El teniente Beltrán se hizo todo el camino en el pescante, sin relajar la pistola, atornillada a la nuca del cochero. Éste mantenía las riendas al galope, con el látigo resonando sobre el lomo de las bestias. Cruzando la noche, al llegar por donde el Ayuntamiento de Torrejón, el teniente Beltrán saltó de la tartana en marcha. El olor a pólvora taponó sus fosas nasales y encogió el bigote en una mueca que atravesó su rostro.
Todo el pueblo de Torrejón y alrededores se concentraba allí. Un piquete de la Guardia Civil disolvía la rabia a culatazos. El coche del Cojo, aparcado en la misma puerta del Ayuntamiento, era blanco de la turba. Le habían arrancado las puertas y pinchado los neumáticos. Las farolas corrieron con la misma suerte. La cosa no terminaba de pintar bien y el teniente Beltrán pegó un par de tiros al aire. Aun con ésas, le costó alcanzar el Ayuntamiento. Cuando llegó a la sala donde decían que estaba el cadáver, una pareja de la Guardia Civil le dio el alto con los brazos extendidos.
—Vengo de parte del coronel Bourgon —dijo, alzando el pescuezo, mostrando la nuez obsesiva que pinchaba a la vista.
—Espérese ahí.
El teniente Beltrán, con la pistola en la mano, y una rabia volcánica en el plomo de sus ojos, apartó a los guardias y entró con paso seguro hasta la sala. Además del coronel Bourgon y del Pepe Cuesta. Y también había un médico, con guardapolvo blanco y embozado en un pañuelo. Su voz, velada, transmitía referencias acerca de los dos cadáveres que había sobre un tablero por el que resbalaba la sangre. Según apuntó, uno correspondía al de un hombre como de treinta y cuatro años, estatura alta, pelo y bigotes rubios, ojos azules, vistiendo traje de rayadillo y una bandolera con la inscripción en su chapa del Soto de Aldovea, y a quien el mismo médico reconoció como Fructuoso Vega. Mostraba una herida de arma de fuego en la boca.
El otro cadáver era el de un joven de unos veintiocho a treinta años, estatura alta, ojos claros, cara estrecha, pelo castaño oscuro, corto a los lados y poblado en el tupé. Nariz y boca regular, y dotación sexual notable, a juzgar por el relieve que le levantaba el pantalón de mecánico. Tenía los ojos entreabiertos y una herida de bala a la altura de la tetilla izquierda y que ya había hecho costra, aunque la sangre parecía correrle todavía a lo largo del pecho. Además de tener arrancados la mitad de los pelos del bigote, presentaba un moretón en el pómulo y otro en el labio, junto a la barbilla. Las moscas zumbaban alrededor de los dos cadáveres.
El Pepe Cuesta asentía con la barbilla al pecho y el coronel Bourgon se estiraba los pantalones por la entrepierna, como si le rozasen. En cuanto vio entrar al teniente Beltrán, dio orden de que se metiese el cadáver en una caja mortuoria y que fuese conducido a la estación de ferrocarril de Torrejón. Sería escoltado por refuerzos de la Guardia Civil. «¡Ar!».
—Te montas con él en el vagón del tren correo que viene de Barcelona. En el embarcadero de Atocha espera un furgón de Sanidad. Por si hay chusma he pedido escolta hasta el Buen Suceso.
A la salida del Ayuntamiento, ayudado por el médico y protegido por dos parejas de la Guardia Civil, el teniente Beltrán sacó la caja del muerto. El pueblo torrejonero no ocultó su indignación y, a la vista del féretro, prorrumpió en mueras al asesino y al anarquismo, al mismo tiempo que vitoreaba a los reyes de España. Fue preciso, ante las manifestaciones de hostilidad de los vecinos, y a fin de impedir que destrozaran el cadáver como se proponían, sumar seis parejas más de la Guardia Civil, para que así rodeasen el carro donde iba el féretro. Una vez en la estación, el teniente Beltrán pasó sus fatigas hasta que pudo meterlo en tren.
La Guardia Civil reducía a culatazos a la chusma mientras él, con el impulso natural de sus genitales, introducía la caja en un vagón pringado de moscas. Cuando arrancaron, y se hubo quedado a solas con el cadáver, el teniente Beltrán registró a fondo. Le sacó las alpargatas, de tela verde, por si allí escondía los dineros. Las sacudió, pero nada. Luego sus dedos prietos de sortijas llegaron hasta los calzoncillos, a cuadros y de tela dura. El teniente Beltrán se los bajó al cadáver y advirtió un suspensorio de seda que no podía contener tanta chicha. Los dedos del teniente Beltrán reconocieron a fondo la carne enferma y oscura. Con una mueca de asco, escupió al suelo. Una de las moscas fue a refrescarse en el esputo reciente. Le habían limpiado hasta el último céntimo.
La pareja de la Guardia Civil llegó al vagón con ruido de toses y el teniente Beltrán, sin tiempo para subirle los calzoncillos al finado, disimuló el registro, cubriéndole con la misma tela de los pantalones. Luego puso la tapa y se sentó encima de la caja. Cuando llegó al embarcadero de Atocha, y tal como le tenía anunciado el coronel Bourgon, un carro de Sanidad, arrastrado por dos muías, esperaba con las puertas abiertas. Y con ayuda de la pareja de la Guardia Civil, introdujeron el féretro. Al teniente Beltrán también le tocó ir sentado encima, haciéndose así el trayecto, desde Atocha hasta el Buen Suceso.
Afuera se empezaban a agolpar los curiosos, pronunciándose a favor de la monarquía e infiriendo gritos contra el anarquista. Dentro, esperaba el Moret, con el gobernador y el Cojo. También estaba el inspector Merlo, que se había hecho unos caracolillos para el acontecimiento. Sólo le faltaba la peineta para ser igual a uno de esos invertidos que pululan por los urinarios públicos. En un rincón se hundía el Pepe Cuesta. Mientras el teniente Beltrán colocaba el cadáver sobre una plancha de cinc, a un lado del pasillo, el coronel Bourgon discutía con todos ellos. Se le había hecho requerimiento de que dejara el cadáver a disposición del juzgado civil, tras lo cual refunfuñó y blasfemó en alto, consiguiendo el efecto dramático deseado por un pícaro de zarzuela.
—Ya arreglaremos —le dijo el Cojo, guiñándole su ojo de reptil.
Luego, el inspector Merlo se acercó hasta el teniente Beltrán, así como de pastaflora. Y le transmitió nuevas órdenes. A partir de ahora, el teniente Beltrán iba a ser el encargado de las rondas de reconocimiento. Su trabajo consistiría en ir a buscar a los testigos. «Personas que le conocieron en vida, ya sabes, Beltrán», añadió el inspector Merlo con mucho ruido de baba en sus labios crudos.
Y con la diligencia oficial recién salivada, y en un coche de caballos, el teniente Beltrán llegó hasta la casa de huéspedes situada en Mayor 88. Y en el mismo coche que le llevó hasta allí, metió a la mujer del Pepe Cuesta, la señá Ana. Dando las once de la mañana por el reloj del Buen Suceso, bajaron del coche. Antes de entrar en la cripta, el teniente Beltrán puso en hora su reloj de bolsillo. Después de que la mujer del Pepe Cuesta tuviera un desmayo, y una vez repuesta, el teniente Beltrán volvió a por la Sala. Luego hizo lo mismo con el tal Narciso Cuspineda. A las dos de la tarde por su reloj de bolsillo, sin coches libres ya en Madrid y con los tranvías atorados, el teniente Beltrán volvería varias veces a recoger testigos, todas a pie. Dando las seis de la tarde, fue a por el pintor Henault.
Aunque el sol caía a plomo, y llevaba una camisa de lienzo, el joven pintor tiritaba de frío. Caminó todo el trayecto arrastrando los pies como un anciano abatido por los años. Cuando se puso frente al cadáver, no tuvo dudas. El cabello, la frente, los pómulos, así como el aspecto general de toda la cara, se correspondían con el mismo a quien se refirió en sus anteriores declaraciones. A pesar del castañeteo de los dientes, el pintor Henault declaró largo y tendido. En su descargo, hizo hincapié en las manos, finas y huesudas. Entonces, el teniente Beltrán volvió a cruzar la mueca y bajó los calzoncillos al cadáver, dejando a la vista el suspensorio inflado de carne. Fue cuando el pintor incrementó su tiritona.
—¿Cuántas veces compartisteis secretitos? —El teniente Beltrán agarró al pintor por la camisa, rompiéndosela por cada vaivén—. ¿Cuántas? —Y así estuvo el teniente Beltrán hasta que una mano le tocó el hombro. Volteó. El pelo acaracolado en las sienes, los labios de pulpo crudo y las pestañas entrecerradas del inspector Merlo, avivaron su rabia.
—Beltrán, puedes irte a descansar.
El teniente Beltrán le bañó con el plomo derretido de sus ojos. Y, sin más, soltando al pintor Henault sobre el hielo que conservaba el cadáver, salió apurado de la cripta del Buen Suceso. Y arrancó a cruzar Madrid. Ahora le tocaba sacar la última carta de la manga. La que le salvaría la partida: la camarera rubia que trabajaba en lo de Candelas.
Aunque el cadáver había sido identificado como Mateo Morral Roca, veintiséis años, soltero, natural de Sabadell y procedente de Barcelona con cédula personal núm. 4136, aunque los datos coincidían y no había que darle más vueltas al asunto, con todo y con eso, al teniente Beltrán todavía le quedaba lo más importante. Necesitaba saber si el reconocido era el mismo hombre que frecuentaba la horchatería, el mismo que ocupaba la mesa del rincón con ese otro hombre, coloradote y al que tenía localizado como Isidro Ibarra, tranviero de los Cuatro Caminos. Un rematado al que el teniente Beltrán había entrao en la Modelo, cuando las broncas por lo del depósito de aguas.
Si la rubiala le despejaba la incógnita, el teniente Beltrán podría desatar el nudo ciego que le llevaría hasta el extremo de la mecha. Y prendería al grupo al completo. Bien sabía el teniente Beltrán que un atentado de esa magnitud no lo puede realizar un hombre solo ni aunque esté enamorado. Así que, sin dar descanso a los pies y con la mueca del que sufre del hígado, llegó hasta la Puerta del Sol, donde se detuvo un instante a poner en hora su reloj de bolsillo. Las ocho y media de la tarde. Con las narices arrugadas, culpa del tufo a vientre enfermo que subía de las cloacas, el teniente Beltrán guardó su reloj en el chaleco y siguió andando hasta lo de Candelas, el local donde la camarera rubia servía cafelito, sifón y horchatas.