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Para el teniente Beltrán, lo del anarquismo era un asunto de periferia cuyo contorno se había extendido a Madrid. Y ya no tenía vuelta atrás. Incubado en los salones polacos de Cataluña, el virus venía desarrollándose hasta conseguir la fiebre. Desde que se llevaron por delante al Cánovas, no se había vivido algo parecido.

Al teniente Beltrán los polacos se le atravesaban en la nuez del pescuezo y una úlcera sangrante se abría paso entre su podrido vientre, asomándole a la cara en un gesto que era como una sonrisa incompleta. Y con tales tribulaciones, el teniente Beltrán llegaba a deponer el fruto de sus intestinos en forma de butifarra.

Llevado por su olfato, a esas horas, para él no había dudas. Todo se había cocinado en los fogones de la Barcelona más indecente. Si las tripas de Alfonso XIII hubiesen hervido de metralla el día de su boda, los catalanes ya habrían formado parte del banquete. Al teniente Beltrán no se la daban con queso y menos con butifarra. Sabía lo suficiente como para reconocer la mano dinamitera de aquellos tiñosos. En las tabernas del puerto barcelonés, los niños pasaban la gorra pidiendo: «Cinc centimets per a la dinamita». Y le cruzó el rostro una ráfaga de odio, como si aún estuviera masticando la tierra del moro, cuando los sucesos llevaron al general Margallo a recibir un tiro tan cercano que a él le silbó el oído. El aún joven teniente, Miguel Primo de Rivera, todavía se mantenía erguido, mostrándose tan firme como juez y tan eficaz como verdugo, sin apreciar temblor alguno en el fusil, humeante y pegado al hombro, por si acaso todavía tenía que rematarlo. Beltrán lo vio todo desde su posición. Los caballos levantaron el polvo con la pezuña, igual que si el suelo ardiese ante la caída del general Margallo.

Con la soberanía de un secreto valioso notándole en los ojos, Perico Beltrán pronto se convertiría en un soldado flaco y seco. Tan silencioso como naipe en la manga cubierta de galones. A sabiendas de que las guerras se libran con los mismos fusiles en uno y en otro bando, el soldado Beltrán se acercó hasta el cadáver del general Margallo. Tenía los ojos abiertos y un agujero en el cráneo por donde podía meter los dedos y tocar el chorreante estropajo de aquel cerebro. Sus extremidades aún se meneaban como rabos de lagartija recién cortados. Sin más tiempo para el recreo, el teniente Beltrán le arrancó el reloj de bolsillo que colgaba de un ojal de su guerrera. «Un muerto no necesita contar los minutos que le quedan». El reloj aquel sería un recuerdo que marcaría su rumbo, aunque siempre atrasase. Se trataba de un Roskopof, fabricado en Suiza, números romanos y agujas robustas para facilitar su puesta en hora con el dedo. El mismo Margallo le había plantado aquella cadena de oro falso que era lo más parecido a un collar para atar perros. La más grande que encontró entre la maraña de collares, sortijas y teteras que conformaban el pago de los fusiles vendidos a los moros.

La cosa se veía venir, y Margallo tenía los precedentes de tres siglos de riñas con los mahometanos. Así que, después de venderles fusiles, decidió hacer un fuerte, pasados los lindes del cementerio musulmán, cerca de donde los moros se arrodillaban para venerar a un santón. Apenas habían comenzado a levantarlo, los moros abrieron fuego. Ante lo sucedido, se mandó desde Madrid una fuerza expedicionaria en la que se encontraba el joven Perico Beltrán. Sería su bautismo de fuego.

Junto con un sargento, dos cabos, un trompeta y veintiún guardias más, todos al mando del primer teniente José Martínez Ibáñez, el joven Perico Beltrán embarcaría en Málaga. Era un día de mar rizada por el viento y que excitó los estómagos, abriendo vomitonas de colores sobre cubierta. Duró poco, el tiempo que tardaron en tomar tierra en la ensenada y echar a andar, algo tambaleantes todavía, por calles pingorotudas y torcidas de casas. Eran de techo tan bajo que, de haber querido entrar, no lo hubiesen conseguido sin doblar pescuezo.

Las obras para levantar el fuerte se llevaban a cabo en las afueras. Allí llegaron al día siguiente, después de pernoctar en el fuerte de Camellos, donde estaba alojado el regimiento de África. La bienvenida se la dio el mismo general Margallo, en persona, alzado sobre unos escombros y lo más parecido a un botijo puesto encima de un pedestal. Destacaba la perilla blanca, toda ella cubierta, cuan larga era, por la fina arenisca de aquellos pagos. Con el sable en la mano, el general Margallo se puso a dar órdenes. Señalaba el lugar donde había que levantar una caseta. «Como para que entren unos cuarenta soldados. ¡Ar!». Y así como quien dice, esa misma tarde, la caseta quedó hecha. Perico Beltrán, martillo en mano y clavo en la boca, andaba ensamblando los últimos listones cuando apareció Primo de Rivera, joven y teniente. Llegaba a lomos de caballo moro, levantando el polvo de un camino que se hundía en la tierra. Traía los guantes de gala en el fiador del sable y la guerrera bordada en el hilo de hierro con el que años más tarde zurciría el virgo de España.

Nada más hizo que bajarse del caballo, mandó a Beltrán a que se lo refrescase. El general Margallo recibió al joven teniente y le invitó a pasar a la nueva caseta recién construida. Pronto el sol rojizo anunció la noche y, con la puesta llegaron el aguardiente, tres bailarinas moras y un negro capón con un laúd bajo el sobaco. Por lo que la oreja de Beltrán logró alcanzar, el capón se empleó a fondo tañendo laúd, mientras las danzarinas moras acaballaban sables y charrascos. Descargado el aguardiente seminal, el general Margallo sacó los puros y una baraja de naipes. Y se echaron un tute perrero en el que, el joven teniente, Miguel Primo de Rivera, perdió el reloj de bolsillo. Al otro día lo luciría Margallo como un triunfo.

No hacía tanto de aquello y el tiempo había estragado aprisa a Beltrán. Se advertía en la cara, afilada como un cuchillo y también en su cabeza desnuda, en forma de bala. Los huesos del cráneo pelado marcaban más aún la expresión enérgica de su rostro. Arrugó la frente y puso su reloj en hora. «Quédeselo», le dijo Primo de Rivera al joven Beltrán. «Quédeselo», le repitió, con semblante riguroso y las pestañas de arena y legaña, culpa del viento de aquellos pagos. «Quédeselo, siempre atrasa». Entonces el joven oficial, Perico Beltrán guardó el chantaje en su bolsillo, a sabiendas de que quedaba activado. «Una pregunta», le apuntó Primo de Rivera antes de irse. «¿Sí, mi teniente?». Entonces, Primo de Rivera se acercó a él y se sumergió en el plomo de los ojos. «Usted es el mismo que, cuando el general Margallo cayó abatido por los moros, andaba por la torre». El joven Beltrán le dijo que no, que él estaba en donde los caballos, y que éstos empezaron a relinchar con el disparo. Y que cuando había llegado hasta donde yacía el general Margallo, ya estaba muerto aunque sus extremidades se movían como rabos de lagartija. En aquel momento, Primo de Rivera miró a Beltrán con ganas de secarle pronto.

Escupió el polvo del recuerdo en la misma puerta de Gobernación. Aun así, el pasado continuaba irritando la garganta del teniente Beltrán. Después de tragar saliva hasta quedarse seco contra la turba moruna, batiéndose como un bravo en los altos de Melilla junto a cuarenta oficiales más, el teniente Beltrán había caído tan bajo que cualquier reptil del fondo policial se deslizaba por encima de su rango. El Cojo había empleado la caridad personal y aún no le había cesado. «Le refresco, Beltrán, que a partir de ahora, su trabajo consiste en seleccionar testigos molestos, no lo olvide». Restregó el gargajo con la suela y cruzó la Puerta del Sol, poniéndose en la calle Arenal, donde la fonda La Iberia.

Doña Josefa, la dueña, por cosas de la edad, había dejado el negocio a cargo de su hija Ramona. Debido a la proximidad del trabajo, el teniente Beltrán conocía a ambas. Y rara era la noche que no se presentase allí acompañado de alguna furcia. La fonda La Iberia era lo que, según época, llamaban una fonda con pretensiones. Reunía todas las características para albergar encuentros clandestinos, ya fueran políticos, venéreos o ambas cosas a la vez. Cuando el teniente Beltrán preguntó por un joven flaco, de ojos claros, que venía de Barcelona con el bigotito bien cuidado, entonces la Ramona se llevó la mano al pecho.

—Siempre me dio mala espina —aseguró achinando los ojos en una expresión dolorosa—. Siempre me dio mala espina.

Luego contó que, sobre las once y media o las doce del lunes de la semana anterior, se presentó acompañado de un cochero.

—¿Alguna cosa que llamase la atención?

Fue cuando la Ramona no se lo pensó dos veces y saltó sobre su propia afirmación.

—Sí, la maleta. Mu elegante. Una señora maleta, vaya.

Para una persona acostumbrada a ver maletas a todas horas, que le llamase la atención una maleta era un detalle a tener en cuenta. Como también era un detalle a tener en cuenta que el huésped desease una habitación exterior.

—Como ya no me quedaba libre ninguna dando a Arenal, le subí a una con balcones a la calle de detrás. A veinte pesetas por día, incluyendo comida, que debió de parecerle requetebién pues se sacó de la americana una cartera y me soltó uno de quinientas. «Cóbrese sólo tres días», me dijo.

—Ya.

El teniente Beltrán cayó en la cuenta. Desde un primer momento, el catalán había desechado la idea de atentar en la iglesia, pues de lo contrario hubiese abonado más días en la fonda. En sus ojos de plomo se reflejó la consecuencia. Buscaba un balcón con vistas al paso de la comitiva y la calle Arenal venía trazada como tal. El recorrido del rey, a la ida. Una mancha de café sobre la cuartilla y el dedo del Cojo marcando el itinerario con meses de antelación. Fue entonces cuando el teniente Beltrán empezó a sospechar de algún soplón. O de alguna soplona.

—¿Pesaba la maleta?

—No sé. El que lo debe de saber es el cochero que la trajo, o el criado que mandaron de donde Mayor a recogerla.

El teniente Beltrán no pudo completar su sonrisa. Escupió en el piso y luego lo restregó con la suela de los botines, hasta hacer brillar la baldosa.

—¿Cuáles eran sus horarios?

—Se levantaba a las nueve y dejaba la habitación, volvía al mediodía. Comía. Luego se iba otra vez y venía a la noche. Sobre las once.

—¿Qué sitios frecuentaba?

—No sé, pero la otra tarde me pareció verle donde Candelas, en la horchatería. Yo iba a una prueba con la modista y, fue al pasar, cuando me pareció verle.

El teniente Beltrán clavó sus pupilas de plomo al fondo del pasillo. Como si más allá de las paredes hubiese visto algo. Luego preguntó:

—¿Qué nombre dio?

Entonces ella, como si en todo ese tiempo lo hubiese estado esperando, sacó del delantal un pedazo de papel escrito con letra pulcra y cuidada. Y leyó: «Mateo Morral, fabricante, Barna». Luego, entrecerró los ojos rasgados. Y como por un acto reflejo se llevó la mano al moño. El teniente Beltrán no la dejó continuar.

—Lo siento palomita, hoy no tengo tiempo ni pa comer. —Y apartándola, el teniente Beltrán salió de la fonda a toda máquina.