacabras de buena familia que, atraídos por el perfume canalla del barrio, no perdían la hora del desayuno. Aquella mañana había trajín y don Julián, el dueño, andaba tras el mostrador, sirviendo, cuando vio entrar por la puerta al teniente Beltrán, sin más mangas que las de su chaleco y una venda de sangre a la cabeza. De seguido, le plantó la botella de aguardiente y un vaso, sobre el mostrador arañado. Sabía cómo tratar a la clientela. El teniente Beltrán arrancó el corcho de la botella con los dientes y terció el vaso.
—Qué, qué se cuenta el marajá de Kapurthala —preguntó el inspector Merlo, guasón, recostado en el mostrador, con la punta de la lengua entre la carne cruda de su hocico y los caracolillos chorreando las sienes. Destacaba el cerco malva de la noche en sus párpados, igual que si los hubiera pintado. También destacaban los colmillos salivosos, con hambre de chicha.
Se escucharon las risas de los parroquianos. El teniente Beltrán ajustó el plomo de sus ojos hacia donde el inspector Merlo se encontraba. Y las risas callaron. Todavía era capaz de acribillar una mosca en pleno vuelo, sólo con mirarla. Así que, se echó el vaso al gollete y la mano a la pistola. Julián, el dueño de la taberna, se quedó inmóvil tras el mostrador. Más al fondo, apiñados alrededor de una mesa, había una montonera de jóvenes. Eran los mismos a los que, horas antes, el teniente Beltrán había paseado hasta el Gobierno Civil. Con la cara cubierta de hollín y la sangre, seca ya, sobre sus ropas, celebraban la puesta en libertad. Lo hacían a tragos, igual que piojos en la cabeza de un borracho. Parecían recién salidos de una de esas novelas llenas de chinches y demonios. En cuanto vieron entrar al teniente Beltrán, se levantaron en desbandada. Pero la pupila de plomo los paralizó por completo y volvieron a sentarse, agachando cabezas e intentando esconder las caras machacadas detrás de las botellas. Junto a ellos había dos hombres más, borrachos también, a los que pareció no importarles la presencia del teniente Beltrán. Discutían con entusiasmo de beodos. Uno de ellos, de barba honda y lentes empañados por fina gasa de niebla, pedía a voces la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol. Además de su barba selvática, destacaba la manga vacía. «Hemos de fundar Salento, como hizo Robespierre», dijo, con mucha rigidez en su espina dorsal. Y alzó su vaso con la única mano que tenía.
—Hip, hip, camaleón mineral, hip —interrumpía el otro, un hombre con ojos de batracio herido.
—¿Acaso no funda Romanones su policía con una partida de yeguas cojas? —El manco de las barbas floridas hablaba con un ceceo impostado. Al teniente Beltrán le habían advertido que, además de gallego, también era marqués o algo parecido. El inspector Merlo, apoyado en el mostrador, escuchaba atento su intervención—. El simple movimiento de un vaso es un acto trascendental. De la misma forma, con una simple carta escrita al marajá, se fundará una nueva dinastía en la India. Un príncipe de sangre hispana terminará con la dominación británica.
Las barbas le caían desde el vacío famélico de sus pómulos y la delgadez enfermiza descubría la demora de sus comidas.
—Hip, hip, camaleón mineral.
Julián, el dueño de la taberna, desde el mostrador, se inclinó ante la autoridad y puso al teniente Beltrán en antecedentes. Según le contó, andaban celebrando que una de las Camelias, aquellas hermanas que enseñaban la chicha en el Kursaal, la llamada Anita, se había prometido en matrimonio con el marajá de Kapurthala. Y que como la Anita no era virgen ni nada que se le pareciese, habían puesto remedio al asunto llevándola a una zurcidora, no sin antes pasarla por la piedra de la flamenquería en el Naranjeros.
—Y en ésas andan, teniente. Na grave —añadió Julián.
El teniente Beltrán clavaba el plomo de sus pupilas en la barba selvática del manco, como hipnotizado por su discurso ceceante. Julián, el dueño, con la voz temblona, siguió contándole que el asunto podía haber salido peor, pues el marajá de Kapurthala se había ido de Madrid indignado, ya que ofreció a la madre de las Camelias cien mil francos por su hija Anita. Como mediador del asunto, y por su conocimiento de lenguas, la madre de las Camelias se había servido del pintor que ahora andaba herido por los cuernos. Don Julián, tras el mostrador, le señaló. «Camaleón mineral, hip, camaleón mineral».
—Total —siguió contando don Julián—, total, que el pintor, arañado por los celos, se subió a la parra pidiendo comisión. Y el marajá se volvió a París, y la madre de las Camelias, muy enfadada, se puso a buscar al de las barbas para que escribiera una carta al marajá, una carta de amor y como si la escribiese la Anita —continuó Julián en voz baja—. Y resulta que, el de las barbas, no lo hizo por dinero, qué va. Según él, lo hizo por terminar con la dominación de los ingleses en la India. —Y don Julián se llevó el dedo índice a la sien, dando a entender que aquel que se decía marqués estaba loco.
Ahora el de las barbas se había subido a la mesa. Con la voz retumbando en su garganta como si de un pozo se tratase, declamaba:
—En cualquier momento se aparecerá el marajá a lomos de un elefante de trompa erecta, trompeteando igual que las trompetas del Juicio Final.
—Hip, hip, camaleón mineral —remataba el discurso el pintor de los ojos de batracio, teñidos por la vigilia y el alcohol.
Y es, en ese momento, cuando se abre la puerta de la taberna. Y el teniente Beltrán, como si la corriente le atravesara los riñones, arquea la cintura y voltea. Sus dientes son una fila de puñales que dan la bienvenida a la pareja, un hombre y una mujer a los que ya conoce. El hombre no es otro que el de la herrería, el Ulogio. La mujer que le acompañaba es morena y lleva la mirada encendida como la pólvora. El teniente Beltrán conoce el paño, es la misma que cúrrela en lo de Candelas, una hembra casquivana como gata de portera y que llaman la Emilia. Sin apenas darles tiempo a entrar en la taberna, el teniente Beltrán dispara la pregunta:
—Entonces qué, sigue Chacón en el Naranjeros.
Al Ulogio le cambia el color de la cara. Ahora su piel evidencia el parón de la sangre, como si se le hubiesen secado las venas y sus mejillas se volvieran verdosas, igual al tapete de un casino descolorido por las meadas de los gatos. Sus ojos son dos farolillos a media llave que poco o nada pueden alumbrar. Su cara refleja la vergonzosa tensión del miedo. Tiene un amago de agacharse y sacar la pistola que esconde en la caña de su bota pero un pinchazo de terror detiene todo movimiento. Tuvo que ser la Emilia, sin perder el asombro ante el aspecto que presentaba el teniente Beltrán, la que contestase que Chacón llevaba un rato largo cantando. Y que el Naranjeros estaba a rebosar. Habían venido de toda España a ver al Pontífice del Cante y a despedirse de la Anita.
Luego, a la vez que ronchaba un terrón de azúcar, con los nervios enredados en la punta de su lengua, la Emilia siguió declarando que, en un principio, el personal había ido a escuchar cantar al de la Matrona, un gachó jovencillo, sevillano él, que la estaba armando por ahí abajo y al que querían contratar. Pero al final nada, que el tal Matrona era un bocas y que no se había atrevido con el Chacón. En el espejo barnizado de humo se reflejaron sus palabras.
—La verdad es otra que yo la sé —saltó Julián, el dueño, desde el otro lado de la barra, mientras le cambiaba el vaso al inspector Merlo—. La verdad es que el del Naranjeros es más agarrao que un chotis.
—Chisss, eh, cuidao. Al Chacón no hay naide que le haga sombra —saltó la Emilia, rechupeteando un terrón con ruido de salivas—. Naide. —Esto último lo recalcó cachondona y con arrojo, aunque en el fondo se encontrase perdida en un laberinto interior donde cada minuto contaba como minuto perdido. El Ulogio seguía a su vera, la mirada desolada y los dedos nerviosos, dispuestos a cometer una torpeza.
—Manuel Torre, Manuel Torre, ése sí que es un fenómeno —apuntó el de las barbas, aleteando su manga vacía y brindando su vaso al respetable, como un torero ante una plaza rebosante de apetitos de sangre—. Manuel Torre, Manuel Torre…
«Pa torres, las de Balmoral». Saltó Julián, más por cambiar el tercio que por creencia. No quería problemas en su local, y menos en los que la policía tomaba parte desde el principio. Pero el de las barbas andaba con la boca caliente y, sin que nadie lo hubiese pedido, se arrancó a hablar de los cantes de fatiga: «El cante jondo nace del tajo y del cúrrelo, de la fragua y del trillo y lo demás son cantes de señoritos. Por eso el mejor es Torre, gitano de raza y cantaor largo y de fatiga, y eso lo digo yo que para algo soy marqués». El teniente Beltrán arrugó la frente, como si se desatara el oleaje sobre sus cejas.
Desde el final del mostrador, el inspector Merlo se pasaba la punta de la lengua por el labio crudo. Hizo una seña al Ulogio, que hasta ahora no había abierto la boca y continuaba con la pálida en el pellejo. Mantenía la mirada alerta del que se encuentra acosado y listo para la torpeza. Por el reloj del teniente Beltrán pasaban veinte minutos de las seis de la mañana y allí seguía la Emilia, con el teatro, intentando ganar tiempo a lo irremediable. La caída del telón no tardaría en llegar.
—Tú, qué sabrás de cante, marqués —increpó la Emilia al de las barbas, a la vez que ronchaba y tragaba—. Tú qué sabrás de cante por mu marqués que seas —continuó ella, intentándole quitar peso al capote del momento, sin perder de vista al Ulogio, que caminaba hacia el inspector Merlo.
La negrura de la noche se borró de los ojos del inspector Merlo cuando el Ulogio llegó hasta él para cuchichearle. Como pintados por el rimel de un nuevo día, recobraron el esmalte del vicio. Mojó la punta de la lengua y con ella se extendió la saliva por el morro crudo. Debía de ser algo muy importante lo que el Ulogio le refería, algo que, la Emilia, desde donde se encontraba, no conseguía alcanzar.
Entonces, a la Emilia no le quedó otra que aprovechar el momento y acercarse hasta el oído del teniente Beltrán para decirle, con la lengua en la oreja, que ella sabía dónde estaba la rubiala. «Anda escondía donde el Ulogio». —Ya.
Y el teniente Beltrán la apartó con el hombro. Apurando de un trago el aguardiente, se restregó la boca con su brazo desnudo. Y con los dedos juguetones en la culata de su pistola, el teniente Beltrán caminó hacia el fondo de la taberna, donde el inspector Merlo y el Ulogio secreteaban con chasquido de saliva. Cuando pasó por la mesa de los jóvenes tiñosos, éstos se plegaron. Sin embargo, el de las barbas, sin bajarse de la mesa, siguió dándole a la perorata: «Que pongan la guillotina en la Puerta el Sol, y que la estrenen con la cabeza de Chacón». La Emilia, perdida ya en un laberinto interior donde van las mujeres rechazadas, fue tras el teniente Beltrán y éste soltó el brazo, como un resorte, directo al pecho, que la dobló al suelo. Entonces el Ulogio, desde el final del mostrador, hizo un ademán que el inspector Merlo contuvo, retorciéndole la entrepierna como si fuera un trapo a escurrir. El Ulogio emitió un grito ahogado, como si se atragantara. Entre todo, Julián, el dueño, había salido de detrás del mostrador para asistir a la Emilia, que continuaba en el suelo. Entonces, el teniente Beltrán, con la cabeza vendada pero sin perder aplomo, se plantó frente a la mesa y replicó al de las barbas, tirándole de la manga vacía. «El mejor es Chacón, ya ha oído usted a la gachí».
—Y éste es un payo que canta como un canario flauta —añadió Merlo, señalando al Ulogio—. Te lo regalo. —Y empujó con fuerza al Ulogio, sobre el teniente Beltrán que le agarró del pescuezo, y se lo llevó hasta el retrete.
Nada más abrir la puerta, un aliento de fiebre, le pegó de lleno. Arrugó la nariz y metió un meneo al Ulogio.
—Haz memoria, el otro día, en la Concha, junto al tranviero, un fulano elegante, con chistera. Vamos, haz memoria. —Al Ulogio le tenía cogido por la nuca. Así como metía su cabeza en el ojo ciego de la letrina, así que se la sacaba cuando lo creía conveniente.
—No sé a quién se refiere —contestó el Ulogio con vocecilla de flauta rajada.
—Vamos —le dijo, y le sacó la cabeza del sumidero—. Vamos, cabrito, haz memoria.
La cara del Ulogio apareció cubierta con el desecho tripero, como una arcilla orgánica aplicada sobre la piel del chivato. Era lo que el teniente Beltrán llamaba solución profiláctica para conseguir confesiones. El discurso del marqués de las barbas llegaba hasta el excusado. «Guillotina eléctrica en la Puerta el Sol».
—Pidieron judías y una fuente pajaritos. Pa beber, vino —dijo el Ulogio, con la respiración entrecortada y la boca chorreando despojo.
El teniente Beltrán le rodeó el cuello con su brazo desnudo. El crujido de la vértebra sonó como un disparo de revólver. «Los anarquistas sois como los moros, pero los moros son más limpios. Por lo menos se lavan el culo antes de ponerlo». Sabiendo que no tenía más que sacar, el teniente Beltrán registró el cadáver. En uno de sus bolsillos, encontró el manojo de llaves.