Aquella noche la pasó interrogando. Hacía calor en Madrid y la camisa se empezaba a pegar al cuerpo como una mortaja. El Pepe Cuesta, cabizbajo, fue el primero en sentarse sobre el banco de la pared. Lo hizo con la espalda encorvada, la cabeza entre las rodillas y la mirada al filo del abismo. En un arrebato de piedad, el teniente Beltrán había ordenado aliviarle las esposas. «¿Cómo estaba la puerta de la habitación del fugitivo?».
—Entornada.
—¿Y la de la casa?
—Abierta.
—Ya.
—¿En qué periódico puso el anuncio?
—En El Imparcial.
—¿Cuándo?
—La semana pasada.
—Que cuándo salió publicao, tocino. —El teniente Beltrán le atizó en la nuca, con la mano abierta.
—El domingo pasao —dijo el Pepe Cuesta, restregándose la picazón del cuello.
—Ya.
—Si quiere le puedo traer el periódico.
—Ya le dije que no confío en los papeles. —El teniente Beltrán se le acercó, le puso la bragueta a la altura de la boca y le preguntó en bajo, buscando la afirmación—: Hasta entonces, la habitación estaba vacía, ¿verdad?
—No, la ocupaba un muchacho.
—Ah, creía que me iba a contestar lo contrario. —El teniente Beltrán, arrancándole las entrañas con las ganzúas de sus interrogantes, siguió con el cuestionario—. Por eso, el anarquista pagó por adelantado y no entró hasta tres días después. Esperaba el desalojo, ¿verdad? —El teniente Beltrán agarró al Pepe Cuesta por los pelos de la coronilla. Así que al Pepe Cuesta no le quedó otra que asentir—. Lo que no me voy a creer es que la habitación del anuncio fuese la misma desde donde tiraron la bomba.
Dicho esto, el teniente Beltrán soltó y la cabeza del Pepe Cuesta volvió a caer. Sujetándosela con las dos manos, el Pepe Cuesta dijo que la habitación del anuncio era otra. «La que da a la calle Factor». Y que se la enseñó primero y que no la quiso.
—Pero enseñó la cartera y le convenció, ¿verdad?
El Pepe Cuesta contestó que sí. Y fue en una de estas confirmaciones cuando el teniente Beltrán hizo el amago de volver a acercarle la bragueta.
—¿Y de dónde es el muchacho que ocupaba el cuarto, si es que pue saberse?
—Catalán —balbuceó el Pepe Cuesta.
Entonces el teniente Beltrán volvió a golpear la pared. Un puñetazo que hizo saltar esquirlas de yeso y que al Pepe Cuesta le pasó silbando la oreja.
El primero de los anarquistas en declarar había sido el vendedor de periódicos del café Habanero, un tal Emilio Blázquez, que no se conformaba con vender la prensa oficial, sino que también distribuía todos esos panfletos de ideas avanzadas. Papelajos impresos en Barcelona y más allá todavía, en el país gabacho, donde un tal Cosmo señalaba por escrito al teniente Beltrán, poco menos que de asesino. Le acusaba de montar el complot del día de la Coronación. Desde aquel momento, la opinión pública se había mostrado contraria a su ejercicio, llegando a contaminar las jerarquías y a atufar con el asunto a sus superiores.
Si por el teniente Beltrán fuese, ejecutaría a toda la cadena. Desde el que vende los periódicos, hasta el más importante, que es el que pone los dineros. En su mugriento despacho del Gobierno Civil, el teniente Beltrán clavaba sus pupilas en aquel hombre chaparro, cuarenta y dos años, y con la cara surcada por los soles más duros de la calle. El vendedor de periódicos del café Habanero ignoraba el porqué de su detención, y lo hacía de una forma que al teniente Beltrán le daba que pensar, como si ocultase algo. Así que le rompió la nariz del primer mandoble. Sangrando, mandó que lo volvieran a bajar a calabozos. Y que subiesen al Felipe Fernández.
—Ése que es zapatero y que da cobijo al periódico Tierra y Libertad.
El joven Felipe Fernández ya estaba procesado por delito de imprenta. Cuando declaró ante el teniente Beltrán, lo primero que hizo fue bajar la cabeza y poner la boca chica para condenar el atentado. Justificó su inocencia diciendo que la boda era una ventaja para los indultos, ya que éstos iban a ser tan amplios que alcanzarían a los delitos de imprenta. El teniente Beltrán le partió la boca chica de un rodillazo y mandó que subieran al cajista, al César Caraballo que, de inmediato, se puso a condenar el atentado alabando a la reina, pues era de Inglaterra, un país donde no se persigue a los hombres por sus ideas políticas. El teniente Beltrán le despachó de otro rodillazo. Las muelas del joven saltaron por los aires. Luego le tocó el turno al Mariano Álvarez, un hombre de acción capaz de dinamitar la Puerta del Sol en nombre de la anarquía. Cuarenta y cuatro años de sudor en el pellejo tostado por el cúrrelo y la conquista del pan y de la libertad, que decía él. «Nombre».
—Mariano Álvarez Fernández.
—Profesión.
—Mecánico.
—Lugar de nacimiento.
—Valladolid.
—¿Cuántas veces estuvo detenido? —En Barcelona, cuando arrojaron la bomba a Martínez Campos, digo, a la procesión del Corpus.
—Ya.
—Sí, señor.