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Dando las ocho y media de la tarde, llegaron al parador de las Ventas. En uno de los cuartos de arriba vivía el sargento Mata, un tipo cincuentón y flaco, de pelo cano y rostro curtido por los soles del trabajo. En calzoncillos, y apoyado en el marco de la puerta, su aspecto era el de un hombre al que hubiesen despertado con urgencia. Sus ojos azules, pegados de legañas, así lo anunciaban. Detrás de él, asomó la cabeza de una mujer con el pelo blanco y los ojos cenicientos.

El Nakens, con voz secreta, contó el asunto. El Mateo observaba desde el descansillo con el rostro perturbado y la mano oculta en el bolsillo. En sus ingles anidaba el dolor secreto que ahora se abría paso a través de sus entrañas. Se llevó la mano vendada a los ríñones y echó el cuerpo adelante, como si así pudiese aliviarlo.

—Para que todo vaya bien, se trata de un periodista italiano escapado del penal de Ocaña —añadió el Nakens.

—A mandar, don José, ya sabe que aquí estoy pa lo que guste —soltó campechano el sargento Mata, en calzoncillos y recostado sobre la misma puerta.

El Mateo le conocía de oídas. El sargento Mata era hombre de arrojo y lucimiento. Anduvo escapado de joven, cuando el levantamiento de Villacampa y ahora, a sus años, todavía conservaba la idea de acabar con la restauración canovista. El Mateo pudo advertirlo en sus ojos, dotados con el brillo de los bravos. Entonces sacó su mano del bolsillo y se la estrechó. Los otros dos hombres, junto con el Ibarra, se despidieron del sargento Mata y, a continuación, lo hizo el viejo Nakens abrazándolo. «Salud y república». La mujer se rascó el nido de su pelo cano, con nerviosismo en las uñas. Y le indicó al Mateo que entrase.

La estancia se reducía a dos cuartos mal ventilados, uno con camastro, y que era el que utilizaban de alcoba, y el otro hacía de comedor, con una caja a manera de mesa, tres sillas de cuerda y un par de banquetas. En el rincón, una tela por cortina separaba los fogones del resto. «¿Un café?».

—Gracias.

—Póngase cómodo, que andará cansao.

—En estos momentos, lo de cansarse es un lujo —dijo el Mateo, a la vez que acercaba una silla. La mujer asintió, sin dejar de rascar canas, y el sargento Mata cerró la puerta. Las paredes resonaron con el trote de los hombres, bajando la escalera a toda prisa.

—¿Dónde piensa dirigirse? —preguntó el sargento Mata, subiéndose los calzoncillos.

El Mateo guardó silencio y el sargento Mata, como si reconociese su indiscreción, no volvió a la carga. El puchero anunció el primer hervor y el aroma de café se confundió con la pestilencia que a esas horas invadía todo Madrid y alrededores. Era lo más parecido al resuello de una bestia envenenada.

—¿Manchao de leche? —preguntó la mujer desde el otro lado de la cortina.

—Sí.

El sargento Mata le señaló la mano vendada:

—¿Metralla?

—No, al ir a cerrar la bomba. Ya sabe, la sangre que es muy escandalosa.

—Qué me va a contar, unos cinco litros que llevamos en el cuerpo, y pierdes un cuarto de un rasguño y parece que te has desangrao como un cochino —apuntó el sargento Mata con el sarcasmo del que conoce las heridas.

La mujer puso sobre la mesa el vaso de café y el Mateo arrimó los labios al borde y sopló. Sus ojos mostraban el cansancio y el sargento Mata resolvió llamar a su hijo para que subiese un saco de paja de la cuadra con el que hacerle la cama al invitado. De seguido, apareció un chaval al que el sargento Mata presentó como su hijo mayor.

Tie veintiún años. Se llama César. Tengo todas las esperanzas puestas en los jóvenes. Por eso hay que prepararlos para el futuro. La nuestra es una generación jodida para la clandestinidad, nos conocen a todos. —Esto último lo dijo con el poso suficiente para que el Mateo pudiera advertir la nostalgia en su tono—. El otro es dos años más chico, ahora duerme, está malito el pobre, de un paralís que le dio cuando pequeño.

La mujer seguía con las uñas comidas de nerviosismo, sobre su cabeza cana. Ahora callaba y observaba al Mateo con la tragedia prendida en sus ojos cenicientos. El tal César retiró la banqueta hacia un lado y se puso a preparar el jergón de paja, junto a la mesa donde el Mateo apuraba su café. «¿Quie tomar otro?».

Llevaba cosa así de quince días en que la comunicación con sus semejantes se había reducido a unas cuantas frases envueltas en el recelo oculto de los secretos. Ahora, a la escasa luz de una vela, en un cuarto maloliente, mientras tomaba café, el Mateo daba muestras de sinceridad. Aunque la verdad seguía oculta, el secreto doloroso se insinuaba en los ojos. Su discurso era el de un intelectual que se salía del prototipo de anarquista de salón, término que era común a la gran mayoría de los que, más tarde o más temprano, cambiaban el aire de la pluma en beneficio de la andorga. El Mateo hablaba de ellos con desprecio, pues por su culpa se generaban los tópicos y los malentendidos. El sargento Mata y su compañera escuchaban atentos.

—Nunca sentí puñetera necesidad. Eso me salvó.

Fue decir esto y echarse la mano a la entrepierna, donde guardaba algo más que una enfermedad secreta. Y sacando un fajo de billetes que puso sobre la mesa, siguió contando que era hijo de industrial, y que por lo mismo no había pasado fatigas en su vida. «Sin embargo, el no haberlas vivido en mi propia carne no significa que no existan». Así, cuando en Sabadell se hizo cargo de la fábrica paterna, realizó una serie de mejoras sociales siempre en beneficio de la plantilla, aumentando los sueldos y aleccionando al obrero sobre cómo organizarse para realizar huelgas. Ante todo, el Mateo se sentía un artista de la propaganda, un autor todavía en proceso aunque bien armado y con discurso encendido, capaz de convencer a un auditorio de blusas y alpargatas. Ahora, mientras el sargento Mata y su compañera le seguían atentos, el Mateo continuaba su diálogo diciendo que el cristiano hacía el bien sólo por obtener una recompensa en el más allá. «Nada que ver con el anarquismo, que busca la justicia social sin pedir paraísos a cambio».

Al sargento Mata, que tampoco creía en Dios, le hicieron chiribitas los ojos cuando el Mateo le señaló el dinero y le pidió que se quedase con la mitad. La mujer paró de rascarse y limó la tragedia de su mirada cenicienta.

—Necesito cambiar de aspecto. Comprar ropas que me camuflen la huida.

—Eso está hecho, mañana mi compañera se encargará de ello. Ahora, si me disculpa, me retiro a la piltra. Tengo que ponerme en el tajo temprano. —Y dicho esto, el sargento Mata se levantó de la mesa con los billetes en el puño y el calzoncillo caído.

—Buenas noches —se despidió el Mateo, apurando el último café.

Sopló la vela y, sin quitarse la ropa ni tampoco descalzarse, el Mateo se echó en el jergón de paja. Con los ojos abiertos a la oscuridad, como si todavía le quedase alguna duda acerca de la existencia de Dios y se hubiese agarrado a ella para no terminar con todo, el Mateo se pasó la noche acariciando la culata de su pistola.