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Cuando el Mariano Álvarez llegó a Madrid, hacía cuatro años, el teniente Beltrán ordenó que le marcaran la sombra. Todos los meses mandaba a alguien a hacerle una visita para asegurarse de que seguía en su domicilio. Un día antes de la boda regia, se personó él mismo en su casa y, al decirle la mujer que estaba en la Manigua, donde la taberna del Gregorio, y como la mujer no era de su tipo, el teniente Beltrán se dirigió hasta donde el Mariano Álvarez hacía tertulia. Fogatas de tasca donde ardían por igual los policías que los ladrones. Cuando el teniente Beltrán hizo su aparición en la taberna, el Mariano Álvarez disimuló. Era como si, de repente, hubiera cambiado la conversación que mantenía con un joven de mirada atravesada y al que el teniente Beltrán no había visto nunca. «Eh, tú», llamó al Mariano Álvarez, que se acercó hasta él. Y agarrándole por el pescuezo le dijo: «No quiero chicha pa mañana. Hazlo saber a los demás».

Y fue decirle esto y soltarle contra el mostrador de cinc. Entonces, el joven que acompañaba al Mariano Álvarez apretó los puños, conteniendo la ira. Llevaba un traje de mecánico arremangado y cubierto de grasa, dejando al aire los antebrazos viriles, surcados con el nervio del que tiene que ganar el pan. El suyo y el del patrón. «Nombre».

—Juan Robles.

—Mecánico de oficio, ¿verdad? —preguntó el teniente Beltrán, clavando el plomo de sus pupilas sobre el luto de las uñas del joven. Y no terminó de preguntarlo cuando ya le había lanzado las manos, como una tenaza, directas al cuello. Presionándole con los dedos detrás de la oreja, el teniente Beltrán le redujo.

—Ya lo sabéis, mañana no quiero chicha.

Ahora tenía otra vez enfrente al Mariano Álvarez. Hizo sonar los nudillos, después estiró y encogió los brazos varias veces. Fue en una de ésas que el teniente Beltrán le soltó un codazo. En la boca.

—¿No quedamos en que no iba a haber chicha?

Como si masticase sus propios dientes, el Mariano Álvarez explicó que él, como presidente de la huelga de mecánicos promovida para rebajar el horario laboral, había dado orden en el Círculo de la Costanilla de los Ángeles para que no se originasen disturbios. Y que el día de ayer, durante el atentado, lo pasó jugando al tute donde la taberna del Gregorio, en la Manigua. Y que se enteró de lo de la bomba por el hijo del Gregorio que entró en el bar contándolo, y que tenía pensado condenar el atentado en la prensa.

—En qué prensa.

—En el Tierra y Libertad —consiguió murmurar.

—Ya.

El teniente Beltrán encendió un habano. Pegó una pitada y sopló el humo en la punta de la brasa. Se la acercó a los ojos.

—¿De qué conoces tú al Isidro Ibarra?

Entonces el Mariano Álvarez contó que al Isidro Ibarra le había visto sólo un par de veces en su vida. Las dos con el Carbajosa, uno que era impresor. El teniente Beltrán no pudo evitar la mueca. Francisco Carbajosa era un anciano de barba blanca que todavía daba guerra.

—¿Cuándo fue la última?

—En casa del Vicente Daza, en Ciudad Lineal.

—Ya.

Amanecía en Madrid. El número de muertos se ampliaba. El de los detenidos también. Y el número de muertos y detenidos se extendía a los presupuestos con la misma facilidad que se extiende el miedo a una enfermedad venérea. «A ver de dónde iban a salir los dineros», se preguntaba la gente. La relación de daños iba del rey, abajo. Mil ochocientas cuarenta pesetas por la reparación del coche regio.

Había que desguarnecer todo el coche por dentro, componer los tableros y la concha del pescante. La bomba no sólo había hecho añicos las lunas, también había dejado los faroles tuertos, pulverizado el cuero del balancín, así como las piedras de color del escudo real. Y como aquí, por pedir que no quede, pues hasta los de la calle Mayor habían aprovechado para reclamar la reparación de la fachada, que ascendía a setecientas pesetas. El Ayuntamiento no iba a ser menos y solicitaba su parte por la licencia. Total que, al final, limpiar los colgajos de carne de los balcones y fregar toda la sangre salpicada que había en el frente, se ponía en mil doscientas cincuenta pesetas. Incluso, la florista que vendió el ramo de flores también pedía su indemnización. Tras un suceso de este calibre, la picaresca presentaba oportuna demanda incidental de su estado legal de pobreza y, así, hubo hasta una aguadora que dijo estar enferma del susto recibido. Y hubo otra que dijo haber perdido el pañuelo y el mantón, y cuyo valor calculaba en unas siete pesetas. Y mientras tanto, una de las yeguas, alcanzada por la metralla, seguía en estado muy grave con pronóstico desfavorable. La otra, la llamada Retreta, ya había sido convertida en grasa. El caballo Artillero, de la sección de silla, agonizaba con las tripas sueltas.

El teniente Beltrán sacó su reloj y miró la hora. Las siete y media de la mañana. Estiró los brazos y los tendones del cuello crujieron de tensión.

—Salgo un momento a darme un garbeo. Ahora vuelvo —le dijo al escribiente, mientras se secaba el sudor de la cara con la mano.

El Mariano Álvarez seguía en el suelo, hecho un ovillo de dolor. Cuando el teniente Beltrán pasó por su lado le metió un puntapié. Salió a la calle y le vino hasta la nariz el aliento de un perro agonizando. Con una flema de asco en la boca, el teniente Beltrán caminó hasta la Puerta del Sol, donde puso su reloj en hora y escupió. Pasaban diez minutos de las ocho de la mañana. A esas horas, toda España buscaba a un hombre de veinticuatro a veintiséis años, moreno cetrino, con bigotito y peinado a la francesa, de ojos claros y vistiendo con elegancia. El teniente Beltrán sabía lo difícil que era capturarlo con vida. Se conocía el paño. Los anarquistas preferían morir por ellos mismos que ser matados.

Al teniente Beltrán le daba que la mecha venía trenzada desde Barcelona y que en Madrid sólo iban a apuntalar el escenario. El Vicente Daza había salido a relucir en la declaración del Mariano Álvarez como sale a relucir la mierda en una letrina atorada. El Vicente Daza, anciano zapatero, todavía era un punto a tener en cuenta. «Un hijoputa». Mascullando estas y otras cosas, el teniente Beltrán entró en el Colonial. Alcanzó a ver al inspector Merlo en la mesa del fondo. Andaba solo. Pegó una voz al cerillero y le pidió una caja de puros. «De los de vitola».

Tras una larga noche de vigilia, el pueblo de Madrid se preparaba para enterrar a sus muertos. Los periódicos se vendían como pan caliente, salpicando de tinta y metralla los mármoles de los cafés. Los papeles no dejaban escapar el más mínimo detalle, con los caballos agonizando de fiebre sobre las calles calientes, mientras el rey, Alfonso XIII, blasfemaba esputos de sangre y munición. En apariencia fue un generoso regalo de bodas ya que, el artefacto, venía disimulado en un ramo de flores. Unos periódicos decían que eran rosas rojas y otros que las rosas eran blancas, pero de lo que no había duda es de que el milagro ocurrió y que, a los recién casados, si exceptuamos que a ella se le sacó de cuajo el apetito, y que a él se le descolgó la mandíbula, no les pasó nada. «Gajes del oficio, darling».

Sin embargo, a esas horas, el número de muertos ascendía a dos docenas. De los heridos mejor ni hablar, era interminable. Eso sin contar el ganado equino, caballos y yeguas reales a los que la metralla alcanzó de lleno. Así, la yegua nombrada Fagina y los caballos Flanqueador, Minero, Zapador y Señorito seguían mejorando, pero no el caballo nombrado Macbeth, que continuaba en pronóstico reservado. Su dueño, don Rodrigo Álvarez de Toledo, rezaba por él todas las noches. La policía no evitó la masacre, tampoco apresó al osado que aprovechó el descontrol de su propio disparate para borrarse de inmediato. A todo esto la reina tapaba sus ojos ante el espectáculo de la sangre. «Oh, God».

El inspector Merlo leía con atención de analfabeto un periódico, arrugando la frente y haciendo mucho esfuerzo en juntar las letras, intentando descifrar un código que no era habitual para un policía. El teniente Beltrán se sentó a otra mesa. Abrió la caja de habanos y sacó uno que ajustó a sus labios. Rascó un fósforo con la uña y aspiró la primera llama del puro. Entonces, el inspector Merlo levantó la vista y le miró de costado. A través de la nube de humo, divisó las ropas maltrechas, el color que le asomaba por la tirilla del cuello, también se fijó en los dedos sangrantes y la sortija prieta en el meñique. Luego esbozó una sonrisa pintada de blanco sobre los labios crudos y siguió con el periódico. Apareció un camarero. «¿Qué va a ser?».

—Carne de buey con patatas, terrón de azúcar y copita de aguardiente. Ah, y también un plato de arroz revuelto con hígado de cabrito.

—De cabrito no queda. Sólo tenemos higaditos de capón.

—Pues higaditos de capón. Pero lo primero que sea el aguardiente.

El teniente Beltrán necesitaba el chispazo que arrancase la combustión interna. A su edad, bebía para todo, incluso para dormir, aunque la mayoría de las veces lo único que conseguía era revivir pesadillas. Por lo menos eso decía su cara. El camarero vino con el pedido y, tras pegarse un trago, el teniente Beltrán llamó al limpia. Se subió la pernera y alzó el primero de sus botines, que cayó con la boca abierta sobre la caja del limpia.

—Anda al cuidao, Zorzas, no me vayas a manchar de betún los dedos.

El Zorzas era un tipo áspero y que tenía sus años, además de los pelos de la cabeza de punta, como los de un erizo. Lustraba zapatos en los cafés de la Puerta del Sol y se sacaba sobresueldo con el chivateo. El teniente Beltrán le preguntó por un hombre vestido de etiqueta, corpulento y tocado por una chistera que nunca se sacaba. «Ni en sitio cubierto». «Lleva un bigote que parece una mancha de betún», añadió el teniente Beltrán. Entonces el Zorzas paró con el cepillo y bajó la mirada tanto como si le colgara del hocico. Así estuvo un instante. Luego dijo que nunca había visto a un fulano de tales características, y siguió sacando lustre a los botines del teniente Beltrán. En esto que llegó la bandeja con la manduca. El teniente Beltrán mandó al Zorzas retirarse y, con ayuda del cubierto, fue revolviendo las patatas fritas con el higadito y el arroz y la carne de buey. Sus tripas se estremecían y el sonido llegó hasta la mesa del inspector Merlo, que se acercó.

El teniente Beltrán masticó la mueca y siguió metiendo cuchara a la bandeja. En su otra mano, la copita de aguardiente desprendía el olor rancio de las noches de guardia.

—Sólo es para recordarte, Beltrán, que además de la recompensa que da su excelencia, el anarquista viene de familia bien y lleva dinero encima. —El teniente Beltrán mordisqueó la cuchara. Sus pupilas atravesaron los ojos de perro culero—. Ah, se me olvidaba decirte, cuídate de él, sufre purgaciones. Ya sabes, Beltrán, las enfermedades secretas dejan de ser secretas cuando las contagia un anarquista.