El calor pegaba las ropas y un tufo de fiebre subía hasta las aceras. Era lo más parecido al resuello de un perro a punto de palmarla. El teniente Beltrán restregó su gargajo con rabia y salió del Gobierno Civil. Cruzó la acera de enfrente y, de dos zancadas, se puso en el número 88. Por su reloj de bolsillo daban las seis de la tarde. Un día después, los curiosos seguían haciendo corrillos frente a la casa. Apiñados alrededor de la grieta, esmaltaban con anécdotas e intrigas las circunstancias del suceso. A esas horas, todo el pueblo de Madrid quería participar en el atentado. Los unos fabulando con su cercanía en el momento de los hechos. Los otros pidiendo el parné sin contemplaciones tras haber sido perjudicados por el remolino. En algunos corrillos se hablaba del padre que había llevado a su hijo a ver pasar a los reyes y que había vuelto a su casa sin él.
El teniente Beltrán se fue abriendo paso entre el gentío que ocupaba la entrada al portal. Un hombre, pequeño y giboso, le salió al paso. «¿Adónde va?». El teniente Beltrán le clavó las pupilas con la misma ferocidad de una rata ante un fósforo encendido. Vestía guardapolvo abotonado hasta el cuello y andaba barriendo los cristales del suelo. Todavía conservaba en su rostro el color de pergamino viejo que se les pone a los que acaban de recibir otra oportunidad en la vida.
—Perdone, teniente, no le había reconocido. Mi nombre es Agapito Isla, para servirle. Soy el portero de la finca. —Y sostuvo el escobón con firmeza, cruzado al pecho como un rifle—. Si quieren que declare de nuevo, aquí, a su disposición.
El teniente Beltrán le apartó. «Con permiso». Igual que si le hubieran frotado una guindilla por el trasero, subió escaleras arriba. La puerta de la casa estaba abierta y la mujer del Pepe Cuesta, la señá Ana, sumergía las manos en el aguaducho, fregoteando los platos del almuerzo. Una torre de ollas, cazuelas, palanganas y orinales daban cuenta del trabajo acumulado en los días posteriores a la bomba. Sin darle tiempo, el teniente Beltrán pellizcó con dominio la pantorrilla por encima de la falda, llegando hasta el vientre, mientras con la otra mano acariciaba la culata de su pistola. Las yemas de los dedos se detenían en el cuero sudado de la funda. El barniz de plomo en los ojos advertía la urgencia. En la cocina no había nadie más. Entonces la señá Ana preguntó por su Pepe. Y el teniente Beltrán le lanzó sus manos al cuello. Y fue aflojando, de a poco, hasta decirle que no se preocupase, que pronto estaría de vuelta. Con la voz jadeante, el teniente Beltrán siguió contando que habían pedido certificados de buena conducta. Según decía el telegrama oficial, recibido hacía unas horas de Sevilla, el Pepe Cuesta había trabajado en varias imprentas. «Y se le tiene por hombre de ideas avanzadas».
La señá Ana dejó caer el plato, al suelo, y se llevó la espuma de las manos a la cara. Esquirlas de loza saltaron hasta el teniente Beltrán que las recibió sin parpadear. «Rozó en el balcón de abajo, primero, y desde allí efectuó la onda expansiva. Lanzó la bomba y salió huyendo sin saber si había acertado», rumió.
—Nunca me dio mala espina —declaró la mujer del Pepe Cuesta, compungida ante el teniente Beltrán. Según ella, salía de casa por la mañana, a eso de las once, y regresaba a igual hora por la noche. Eso sí, se encerraba en la habitación con llave pues temía que le robasen el dinero mientras dormía. «Le había sucedido en París, según contó, cuando la visita del zar». La voz de la seña Ana sonó agitada, como si tuviese que hacer un esfuerzo para hablar.
—Ya.
—Ayer, a eso de las once de la mañana, dijo que se encontraba mal y pidió agua y bicarbonato. Le di el vaso con una cucharilla, y cuando pasé por la puerta me atreví a mirar por la cerradura de la habitación.
—Entonces, ¿no había echado la llave? —corta el teniente Beltrán, hincando ahora sus pupilas en las anchas caderas.
—Ahora que caigo, no.
—¿Y qué vio si es que pue saberse?
—Le vi a él, de espaldas, sentado al filo de la cama, parecía que se limpiaba los botines.
—Ya.
El teniente Beltrán recorrió los flancos, el relieve del muslo que se marcaba a pesar de la tela oscura.
—Y de su marido ¿qué?
—Mi Pepe es un buen hombre. Mu trabajador.
—Ya.
Entonces el teniente Beltrán alargó su mano y la enganchó del vestido. La atrajo hacia él por las caderas, dilatadas hasta la necesidad. Con la voz pegada al oído, el teniente Beltrán preguntó que si recordaba cómo estaba la puerta, después de la explosión, cuando se acercó al cuarto.
—Sí, ya le dije que abierta. Luego la entorné. —Y entonces la señá Ana rompió en un gemido de gata insatisfecha.