El teniente Beltrán se abotonó la bragueta y miró su reloj de bolsillo. Las once menos cuarto. Sin más, se puso camino del embarcadero de Atocha. A esas horas de la mañana, los de los carruajes esperaban a los viajeros del expreso de Barcelona. La chiquilla le vio desaparecer por la calle San Marcos abajo, antes de que asomase por la esquina un nuevo cliente, un hombre de aspecto extranjero y con el pelo como estropajo al que ella conocía de vista y que le habían dicho que era polaco.
Al teniente Beltrán no le costó trabajo dar con el cochero que llevó al anarquista hasta la fonda de Arenal. Entre carretillas, mozos de cuerda buscándose la vida, y personal voceando fondas y pensiones, se abrió paso hasta él. «¿Está seguro?».
—Sí, por las señas que me da de su maleta, se trata del mismo. —Las muías movían el rabo, espantando las moscas. Los demás cocheros miraban con desconfianza—. Sin duda alguna.
—Ya.
Tal como había sospechado el teniente Beltrán, el calesero del ómnibus número 92, bajó con su coche a la estación del Mediodía a recoger viajeros del expreso de Barcelona. El mismo que llega todos los días a las once y veinte de la mañana. Y que el día señalado, el calesero andaba en la marquesina de la salida cuando, entre los viajeros procedentes del tren expreso, apareció un hombre joven con una maleta en la mano.
—Piel de cerdo, legítima —añadió el cochero—. De la fetén y con to los cierres metálicos.
—¿Llamó la atención algo más?
—Qué quiere que le diga, pero no me sorprendió el regateo, me lo supuse, viniendo de Barcelona pocos hay que no lo hagan. Cuando le dije que apoquinase cinco pesetas por llevarle hasta La Iberia, entonces se le abrió la boca como si viniese del sacamuelas.
—¿Pesaba la maleta?
—No, poquito peso.
—Ya.
A los dos días del atentado, continuaban ingresadas dos yeguas con pronóstico leve y cuatro caballos, de los cuales sólo el llamado Zapador y otro llamado Minero eran de pronóstico reservado. Por lo demás, el calor deshacía los últimos colgajos de carne enganchados en los balcones de una casa que ya empezaba a ser conocida como «La casa de la bomba». La calle Mayor era una procesión de curiosos que contemplaba el socavón del suelo, la metralla incrustada en las paredes, la cancela rota y el salpicón de sangre sobre la fachada. Agapito Isla, el portero de la finca, seguía barriendo. Amontonaba los cristales en una esquina del portal. El teniente Beltrán se acercó. Sin mediar palabra hundió la mano en la montaña de basura para sacar, al pronto, un mango de hierro como de dos palmos y algo doblado por los extremos.
—Debe de ser un trozo sombrilla —comentó el portero. Y en tono confidencial, añadió—: Han venido los de la secreta, llevan toda la mañana arriba.
El teniente Beltrán se detuvo un instante con el trozo de hierro en la mano. Sus ojos alcanzaron Capitanía, el sitio donde perdió a un hombre con chistera y un periódico al sobaco. Preguntó al portero, por si le sonaba de algo. «Es maño», le señaló.
—No sé, ya me lo preguntaron un par de veces el otro día y me pusieron delante a un tipo extranjero, por si le reconocía, pero yo no lo había visto nunca. De todas maneras, si requieren de nuevo mis servicios aquí Agapito Isla, pa servir lo que manden. —Y cruzó la escoba al pecho, como un fusil.
El teniente Beltrán salió del portal con el mango de hierro por delante, arreando. «Abran paso». Y de dos zancadas se puso en el Gobierno Civil. Cuando llegó hasta su despacho, el aliento febril de un perro enfermo se le vino encima. El inspector Merlo le esperaba dentro, rechupeteando uno de los puros. El escribiente seguía en su puesto, diminuto y con manguitos, haciendo como si no existiese.
—Te imaginaba en otro sitio —le lanzó el teniente Beltrán a Merlo, mostrando la mueca en el rostro.
El inspector Merlo ciñó los labios crudos al puro y luego se lo sacó despaaaacio, haciendo aros de humo con la boca. Y jugó con ellos, metiéndoles el dedo a la vez que preguntaba con guasa al teniente Beltrán:
—Y eso que traes en la mano, ¿qué es, Beltrán? ¿El bastón con el que terminas a las mujeres?
El teniente Beltrán seguía plantado en mitad del despacho, como una roca a punto de saltar en pedazos. El inspector Merlo se incorporó, sujetando el puro con el dedo y, con la sonrisa extendida, dijo:
—Sabes que no ha gustado nada a su excelencia tu proceder, Beltrán. Pero que nada. Y que al marido de la Sala, tampoco.
El teniente Beltrán apretó la barra. El de los manguitos cerró los ojos insignificantes tras sus lentes de aumento. Y Merlo se llevó el puro a la boca, rechupeteando con los labios prietos y entornando los ojos por cada vuelta. Luego le ofreció la punta al teniente Beltrán. De un manotazo, el puro acabó en el suelo.
—Tranquilo, Beltrán, tranquilo. Tú, limítate a encontrar al fugitivo, como hacemos todos. Aquí te dejo al alcance los retratos del anarquista. Es un hombre apuesto. Y recuerda lo de la recompensa.
El teniente Beltrán agarró el taco de las fotografías y las abrió en su mano, como si fueran naipes. Se abanicó con ellas. Nunca se fiaría de un retrato. Sabía cómo funcionaba la cabeza de un hombre en ese sentido. Primero se mira a la fotografía y luego se buscan tipos que coincidan con la misma. Sin embargo, para el teniente Beltrán, los mecanismos de la mente humana no eran tan sencillos. Según él, se daban casos en que la mente, siempre predispuesta a encontrar puntos de semejanza, olvidaba las diferencias y sucedía que se encerraba al que no era. Y, al final, tocaba trabajar el doble, arrancando confesiones que sólo convencían a los demás y atorando los sótanos con detenidos que, no pudiendo controlar el esfínter, daban de comer a las ratas con el fruto de su vientre.
—Para lo único que valen los afotos es para esto —contestó el teniente Beltrán, sin dejar de abanicarse. Hasta los pequeños pelos negros que asomaban por su nariz, y que se enredaban con el bigote, se agitaron con el movimiento. Entonces Merlo soltó una carcajada semejante a un relincho y, con meneos de guarra en celo, salió del despacho. El teniente Beltrán le vio por el pasillo alcanzar la puerta del gobernador y golpear en el cristal con repiqueteo de zarzuela. Antes de entrar, el inspector Merlo arrugó los labios crudos y le lanzó un beso.
Una vez Merlo hubo entrado donde el gobernador, el teniente Beltrán se puso en el pasillo. Llevaba la barra de hierro en el puño. Arrimando la oreja a la pared, con la mueca de desprecio atravesándole la cara, se colocó a escuchar las voces. Ahí dentro andaban tan excitados como si hubieran encontrado ladillas en el lienzo de un pañuelo al ir a sonarse los mocos. «No hay todavía una prueba concluyente para organizar escarmiento contra los círculos proletarios de aquí. —Era el gobernador el que así hablaba—. Mientras los de la jurisdisión de guerra se nos estén tranquilos, no vamos a embarrarnos mucho», seguía la voz del gobernador con su deje andaluz de barraca de feria. «Nada pueden hacer, desde que el Moret les pegó el tiro de gracia, aunque la culata hiriese con su retroceso jurisdiccional». Ese era Merlo, siempre tan redicho. Por lo que el teniente Beltrán escuchó, el Cojo seguía manteniendo una cadena de favores con el Urales. Y que Tressols, desde Barcelona, ya andaba con sus hombres detrás del cerebro del atentado, un tal Francisco Ferrer, masón fichado por la policía que participaba como director de una escuela de ateos. Había escapado a Francia y en el ambiente anarquista de Barcelona era conocido como el Quico. Y fue escuchar su nombre y el teniente Beltrán agarrar el mango de hierro con el puño firme y contenerse la rabia, apretando fuerte la mandíbula.