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Con el buche lleno y la caja de puros bajo el sobaco entró en el Gobierno Civil. Mientras pasaba por el despacho del gobernador, escuchó la voz del inspector Merlo. «En Barcelona, ayer mismo, señor, me dijo su excelencia que le diese la noticia en persona». El teniente Beltrán se detuvo un instante, el puro humeando entre los dientes y las ganas de saberlo todo. «Así que ¿eso es lo que se cuece en Barcelona?». «Sí, señor».

Según le estaba contado el inspector Merlo al gobernador, ayer mismo, a eso de las tres de la tarde, en Barcelona, un grupo de anarquistas tenía propuesto alterar el orden público. Fueron vistos dirigiéndose a la Rambla, con el pérfido objetivo de saber las noticias que la prensa publicaba en sus pizarras. De allí se largaron todos a empeñar sus pistolas dando nombres supuestos. «Las armas estaban preparadas para un movimiento revolucionario en caso de que el atentado de Madrid hubiese ocasionado la muerte de su majestad». La voz aflautada de Merlo aún retumbaba en el pasillo cuando el teniente Beltrán entró en su despacho, encontrándoselo vacío. Dejó la caja de puros sobre la mesa y volvió a salir. El teniente Beltrán llegó hasta el final del pasillo, luego rascó un fósforo y bajó la escalera que quedaba a su izquierda.

En la penumbra, su oído alcanzaba a escuchar los gemidos de las ratas aparearse, el dolor de los presos y el pisar de las botas de los guardias. Cuando vieron al teniente Beltrán se cuadraron.

—Vengo a por el Urales.

Los guardias se perdieron en lo espeso de la cueva y el eco de sus botas se confundió con el de los cerrojos. Al poco le trajeron al de Reus. Conservaba la soberbia en su rostro y los anteojos le daban cierto aire distinguido. «Nombre».

—Juan Montseny.

—Domicilio.

—Calle Cristóbal Bordiú.

—Número.

—Tapado con barro.

Entonces, el teniente Beltrán lanzó su mano abierta, y le cruzó el rostro. Los lentes cayeron y el teniente Beltrán los pisó hasta hacer crujir el suelo de cristales. Juan Montseny, el mismo que se hacía llamar Federico Urales, mantuvo el perfil erguido y la mirada fija en el resplandor de plomo que le bañaba por completo.

—Cuéntame tus relaciones con el Isidro Ibarra, uno que ahora es tranviero y que vive unas cuadras más arriba de tu hotelito.

—No sé de quién me habla.

—Vaya, vaya, con el soplón de Montjuïc. Perdió la memoria. —Y el teniente Beltrán lanza el revés de su mano, otra vez, contra el rostro.

Los ojos del detenido emitieron un destello de rabia. Entonces de la calle llegó el alboroto. Las pisadas sobre el adoquinado. Como si arriba de las cabezas, alguien martillease a conciencia. Por lo que llegaba hasta sus oídos, el teniente Beltrán supo que traían detenido al hombre de la chistera.

Con los ojos hechos a lo oscuro, subió la escalera de dos en dos, poniéndose raudo en el pasillo. A pesar de la penumbra, en cuanto le vio supo que no era el mismo. Se trataba de un extranjero que dijo llamarse Hamilton, Roberto Hamilton o algo así. Parecía bebido y, según contaba el cabo de la Guardia Civil que le tenía esposado, le había visto en la estación del Mediodía, vagando por los andenes y sin decidirse a comprar billete. Le pareció el sospechoso que andaban buscando.

—De camino aquí tuve que pedir refuerzos. Le quisieron linchar.

El teniente Beltrán no atendió toda la exposición. Ordenó que cogieran al Urales y a todos los demás presos y los condujeran a la Modelo.

—Aquí no cabe una liendre.

—Sí, señor.

—A todos menos al Pepe Cuesta.

—Sí, señor.

Cuando entró en su despacho se encontró en su puesto al escribiente.

—Le he dicho que no está en casa de su puta madre. Retire los pies de la mesa.

El hombrecillo empequeñeció por instantes, hasta hacerse tan diminuto que las gafas le venían holgadas. Entonces se las sujetó con el dedo, sobre la nariz, y corrigió su postura. Cuando el teniente Beltrán le pidió explicaciones por su ausencia, el de los manguitos le contó que había recibido orden urgente del gobernador para ir al Retiro y escribir un letrero en un árbol.

—¿Qué? ¿Cómo que un letrero? —El teniente Beltrán puso el punto al interrogante de sus pupilas, hundiéndolas como el plomo sobre aquel escribiente que le había tocado en suerte—. ¿Qué?

Al hombrecito le temblaron las piernas. Miraba a su superior con los ojos arrugados tras sus lentes de aumento. Entonces le volvió a contar lo mismo, pero exponiendo con más detalle.

—Sí, un letrero, como los que hacen los enamorados. Por orden del gobernador, en el paseo de Lamos, en el arbusto que hace el sexto de la primera fila, a la altura de un metro aproximadamente de su tronco, me tocó hacer un vaciado como de medio centímetro de profundidad, a navaja. Y en el mismo poner una inscripción y luego pasar el lápiz. «Que se vea bien», me ordenó el gobernador, y por eso me pareció lo más propio remarcar con lápiz.

—Ya.

El teniente Beltrán salió a la puerta y alcanzó con la vista el fondo del pasillo, y más allá todavía. Luego volteó con la pregunta:

—Y ¿qué decía el letrero?

—«Ejecutado será Alfonso XIII el día de su enlace. Un irredento». Y en el lado izquierdo y, en perpendicular, la palabra «Dinamita». Y luego encima del rótulo una calavera cruzada con una cruz. Han hecho fotos y todo.

El teniente Beltrán volvió a perder su mirada al fondo del pasillo y más allá todavía, donde se cocinaba una versión oficial que favorecería a los anarquistas. El plato aún estaba crudo, pero después del fuego y del aliño, las pruebas que apuntaban a un loco enamorado tendrían el sabor conveniente. Al no poderlo evitar, todos pasaban a ser cómplices del aderezo. El teniente Beltrán acentuó la mueca de asco y escupió al suelo.