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Serían las cuatro de la mañana cuando escuchó la puerta. Era el sargento Mata que se iba a trabajar. Tal como le dijo la noche anterior, andaba de encargado en las obras del teatro de Ciudad Lineal. Un oficio duro, cercano al de las muías, llevando de sol a sol el carro volquete cargado de tierra. Entonces, el Mateo se incorporó y, a tientas, buscó la vela y la caja de fósforos. Rascó la cerilla y le vino el golpe de tos. El hijo mayor andaba en los fogones, pudo reconocer la sombra tras la tela que separaba la cocina del resto de la estancia. «Buenos días. ¿Un café?».

Mateo, al filo del jergón, contestó con la cabeza de forma negativa. Se llevó la mano al entrecejo y lo frotó. Por la ranura de sus párpados entornados pudo ver al chico peinarse y salir de casa.

—Adiós, y güena suerte.

El Mateo se despidió con la mano. Luego apareció la mujer, vestía un camisón largo, algo roído por las faldas.

—Ya me dijo el Bernardo que lo primero eran las ropas. Ahora salgo a comprarlas —apuntó la mujer, rascándose con las uñas el nido canoso de cabellos.

—He pensado… —dijo el Mateo, sin dejar de frotarse el entrecejo— he pensado, en un traje de mecánico. Y cómpreme un par de mudas, y un par de camisas de tela dura y pañuelos. Ah, y unas alpargatas.

—Alpargatas le compré el otro día unas al César, que le venían grandes. Andan ahí. —La mujer se las señaló, debajo de la caja que hacía de mesa—. Pruébeselas.

El Mateo se incorporó y el dolor se volvió a insinuar en sus ojos. Algo doblado hacia delante, llegó hasta la banqueta, donde se sentó a quitarse los botines. Se rascó los pies enrojecidos, los resaltes peludos del tobillo.

¿Quié tomar café?

—No, gracias.

—Bueno, le hago uno y aquí lo dejo, por si luego entran las ganas. Yo sí que voy a desayunar. —Y siguió hasta la cocina con las uñas rascando canas.

Después de que la mujer hubo desayunado y mientras se vestía, tras la cortina, le dijo al Mateo que se esperase en la casa. Que no tardaría. Y también le advirtió, como si no lo supiese, que no le abriese la puerta a nadie. Luego fue a la alcoba y salió con el chico enfermo; la barbilla descolgada en babas, y el brazo rígido y desnutrido.

—Qué, ¿cómo le quedan las alpargatas?

El Mateo asintió con la cabeza. Entonces, la mujer agarró al chico y salió. Una vez se hubo quedado solo, el Mateo sacó la pistola del bolsillo y la acarició. Así estuvo un buen rato, con la mirada perpleja y apreciando la morbidez del hierro frío al tacto de su mano huesuda. Luego, se fijó en las letras, en el dibujo de las iniciales FN entrelazadas en el relieve de las cachas. Las rozó con los dedos de su mano herida, como si se tratase de algo íntimo. Una Browning cargada con siete posibilidades. Ahora, a sus ojos afloraban los recuerdos, lo más parecido a una linterna mágica que le devolvía imágenes sin orden ni concierto. Tan pronto brotaban en ella todas y cada una de las mujeres que había amado, como surgían las visitas al viejo Espadón, en París, a principios de año. La perilla blanca que le llegaba hasta el ombligo y el tic nervioso de los ojos como si nunca acabara de abrirlos. «Mi querido Mateo, hay dos cosas importantes en el manejo de una pistola y que no debe olvidar. La primera es que la pistola ha de estar cargada siempre».