Trayendo el camino que llaman de Daganzo, desde Ajalvir, el Mateo entró en Torrejón. El reloj de la iglesia daba la una menos cuarto. En la fuente pública de la plaza, el Mateo se lavó y bebió agua. Con la cara empapada dirigió sus pasos hasta una taberna que le quedaba enfrente.
El tabernero era un hombre de bigote candongo, ojos bovinos y carrillos brillantes. El Mateo se descubrió y, sentado en la madera dura de uno de los bancos, pidió un cuarterón de sardinas y otro de queso. «Cuarenta céntimos». Masticó aprisa y en silencio. Luego, por seguir despistando, preguntó si en Alcalá había fábricas donde trabajar. Y el tabernero le contestó que sí, al tiempo que sacaba punta a los bigotes con los dedos. «Aquí el que no trabaja es porque no quiere». Entonces, el Mateo arrugó la frente en un pliegue de dolor y contuvo la respuesta, como si reprimiéndola calculase las posibilidades que tenía de escapar con vida. Por la misma ventana, el tabernero le indicó el camino hacia Alcalá. Y por el mismo camino, el Mateo se perdió de vista, llegando a las tapias del parador llamado de la Tía Corona y, de allí, hasta la estación de ferrocarril donde preguntó por el que salía para Zaragoza. Con la andorga llena, sólo le quedaba permanecer alerta, esperando a que el tren llegase.
Una mujer, sentada sobre una cesta, comía un mendrugo de pan. A su lado, un hombre cubierto con sombrero de cáñamo, se rebanaba los callos de los pies, navaja en mano. El Mateo dio las buenas tardes y se puso a hacer tiempo, arrimándose al muro desconchado. Las moscas zumbaban alrededor de su cara y un olor a rebaño le advirtió que los de la Guardia Civil le seguían de cerca. Los tricornios asomaban en la tarde con el ímpetu de los malos presagios. El Mateo se caló la gorra y, pegado al muro, salió de la estación.
La pareja de la Guardia Civil se detuvo a hablar con el hombre del sombrero de cáñamo. El Mateo, agazapado detrás del muro, sacó su pistola. Desde donde se encontraba pudo ver al hombre señalar con su navaja al frente. Entonces, el Mateo respiró por la boca, abriéndola como si le faltase aire. Y cuando la Guardia Civil tomó el camino señalado por el hombre, entonces, el Mateo guardó su pistola y se puso a andar. Siguió la vía resplandeciente, al sol de una tarde pegajosa y cubierta de moscas.
Cuando iba por donde el paso a nivel, escuchó el silbato, volteó y se encontró, a lo lejos, con la figura oronda del jefe de estación. Desde el filo del andén le llamaba al orden. Hacía señas con una banderola para que el Mateo se retirara de la vía. Y así hizo el Mateo, tomando el camino del río, marchando con las alpargatas mal calzadas sobre tierras de siembra. Con paso atormentado, culpa de una enfermedad que le atravesaba la oscura entraña, y después de mucho andar el Mateo divisó un caserón de techo hundido y ladrillo rojo. Tenía un carro en la entrada y un cartel en lo alto que decía Ventorro de los Jaraíces.
«Se sirven comidas de encargo», leyó el Mateo a un lado de la puerta. «Aguardientes y vinos». El sol de la tarde se apagaba bajo el saledizo de tejas y el Mateo corrió la cortina de tela. Cuando sus ojos se hicieron a la media luz, encontró a una mujer morena, fondona y con el pelo de hebras blancas. Llevaba un delantal largo y atado a la cintura con un cordel. El Mateo preguntó qué podía hacerle de comer.
«Bacalao, chorizos, huevos, salchichón». Repitió la mujer, como en un salmo, sin prestarle atención, mientras cambiaba el agua a una palangana de bacalao. Sólo cuando el Mateo mandó que le hicieran una tortilla a la francesa, la mujer se dio cuenta. «De tres huevos». Entonces reparó en él. Y con las manos en remojo pegó una sacudida al agua. Fue cuando el Mateo se adelantó: «¿Es cierto que andan buscando por aquí al anarquista?». Y ella afirmó con un gesto.
—Se lo pregunto, porque vengo de Cobeña y me he encontrado muchas parejas de guardias en el camino. Y todos me decían lo mismo, que tuviese cuidado, que podía andar cerca.
Entonces salió la voz rasposa por detrás, diciéndole que no se preocupara, que los anarquistas no hacían nada. El Mateo, se volvió hacia donde venía la voz y descubrió a un hombre con boina, acompañado por dos mujeres que cubrían sus cabezas con pañoleta. Bebían vino. Una de las mujeres recriminó al hombre con la mirada. «Caté, no te metas en cosas de política». La otra no perdía de vista al Mateo, ahora sentado a una de las mesas y con la mirada alerta. Estuvo con los labios prietos hasta que le sirvieron la tortilla de tres huevos. «Pan y vino». Y sólo habló para pedir una tajada de bacalao.
Durante el tiempo que duró la ingesta, el hombre de la boina explicaba a las mujeres que, lo del anarquismo, era como lo del cristianismo. Con la última pinchada de bacalao, el Mateo reprimió las ganas de explicar que él no era mártir de ninguna idea. Y se llevó el vaso de vino a la boca. Para él no habían existido jamás los cristianos, en todo caso, si hubo uno, murió clavado en la cruz. El Mateo sostenía que, después de Cristo, no hay creencia, tan sólo instintos, sinónimos todos de impotencia, mansedumbre y pasividad. Volvió a beber y el hombre de la boina se levantó a pagar.
Cuando el hombre marchó acompañado de las dos mujeres, el Mateo preguntó, a la del ventorro, que si aquéllos se dirigían a la estación. La mujer afirmó con la cara y después salió a la calle, quedando el Mateo solo, bañado por la penumbra y con la mano en el bolsillo, acariciando la culata de su pistola. No tardaría en aparecer otro hombre, con un bigote que era semejante a una fila de orugas peludas, y ojos chicos y nerviosos. Llevaba el pantalón arremangado, como si viniese de pisar uvas o de pescar sardinas. Detrás de él, asomó la mujer. Entonces, el Mateo se levantó con la mano en el bolsillo y el ojo avizor. El hombre le preguntó qué de dónde venía, y fue cuando la rigidez de los ojos del Mateo se deshizo en una expresión infantil, como la de un niño al que hubiesen pillado en una mentira.
—De Cobeña —respondió el Mateo, sin sacar la mano del bolsillo—. Voy para Zaragoza y me paré en su casa a tomar algo.
—Está bien, póngase cómodo, todavía queda un rato para que pase el tren. Es que ya sabe, se comenta que por aquí anda el anarquista de la bomba a los reyes. —Y fue terminar de decir esto, el hombre, y salir apresurado del ventorro.
Los ojos del Mateo brillan como hoja de cuchillo cortando la luz. Toma asiento y, al poco, aparecen los tres guardas. Traen el sudor en los trajes de rayadillo y el pecho ceñido por bandoleras de cuero. Dejan las escopetas sobre el mostrador, con familiaridad.
—¿Qué hay, Fermina? ¿Dónde anda tu Jenaro?
—Ha ido pa Torrejón.
El Mateo vio cómo la mujer le señalaba con los ojos. Y los tres guardas llevaron sus miradas hacia la mesa donde él se encontraba. La mujer puso una jarra de vino sobre el mostrador. Plam. Y los tres guardas se sirvieron. El Mateo observaba cada uno de sus movimientos con la mano en la pistola. Luego, el más joven sacó una petaca de tabaco e invitó a una ronda de picadura. El Mateo se fijó en la moneda aplastada, amuleto para atraer la suerte, y fue cuando dijo:
—Parece ser que en palacio también son supersticiosos. Resulta que a la nueva reina le han clavado herraduras en la puerta de su aposento, por ver si la hemofilia no los invade.
Los guardas se miraron. El más alto destapó sus dientes en una risita propia del ratón que ha descubierto el sitio donde guardan el queso. Agarró la escopeta y el Mateo pudo leer la chapa de metal con el nombre «Soto de Aldovea».
—Usted es catalán, ¿verdad? —le preguntó al Mateo con chispazos de orgullo cazador en cada una de sus pupilas.
—Sí —contestó éste, sin perderle los ojos desde la mesa en penumbras.
—¿Trae documentos?
—No —el Mateo, seco como un golpe de martillo.
—Entonces he de detenerle, llevarle a Torrejón, ya sabe, lo del anarquista ese.
El Mateo no contestó, se levantó de la silla y fue saliendo. Los otros dos guardas continuaron en el mostrador. «Ahora vamos —le dijeron al compañero—. Adelántate tú que ahora vamos».
—No hace falta, voy y vengo en na.
Fue entonces, cuando el Mateo empezó a contar cada uno de sus últimos pasos, entre dientes y empezando desde atrás. «Cien, noventa y nueve, noventa y ocho, noventa y siete», y así anduvo hasta que, al llegar al cero, la linterna mágica le deslumbró su memoria por completo. Y llevó la mano herida hasta la muñeca que sostenía el arma. En el momento de ajustar la puntería, creyó escuchar al viejo Espadón. «Mi querido Mateo, lo segundo y más importante ya se lo dije al principio». Entonces el Mateo hundió gatillo y vio al guarda caminar un instante, con la escopeta entre las manos, para después caer como muñeco relleno de serrín. Después, el Mateo anduvo alrededor de veinte pasos más antes de buscarse la tetilla a cañón tocante.