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No era un hombre, era un despojo humano. A duras penas había conseguido levantarse y alcanzar el pozo con el filo de los dedos. Apoyándose en la piedra caliente de la noche, llegó a ponerse en pie. Luego, arrancó su chaqueta, lanzándola al suelo hecha un guiñapo. Agarrando una manga de la camisa, hizo de ella jirones con los que fue vendando su cabeza. Se echó mano al cinto y subrayó la mueca de sangre cuando supo que estaba desarmado. Miró su reloj de bolsillo. Las cuatro y media. Escupió al suelo y tiró a andar. Al llegar a la esquina de Flor Baja se le vidrió la mirada, y allí fue que se tuvo que sujetar a la pared, a tomar aire. Los ojos de las mujeres se encendían de odio ante la figura del teniente Beltrán. Y así anduvo hasta llegar a la calle Mayor.

Faltando diez minutos para las cinco, por su reloj de bolsillo, y con la cabeza vendada, el teniente Beltrán entró en el Gobierno Civil. Un tufo le atravesó el pescuezo y la mueca de asco le marcó la boca. Tambaleándose por el pasillo llegó hasta su despacho vacío. Sobre la mesa, un saco remendado que habían dejado allí, como si se tratase de un regalo siniestro. El teniente Beltrán lo abrió y fue sacando ropas, soltándolas sobre la mesa. Unos pantalones, la americana color café y unas botas color avellana, con elástico. Al fondo, la camisa sudada y unos calzoncillos de lienzo con cercos de orín.

—Lo dejó aquí uno que se presentó con su hijo, diciendo que lo encontró por la Guindalera —apuntó la voz menuda del escribiente, desde el marco de la puerta.

—Ya —soltó el teniente Beltrán, como un suspiro, al tiempo que se arrancaba la otra manga de su camisa—. ¿Queda aguardiente?

—No sé, yo vengo a recoger mis cosas.

—¿Qué?

Entonces el hombre insignificante contó que el Moret había cesado. Y el Cojo con él. Y que aunque no se hiciese público hasta la semana siguiente, el gobernador les había reunido para decírselo. Sin embargo, el escribiente menudo había corrido con baraka. «Me voy a los Canónigos, de auxiliar». El teniente Beltrán le arrojó su mueca de asco. Luego, revolvió cajones hasta conseguir una botella. La destapó con los dientes y se echó un trago al gollete, para después empapar los jirones de camisa en licor. Goteando se los llevó hasta su cabeza y se hizo un vendaje en forma de bala. Cuando el escribiente iba saliendo, le llamó.

—¿Sí? —preguntó el hombrecillo, bisbiseante—. ¿Sí?

—La pistola.

El escribiente le miró sorprendido tras sus lentes de botella. Llevaba los brazos cargados de legajos, pergaminos y libros en los que abundaba el polvo y los tachones.

—Que me des la pistola, que allí no la vas a necesitar. En los juzgados sólo hace falta pluma.

—Ah, sí.

Y el hombre insignificante dejó los legajos por un momento en el suelo, sobre los cristales y las escurrijas de serrín revueltas con esputo. Se llevó la mano a la cintura y le tendió la pistola al teniente Beltrán. Una Browning cargada de posibilidades y gatillo a estrenar. El teniente Beltrán estiró su mueca pero, aun así, no pudo completar la sonrisa. Vio al hombre menudo perderse, pasillo adelante, y escuchó de nuevo a las ratas, tras la pared del despacho. Por sus chillidos estaban en pleno apogeo. Apuró la botella de aguardiente, se echó la mano a la bragueta y la pistola al cinto. Por su reloj de bolsillo daban las cinco y media de la mañana. Sin mangas en la camisa, y con el chaleco sudado al cuerpo, el teniente Beltrán salió a la fresca.

Bajo la venda de su cabeza, el teniente Beltrán ocultaba una maquinaria sangrante. El motor asesino que hunde su dedo en el gatillo silencioso de la madrugada. Su propósito: acertar un objetivo cada vez más difícil. Recámara, pistón, corredera, percutor, cilindro, rosca, tuerca y puñetitas varias, elementos todos que, a esas alturas, chirriaban de necesidad. Así que, con la venda en la cabeza a la manera de turbante, encaminó sus pasos hacia Puerta Cerrada y de allí tomó por la calle Toledo.

La fresca de la mañana erizaba el vello de sus brazos y las voces del mercado le envolvían igual que si anduviera por un zoco moro. Los vendedores pregonaban sus mercancías con el deje de un cante morisco. El olor a fruta cortada y carne en salazón se mezclaba a golpes, junto con el resuello febril de un perro contagiado de cólera. El cielo pintaba rojizo, como si de un lienzo de sangre se tratara. A sus ojos de plomo volvió a asomar la campiña arrasada por el fuego. Las nucas abiertas a culatazos. Los pedazos de carne humeando y la sangre gorda que hace barro la tierra.

Le cruzó por el rostro una ráfaga de odio, de ese odio brutal y despiadado que nace del charco más arrabalero. El mismo charco que le dio de mamar y al que volvería cuando tocó embarcarse en Málaga, junto con otros tantos oficiales dispuestos a calmar la sed africana. Para el teniente Beltrán, África no había acabado, para el teniente Beltrán, África empezaba ahí mismo, en el sitio donde colgaron a Riego, en el olor de todas esas gentes que se ponían a pregonar su género con un canto largo de cochambre y morería. Y un sol que encendía a lo lejos el barrio de las Injurias, un suburbio de poco más de dos o tres calles que eran un inconfesable estercolero. Un arrabal indecente que se extendía desde las Américas del Rastro hasta más allá de la tripería, pasados los Ocho Hilos, casi llegando a donde Tío Boluco tenía la huerta. Y allí que se perdía el barrio. El teniente Beltrán bien sabía que era ahí, donde podía encontrar la punta de la mecha que se le había ido de los dedos. En su reloj de bolsillo iban a dar las seis menos cuarto.

Son horas en que las gentes del mercado ocupan la plaza con sus carretas, sus bueyes y toda la pestilencia que sube hasta las narices igual a un hierro colado de malos olores. El teniente Beltrán escucha el discutir de las voces, subiendo y bajando el precio de las verduras y de las sardinas, igual que si estuvieran en un burdel de Melilla regateando el precio del amor. El teniente Beltrán se estira las puntas del chaleco y pasea entre las voces que se escuchan por todas partes, lo más parecido a una letanía grosera y prolongada que se hunde en las carnes de las pocas mujeres que asoman a esas horas. «Cebollas, patatas, asaúras, tomates».

El teniente Beltrán luce pistola en la cintura, por si hay que desbravar a algún macho, y camina sin bajar la cabeza, a pesar del vendaje. El pescuezo se mantiene firme y la nuez, obsesiva. Así llega hasta donde se alinean las tinajas de vino, los fardos de bacalao y las cubetas de arenques coronadas de moscas. «A cuarto la caja, ni sube ni baja. A cuarto la caja, mira la niña qué raja». Y pisando mondas de patata y hojas de berza, el teniente Beltrán entra en la taberna de Malacatín.