39

Al final, ninguno de los parroquianos reunió lo suficiente para dar cambio al Mateo. Así que el ventero, narcotizado por la tinta del billete, se acordó de que podía hacerle un hueco. «Claro está, si no le importa dormir en donde las cuadras», le siguió diciendo al Mateo, mientras le retiraba los platos y sin dejar de mirarle las manos. La una herida y la otra en el bolsillo del pantalón, donde se marcaba el relieve de la pistola. Una punzada de dolor asomó a su rostro cuando el ventero le recalcó que, por un poco más de dinero, le pondría de cena un pan pringado con sardinas. «De los de pico duro, eh, pan candeal, eh, del bueno».

Mateo resolvió pronto:

—Está bien, a la mañana temprano partiré. Ya me dará el cambio.

Una sonrisa le salió de cuajo al ventero. Tenía la cara hinchada de carnes y el billete atenazado entre los dedos. «Ahora le preparan la cama», dijo, y pegó una voz a la chiquilla que andaba detrás del mostrador. Los parroquianos estaban a la mira y a la escucha, como si asistieran a la terminación de un acto que sabían ajeno. El Mateo, con los ojos entornados, se frotó el entrecejo. Cuando la chiquilla acudió para decir, «ya está», entonces el Mateo se levantó de la silla. Con la cintura envarada de dolor, y la mano en el bolsillo, se acercó hasta el ventero y le pidió que le pusiera el pan con sardinas, que se lo envolviese en un paño, que se lo llevaba.

—Qué, ¿cansao? —pregunta el ventero, con una sonrisa cruel en sus labios—. Pues na. Ahora la niña le indica el camino.

Con un cuchillo de a tercia abrió el pan y, sobre el mostrador, fue rellenándolo con unas cuantas sardinas tuertas que iba sacando de una barrica. Chupándose los dedos, el ventero trituraba el pescado contra la miga. «Ahí tiene», le dijo al Mateo cuando hubo acabado de envolver la vianda con el mismo paño que usaba para secarse las manos. «Ahí tiene». El Mateo se lo puso bajo el sobaco y, sin sacar la mano del bolsillo, siguió a la niña que le indicaba el camino. Llegó hasta los establos y el olor caliente le provocó la arcada. La luz que se colaba por el ventanuco era una lámina de polvo vivo. La niña señaló el jergón. «Si necesita algo pegue una voz». Cuando se hubo cerrado la puerta, el Mateo sacó la pistola. Se arrimó a la pared y miró por el ventanuco. Vio al ventero dirigirse hacia el puente, observó su figura perdiéndose en la tarde tostada por el último sol. En la cara del Mateo se manifestó la angustia. Cogió el pan y, sin guardar la pistola, salió de los establos y echó a correr a la deriva por tierras de cardo y espino todo lo que el dolor le dejaba. A la caída del sol, esquivó las sombras que le salieron al paso; siluetas de charol que recortaban su camino. Extenuado, y con el reflejo de las primeras estrellas en sus ojos, el Mateo se cubrió la cara con la gorra y se tiró a dormir. De fondo se escuchaban los aullidos lejanos de los perros, el tibio rebuznar de alguna borrica y el quejido erótico de las lechuzas. Los grillos habían dejado de cantar por un momento, para volver después con arrebato. Cri cri cri cri cri.

Cuando el sol despuntaba ya en el horizonte, se restregó los ojos. De rodillas, abrió la mitad del pan con sardinas. Lo comió con ganas, aunque entre suspiros, como si el dolor le hubiese agarrado los intestinos. La otra mitad la envolvió en el paño. Y se incorporó. A lo lejos se divisaban las figuras de unos bueyes y, más acá, unos labradores doblaban el espinazo ante la primera luz del día. Ahora el Mateo era un espectro al que un cuchillo de realidad había herido hasta sacarle la negra entraña. Resopló con lentitud y se puso en camino, llegando hasta una finca donde un hombre cavaba al fresco de la mañana. Era un tipo flaco, con el rostro arrugado, y el azadón prieto en el puño. Se había cubierto la cabeza con un pañuelo al que había hecho cuatro nudos. El Mateo se aproximó.

—Buenas, dígame: ¿hacia dónde queda Toledo?

El hombre se enjugó el sudor de su frente con el revés de la mano y cuando alzó su vista, y se encontró delante al Mateo, le lanzó una mirada de abajo hacia arriba. Y sin dejar de mirarle, le señaló el camino con el mango del azadón. Entonces el Mateo, por anular sospechas, hizo lo que sabía hacer en estos casos. Y de la misma manera que, después de tirar la bomba, escapó pegando gritos y preguntando por lo sucedido, ahora le tocaba salir del apuro. Así que para borrar cuidados, el Mateo preguntó:

—¿Y sabe si allí habrá trabajo?

Entonces el hombre se volvió a enjugar el sudor de su rostro enjuto, esta vez con la palma de la mano. «¿Ha cavao alguna vez?», le cuestionó al Mateo. Y así, la pregunta que el Mateo había formulado para despistar, quedaba convertida en un cepo que le retendría durante unos minutos.

—Pues na, aquí hay tajo de sobra, coja la herramienta y hala, a hacer surcos. Por cada media docena, una perra gorda.

El Mateo dejó el pan, agarró la azada y, cuando fue a doblar los riñones, una descarga en sus ojos anunció el dolor. Y tiró la herramienta a la tierra. El hombre flaco arrugó la cara en una sonrisa.

—Ya sabía yo que, con mano tan fina, poco conocimiento se pue tener del trabajo de la tierra.

Entonces, el Mateo volvió a coger el pan y tomó rumbo hacia donde el labriego le había señalado que quedaba Toledo. Caminó con la mano crispada en el bolsillo y las piernas torcidas, escondiendo entre ellas un secreto que le enfermaba. Cuando se encontró con un joven que andaba escardando garbanzos, el Mateo le preguntó si el pueblo que se veía cerca era Toledo. El muchacho le contestó que no, que era «Ajalvir».

—¿Dónde va esta carretera?

—A Cobeña.

—¿Hay ferrocarril allí? ¿Y posadas?

—Ferrocarril no hay.

—¿Y posadas?

—Dos. Una en el medio el pueblo y otra más allá.

El Mateo le dio las gracias por las indicaciones y siguió su camino, tirando el medio pan con las sardinas y el paño en la misma cuneta. Nada más entrar al pueblo, en una de las casas abiertas a la fresca de la mañana, entró a preguntar si tenían jamón.

—No, aquí no. Esas cosas en la plaza. —Le cortó un hombre armado con guadaña—. En una tienda, allí, en la plaza. Esto es la casa de un particular. —El hombre tenía el pellejo recocido por los calores del campo y la nariz ancha y empotrada a la cara, culpa de los golpes de la vida.

—Usted dispense.

—Queda dispensao.

El Mateo, en su derivar por calles enredadas de piedra, llegó hasta una posada. Se metió la gorra en el bolsillo y pidió que le hicieran algo de comer. Una anciana, con el pulso vacilante detrás del mostrador, le dijo que no podía en ese mismo momento, que se le acababa de morir una cuñada y que tenía que cerrar. Entonces el Mateo pidió pan, contestándole la anciana que sólo tenía el necesario para la familia. Pero con todo y con eso, delante había una panadería donde podría comprarlo, añadió. Y con el pulso azorado, la anciana señaló al frente.

Cuando el Mateo entró en la panadería de Cándido Gallego, compró una libreta de miga tierna, prefiriendo pagar con calderilla los dieciocho céntimos, que perder otro billete. Luego anduvo dando vueltas por el pueblo, hasta llegar a la otra posada. Había un par de gitanos apostados en la misma puerta. El Mateo les dio los buenos días y entró en la penumbra de moscas. Cuando sus ojos se hicieron a la media luz, pidió de comer algo caliente a una chiquilla que había tras el mostrador. Ella se fijó en el dedo vendado. Entonces el Mateo aprovechó y pidió un trapo. La niña le miró asustada y le comentó que no, que no tenía y que además se había muerto su madre y no sabía hacer nada de cocina. Entonces el Mateo le dijo que para hacer un par de huevos fritos no había que saber mucho. Fue cuando le vinieron los gitanos. «Deja a la muchacha en paz».

—Por lo pronto te jalas el pan que llevas ahí y luego pides de almorzar en otro lado —le señaló el más rubio, con los ojos como hogueras—. ¿No serás tú el anarquista ese que andan buscando y que el Romanones da una recompensa de mucho parné?

—No, yo vengo del pueblo de allá, iban a contratarme como maquinista pero ya estaba cogida la plaza.

El otro gitano se le quedó mirando muy fijo. El Mateo bajó la cabeza y salió a la calle para sentarse en un poyete que había en la misma puerta. Cuando se quitó el pañuelo de sangre que cubría su dedo, se le acercó el gitano más rubio a mostrarle su mercancía. «Pañuelos de bolsillo». El Mateo compró dos, pagándolos con una peseta de plata chica. Aprovechando la cercanía del trato, le preguntó por dónde quedaba la estación de tren más cercana. Entonces, la muchacha, que había salido del mostrador, le señaló la de Torrejón de Ardoz. Y cuando le vio tomar el camino de Daganzo fue tras él y le indicó de nuevo a gritos que por ése no. «Por el otro lado, por el otro lado». Cuando el Mateo salió de Ajalvir daban las once y media de la mañana.