Después de interrogar a la camarera rubia, con la combustión en su cabeza y la colilla del puro entre los dientes, entró en el Gobierno Civil. Los pasillos filtraban las voces y el teniente Beltrán, a la vez que pasó por donde el despacho del gobernador, reconoció la de Rodríguez. También reconoció las toses del inspector Pons y el carraspeo autoritario de Ceballos para anunciar que se acababa de descubrir otra bomba, sin explotar, junto a Capitanía. «Una caja de latón, atada con alambres, con un agujero como para contener mecha». «Ese cabrón contaba con un grupo de apoyo». El teniente Beltrán arrimaba el oído. Entonces, en una de ésas, escuchó la voz del gobernador imperar sobre las demás. «Ha de haber juicio, si hay juicio hay plaza para mentiras y aquí, ya se sabe, las mentiras son lo único que nos pueden salvar la situación». Al teniente Beltrán le viene el golpe en la nariz. Ahora adivina la voz del inspector Pons. «Parece que el Cojo ha presentado la dimisión». A continuación, la de su superior, Rodríguez, que retumba de flemas: «Sí, pero no ha sido aceptada, que se revuelva en el estiércol, le ha dicho el presidente». «Lo mejor es que ha puesto una recompensa para quien cace al anarquista».
Desde hacía pocos meses, los de la secreta se habían apoderado del Cuerpo, desplazando al teniente Beltrán de su cargo de jefe. Ahora, la lucha contra el anarquismo no la llevaban los galones, la llevaban los de la secreta y sus chivatos. Con la mueca en la cara, y la oreja pegada al muro, el teniente Beltrán no dejaba escapar palabra. Tras él, unos pasos le hicieron dar la vuelta. Al final del corredor venían tres guardias. Llamaron a la puerta del despacho del gobernador. «Adelante». Y una vez hubieron entrado, el teniente Beltrán siguió escuchando.
Según dedujo, a partir de lo contado por uno de los guardias, había otro individuo más con el anarquista. «En el mismo cuarto, salían y entraban y nunca permanecían reunidos en el balcón». El teniente Beltrán arrimó más la oreja. El guardia dijo llamarse Miralles Serret, con mucho acento catalán, y que estaba destinado a vigilar la calle Mayor. «En el trozo comprendido entre la esquina de Capitanía, que da a la iglesia de Santa María, y la tribuna». El teniente Beltrán se mostraba atento, sin pestañear y apretando la oreja contra la pared. «Uno de ellos lanzó el ramo de flores». Desde donde el guardia se encontraba, había podido distinguir la figura de la marquesa de Tolosa, en el balcón, esperando la comitiva. «La conozco por tener fincas en mi pueblo, Benicarló».
El teniente Beltrán, apoyado en la pared, atendía la declaración. Con el asco cruzando su cara, introdujo sus dedos en el bolsillo del chaleco y acarició con las uñas la sortija, aún caliente, que acababa de arrancar al cadáver de la marquesa. «Ya dije, en el piso de arriba pude distinguir a dos hombres, uno de los cuales, no había dudas, era Mariano Álvarez, al que conozco por haber estado implicado en lo de Martínez Campos». «Tiene que haber ficha de ése en Barcelona», saltó el inspector Rodríguez. «Mariano Álvarez —masculló el teniente Beltrán desde el otro lado del muro—, Mariano Álvarez» y arrugó su frente. «Apuesto a que me rompan el culo que el fulano no estaba solo», ahora era el inspector Pons el que retaba a todos los presentes, poniendo su trasero en juego. «Según el dueño de la pensión, cuando llegó se encontró la puerta de la habitación entornada y la de fuera abierta». «Y eso qué tiene que ver», le recriminó el inspector Ceballos. «Pues que el que huye, por instinto, suele cerrar las puertas que va dejando atrás y, si la de la habitación estaba entornada, y la de fuera no, eso quiere decir que alguien se la habría abierto». El teniente Beltrán no pudo contener la mueca.
Salieron los guardias con el tal Miralles y volvieron al poco con otro guardia más. Por lo que el teniente Beltrán pudo cazar, también estaba destinado a vigilar el trozo de calle donde cayó la bomba. El guardia vio cómo, desde el balcón, arrojaban un ramillete de flores. Entonces, de inmediato, llegó hasta la casa mencionada. El teniente Beltrán escuchaba a sabiendas de que todo el mundo quiere ser protagonista de un episodio como el que aquellos momentos vivía Madrid. Sin embargo, cuando el relato del guardia llegó a ese punto donde las coincidencias no son casualidades, el teniente Beltrán afiló la oreja. «Conforme subía la escalera vi bajar a un hombre con chistera y vestido de forma elegante».
Hubo un silencio tras la pared. Un silencio que rompió el carraspeo del inspector Rodríguez. Se aclaró la voz y habló con la duda del que se cuestiona algo. «No se corresponde la descripción de este señor con la que dio una mujer que declaró haber sido abordada por un hombre parecido. Creo que eran diez mil pesetas las que daba a cambio de entregar un ramo de flores al rey el día de su boda». Entonces el gobernador saltó, a la defensiva: «Sí, y también se corresponden con las que tenemos del hombre que entró donde la ferretería de Peligros y compró una caja de caudales». La voz del gobernador era la voz de un cabrito pillado en desliz. «Pero, qué coños, ¿no habíamos quedado que la bomba encontrada junto a Capitanía esta misma tarde es una caja de latón, atada con alambres y con un agujero como para contener la mecha?», apuntó con voz bronca el inspector Rodríguez.
Tras el muro, el teniente Beltrán no pudo aguantar la conversación por más tiempo. Llegó hasta su despacho, abrió la puerta y escupió. El diminuto ayudante se achicó aún más cuando le vio entrar y, de inmediato, quitó los pies de encima de la mesa y agarró el palillero de la oreja.
—Orden preventiva contra el Isidro Ibarra, tranviero de los Cuatro Caminos, el Juan Salas, de oficio zapatero, el Salvador Torres, jornalero, el José Pujalte, carpintero, el Juan de Mata, este de Ciudad Real y bujarrón como todos los sastres. —El teniente Beltrán imperaba de carrerilla, igual que si su memoria hubiese registrado los nombres, apellidos, oficios y domicilios de cada uno de los subversivos afincados en Madrid—. Ah, y el Emilio Blázquez, un tiñoso que vende papel anarquista en el Habanero. Y el César Caraballo, cajista de ideas avanzadas, también. Y el Felipe Fernández, hombre lleno de dobleces, por un lado es guarda del mercado de la Puerta Toledo y, por otro, da cobijo al periódico ese de Tierra y Libertad.
El escribiente, sin levantar la cabeza del papel, asentía, como si aquellos nombres y apellidos le sonasen de algo. Al teniente Beltrán le habían puesto a aquel inútil hacía sólo dos meses, cuando unificaron vientres y despachos. Ahora, la jurisdicción civil se imponía sobre la militar por mucho que sobre el papel pusieran leyes a favor de las guerreras. Había sido la forma de neutralizar al ejército. Con la llegada del nuevo siglo, los galones y el pelotón de fusilamiento se acababan. Y todo indicaba que el rey estaba de acuerdo en que la jurisdicción civil no podía tener limitaciones de ningún otro entorno. Y aunque ya sumasen docenas las guerreras caídas en el atentado, el rey no se había pronunciado a su favor, abrasando al ejército en los últimos fuegos de una rosa a la que le crecían llamas en vez de pétalos. «Ese niñato».
—¿Decía? —preguntó el escribiente, tras la mesa del despacho.
—Na, cosas mías. Sigamos, pues nos habíamos quedado en el quincallero, Vicente, que también es de la cuerda del Tierra y Libertad. A este pájaro le enganché ya cuando las bombas del Congreso. Y también hay otro, que es de Valladolid, y que anduvo en Montjuïc la tira de meses, implicao en lo de la bomba a la procesión del Corpus. Siempre anda de líos. Se llama Mariano Álvarez. Y cómo no, también quiero a ese catalán que vive en los Cuatro Caminos, Juan Montseny. Y que todos conocen como el Urales.
—Sí, señor.
—Y que me los traigan a todos aquí, que los voy a interrogar.
—Sí, señor.
—Y que saquen al Pepe Cuesta del calabozo, dueño de la fonda de la calle Mayor, y que también me lo suban.
—Sí, señor.