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Aunque nunca había visto un muerto de cerca, le dio que el teniente Beltrán lo estaba. A la luz de la noche, yacía en el suelo igual a un muñeco con la cascara de la cabeza abierta al medio. La Chelo, en cuclillas y descalza sobre la sangre, le arrancó la pistola de la cintura y se la arrebujó en el delantal, como si, en vez de pistola, se tratase de un recién nacido. Y así salió la Chelo, corriendo calle abajo, a la luz de las candelas, quebrando las aceras indecentes de la noche. Sin apenas respirar, llegó a Barquillo, donde la herrería de su Ulogio, junto a la farmacia. El cierre estaba echado. En apariencia, no había nadie dentro.

A su Ulogio no le gustaba que ella se pasase por allí, le había dicho. Pero esta vez era diferente. Ahora la Chelo buscaba algo más que sudar su amor en la penumbra de un cuarto, ahora, necesitaba protección. Volvió a llamar con la mano prieta, sobre el cristal de polvo, levantándose en puntillas, como si aún llevase los tacones puestos y tensando los muslos, dejando reflejar en el trozo de vidrio el lechoso arranque de sus senos; el delantal arrebujado donde dormita la pistola. Al otro lado de la puerta, los pasos la llevan a destaparla con violencia. Unos ojos de animal salvaje asomaron tras el cristal de polvo. Se abrió la puerta a medias y la mano indicó que entrase. «¿Qué te pasa, prenda?».

—Na, ninchi, que creo que he matao a un hombre.

Y entonces ella, entre sombra y herrumbre, le contó a su Ulogio todo lo sucedido. Desde el principio, desde la misma tarde que explotó la bomba, cuando el teniente Beltrán llegó a la horchatería y empezó a pegar ladridos. A cada requerimiento suyo se estremecía un pájaro en el surco de sus senos. «Lo peor de las mentiras, prenda, es que luego te tienes que acordar de ellas», señaló su Ulogio. Ella pudo percibir irritación en la mirada de lobo. Y el olor de la última jarana pegado a las ropas. «Trae aquí, prenda».

La Chelo le tendió la pistola con la palma abierta, como si en vez de pistola fuese un pez frío en la noche caliente. Y continuó con el relato:

—Luego estuvo hablando con el patrón. No sé qué ciscos se traían con la máquina registradora.

La Chelo siguió contando que el teniente Beltrán salió con los bolsillos repletos de parné. Y los ojos como dos duros sevillanos. En la mirada del Ulogio brillaron pavesas. Chispas encendidas de un fuego que avivaba sus adentros. La Chelo, entonces, va y cuenta el desenlace, el forcejeo que mantuvo esa misma tarde, cuando el teniente Beltrán volvió a aparecer en lo de Candelas.

—Y to porque no quise irme con él a ver al muerto.

—¿Estás segura, prenda, que se trata del mismo? —preguntó su Ulogio, rodeándola con los brazos.

«Sí, ninchi, sí». Y le dio los detalles del joven que apareció en la horchatería, el buen paño y corte de su traje, el sombrero como una caricia de fieltro en la punta de los dedos y su piel morena, y las manos surcadas de nervios, y las uñas limpias y rosadas. Las bujías rebotaban en los espejos. Era su primer día y ella iba y venía sin dejar de mirar por el rabillo del ojo.

—Me pareció un tipo curioso. —Esto último lo dijo echándole vinagre en los celos. Así reaccionaba su naturaleza de mujer ante el olor a jarana de las ropas.

—Prenda, no me saltes con reproches ahora —replicó el Ulogio.

La Chelo se quedó un instante mirándole. Un soplo de tiempo que el Ulogio cortó con la caricia de su nudillo, sobre las mejillas, limpiándole los churretones. Luego ella siguió diciendo que le volvería a ver, en el merendero de los Cuatro Caminos. «Mientras bailábamos», añadió la Chelo, sin poder contener las lágrimas, como queriendo indicar cuánto le entristecía todo aquello. Su pecho se levantó en un suspiro y su Ulogio le ciñó el cuerpo con un solo brazo. «Tranquila, prenda, tú tranquila». La besó muy prieto y, como si quisiera acabar pronto con el sainete, el Ulogio alzó la mirada y levantó el brazo armado con la pistola. «¿Sabes usarla?», preguntó a la Chelo.

—No, pero parece fácil, sólo hay que apretar el gatillo —replicó ella, con una lágrima en su voz.

Aunque asustadiza para otras cosas, cuando se trataba de defender su pellejo la Chelo era mujerona brava. En la negrura de la fragua, el Ulogio le daría una lección rápida sobre el funcionamiento de la pistola. «Recámara, corredera, gatillo, percutor, diente escape y, aquí, nos vamos a parar, prenda, pues al presionar el gatillo, se suelta el diente escape, y el percutor golpea el culo de la pildorilla y así que sale impulsada. Es fácil. Luego se vuelve a cargar por sí misma, pudiéndola disparar una y otra vez, pum, pum, pum, así hasta acabar la munición. Mira, prenda, hay dos cosas importantes en el manejo de una pistola y que no debes olvidar. La primera, la pistola ha de estar cargada siempre».

—¿Y la segunda?

—Mano izquierda, prenda, mano izquierda que sujete bien la derecha, por la muñeca, y así no fallar el disparo —le soltó su Ulogio con un azote cariñoso en las nalgas—. Y ahora vamos a por el secao, hay que esconderlo.

Salieron de la herrería y tiraron por Barquillo, recorriendo la calle San Marcos, donde las niñas mostraban sus dientes de leche al arrimo de los portales. En menos de diez minutos, a buen paso, ella por delante y descalza, llegaron a la concurrencia de calles que había puestas justo detrás de la que llamaban Ancha. Eran las calles impúdicas de un Madrid que la Gran Vía desfiguraría a los pocos años, sajando el tumor venéreo a ritmo de un libreto de zarzuela. Nombres de retumbo carnal y que despertaban lujurias con sólo pronunciarlos. Calle Flor Baja, calle Parada o calle Garduña. También estaba el callejón del Perro que comunicaba la calle de la Justa con la de Tudescos. Y desde ahí, atravesando la maraña de arterias de resonancia oscura, doblando las esquinas decoradas con mujeres de carne viva y mala fe, desde ahí, la Chelo y su Ulogio se pusieron en el portal tachonado de clavos. «Aquí es. —Le señaló la Chelo—. Aquí». Entonces, su Ulogio sacó su pistola de la caña del botín; una pistola pequeña y que parecía de juguete. La empuñó con una mano, mientras que con la otra se sujetaba la muñeca. «Cúbreme», dijo. Y la Chelo hizo lo mismo, levantó su arma, espalda contra espalda, avanzando por el corredor oscuro hasta doblar hacia la luz del patio. Lo primero que vieron fue la chaqueta, derrotada junto al pozo de agua. El clavel continuaba en su sitio, marchitando la solapa. Percibieron los maullidos de las gatas. Arriba, la luna seguía con su juego por los tejados de la noche y abajo, tirado en suelo, donde no se veían los baldosines, culpa del charco de sangre, estaba uno de los zuecos. Por lo demás allí no había nadie.