Cuando el teniente Beltrán subió la escalera, por su reloj de bolsillo daban las once de la noche. Llevaba la cara punteada de cortes, culpa de las esquirlas que saltaron de la puerta del gobernador. Sin darse tiempo, agarró al pintor Henault del pescuezo y le llevó hasta la habitación que ocupaba el fugitivo. Una vez allí, le empujó hasta la pared. Y acercándole el plomo de sus ojos, el teniente Beltrán le dijo:
—Ahora me lo vas a contar todo.
Entonces el pintor, con voz nasal, culpa del impacto recibido durante el interrogatorio anterior, y tiritando de miedo, declaró que volviendo del museo, por la carrera de San Jerónimo, se encontró con el Narciso Cuspineda y con el dueño de la casa, el Pepe Cuesta. Y allí mismo le dijeron que se había presentado un hombre interesado por la habitación. «Quiere quedarse a ver el paso de la boda», añadió el Pepe Cuesta, alegre ante el chollo. «Trae dineros».
—¿Por qué supiste que iba a pasar la comitiva bajo el balcón?
—Por el periódico.
—¿Qué periódico?
—El de La Correspondencia de España.
El teniente Beltrán le enganchó del cuello. Y presionó con las puntas de los dedos, clavándoselas en la tráquea.
—Explícate mejor. —El teniente Beltrán soltó de golpe y el joven pintor tuvo un vahído.
—El señor Cuesta tiene conocidos en el periódico, alterna con ellos en la taberna de abajo. Nada más enterarse, hace un mes o así, me lo propuso.
—¿Cuánto dinero?
—Nada.
—Pocos cuartillos de sangre catalana tienes tú. —El teniente Beltrán volvió a lanzar la garra—. O es que me engañas.
Y así estuvo un rato, apretándole del cuello contra la pared hasta que le vio inflado como una goma, a punto de pinchar por los ojos. Entonces relajó la mano.
—¿De qué conoces a uno que apodan «el Quico» y que se llama Francisco Ferrer?
Fue cuando el vahído vino más intenso y el pintor se desplomó, al suelo. Y el teniente Beltrán pegó una voz para llamar al Pepe Cuesta, que apareció arrastrando los pies y con la cabeza gacha. A pesar de haberle visto, el Pepe Cuesta tropezó con el cuerpo del pintor, tendido en el suelo. Y con el impulso fue a parar sobre la maleta, abierta en el centro de la habitación y semejante a un ataúd a la espera de ser colmado. Al ir a levantarse, el Pepe Cuesta se pilló los dedos con uno de los cierres. «A ver, que yo me entere. El anuncio en el periódico salió un domingo 20 de mayo, ¿verdad?», interrogó el teniente Beltrán con la voz ronca de flemas y la puntera del botín abierta y amenazante.
El Pepe Cuesta asintió desde el suelo.
—Y el lunes 21 de mayo se presentó el anarquista preguntando por lo del anuncio del periódico, ¿verdad?
El Pepe Cuesta siguió afirmando con la cabeza entre las manos y sin levantarse del suelo.
—Y resulta que, el criminal, el domingo estaba en Barcelona y el periódico se hace desde los Madriles. —Y fue terminar de exponer esto, cuando soltó la patada, haciéndole negar al Pepe Cuesta varias veces con la cabeza. «A ver si nos ponemos de acuerdo».
Afuera se escuchan pasos marciales, cada vez más cerca, y el teniente Beltrán se vuelve. En el umbral de la puerta aparece el coronel Luis Bourgon, juez instructor de la jurisdicción militar y que tenía todas las trazas de un chicharro vestido con guerrera. Su voz de mando dio orden de conducir al Pepe Cuesta. «¡Ar!». Se acababa de recibir la noticia de que un hombre se había suicidado en Torrejón, a la altura del ventorro de los Jaraíces y cuyas señas coincidían con las del anarquista.
—Y usted —dirigiéndose al teniente Beltrán—, y usted coja un coche y vaya hacia allí. De ser el mismo que andamos buscando, intentarán linchar su cadáver y arrancarle los pelos de los sobacos. Hay que mantener el orden. Y aunque usted ya no sea de los nuestros, aquí toca arrimar el hombro. ¡Ar!
Cuando el teniente Beltrán se asomó al balcón y vio el automóvil del Cojo, rugiendo junto al trozo de suelo hundido por la bomba, sus pupilas de plomo empequeñecieron con expresión de derrota. El coronel Luis Bourgon iba al volante y el Pepe Cuesta en el asiento de al lado. A su manera de ver, para el teniente Beltrán aquello era una letrina estancada a la que todos corrían para llenarse la boca. La confirmación del peso del derecho constitucional sobre la jurisdicción militar, dicho por lo fino, era igual a un trasero abierto que dejaba caer su fruto sabiendo que la ley de la gravedad amparaba. Ningún mandato real podía llevarse a efecto si no estaba refrendado por un ministro, y más verdad allí no había. El Cojo, como buen cacique, había prestado su automóvil a la causa militar, y no por hacer sentir útiles a los inútiles, sino para pegarles el tiro de gracia. Aunque la mayor parte de los caídos en el atentado pertenecían al fuero militar, así como la caballería en pleno, el proceso sumarial se escribiría en los salones de la clase política, clase que, dicho sea de paso, el teniente Beltrán repudiaba.
El automóvil subió por Mayor y el teniente Beltrán le perdió de vista, pero no de oído. Tardó un rato en disiparse el petardeo del motor. Así que al teniente Beltrán no le quedaba otra que subir a pata hasta la Puerta del Sol y ponerse en el hotel París a esperar un coche. Por el reloj de Gobernación daban las dos de la madrugada cuando llegó una tartana, acharolada y con pintas fúnebres. El cochero traía el bigote afectado y cara de solemnidad. El teniente Beltrán le ajustó el cañón de la pistola al cogote y ordenó: «A Torrejón».