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Montaron en uno de los coches remolque. Mateo se sentó junto a la ventanilla. Llevaba la mano oculta en el bolsillo y la mirada alerta, prestando atención a cada uno de los viajeros. La maquinilla se puso en marcha y, sorteando carros de muías y carretas de bueyes, dio la vuelta a la glorieta y enfiló por la carretera de Francia.

Isidro Ibarra, inspector del tranvía, ocultaba la tensión del momento, pidiendo billetes a los viajeros que iban entrando. Se había colgado al cuello la correa de una cartera de cuero viejo, y disimulaba cumpliendo su labor como nunca lo había hecho. Por lo que el Mateo había oído, aquel puesto de trabajo se lo tenía que agradecer al viejo Nakens, así como las cien pesetas que cobró por la Asociación de la Prensa cuando anduvo preso por lo del Depósito. A estas alturas todo eran reproches. Ahora, el viejo Nakens le miraba con irritación. El sudor empapaba el coche y el de los manubrios por bigote se acercó hasta el Mateo.

Y bajó la ventanilla. Entonces, lo más parecido al resuello de un perro agonizante, quemó el perfil de su rostro. Con la violencia de su mano enferma, el Mateo la cerró. «Así está bien».

El de los bigotes como manubrios escondió la mirada. El otro, el del sombrero hongo, también aguantó sus palabras. Y el Nakens, aprovechando que el Ibarra andaba aliviado de trabajo, le hizo una seña para que se uniera al grupo.

Atender un momento, este hombre —señalando al Mateo—, este hombre es un periodista italiano que acaba de escapar del presidio de Ocaña. Hay que darle refugio, no le vayan a confundir con el anarquista que ha tirado la bomba. A partir de ahora ésta va a ser la escapatoria ante la autoridad. La coartada. Llegado el caso, nuestros testimonios han de coincidir. ¿Entendido?

Poco antes de llegar al quiosco grande, se apearon. El Ibarra se puso a la cabeza y, con paso ligero, se adelantó hasta un grupo de casas chatas. Y entró en la que tenía la cancela abierta. El Mateo conservaba la distancia y la mano en el bolsillo. Caminaba con las piernas arqueadas, como escocido por el roce de sus pantalones. Llegados a un sendero que había detrás del almacén de centeno, el Nakens dijo que había que esperar. Y sacó su petaca de picadura y ofreció. El Mateo negó con la cabeza y los demás liaron cigarrillos. Al rato vieron venir al Ibarra, iba con un hombre flaco que sostenía un pequeño azadón en su mano. El Mateo vio cómo el Ibarra le señalaba con sus dedos de tripa matancera. También observó cómo el hombre del azadón negaba con la cabeza, todo él irritado y haciendo aspavientos con la mano. Entonces, el Ibarra le dio la espalda. Y, con un gesto de desprecio, volvió al grupo.

Na, que el Vicente Daza recula, que no quiere complicaciones.

—Mal asunto —apuntó el viejo Nakens, tirando el cigarrillo al suelo—. Mal asunto.

El Mateo contuvo el dolor afilado entre sus labios. Una línea de carne fría que era lo más parecido a una herida a punto de abrir. Sus ojos reflejaban el asombro, como si aún no dieran crédito a tanta torpeza. Delante de él tenía a los miembros de una célula, conectados entre sí de una forma tan simple que, cualquier invitación de apoyo, estaba condenada al fracaso.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —saltó el de los bigotes largos, agitándolos como manubrios en su boca histérica—. ¿Qué vamos a hacer?

Y como si hubiese tenido una idea brillante, el viejo Nakens dijo: «Vamos a Ventas, donde el sargento Mata».