27

Con las pupilas de plomo arañadas por el humo, y el roción de los escombros sobre los hombros, el teniente Beltrán hizo su aparición en el despacho. Sin darle tiempo al Cojo, le pintó el cuadro. Puso al Emperador del Paralelo en el centro, moviendo los hilos de una trama que iba directa a la presidencia. Con brochazos gruesos, el teniente Beltrán trazó un fuego de altas llamas donde hervía la gran olla política del país. Según él, los yanquis lo avivaban todo con su cochino soplido. El Cojo atendía a la exposición con los ojos envenenados por la picadura mortal de un cese que no tardaría en llegar. El Cojo intentaba mantener, como podía, la decencia de aquel bigote amarillejo en sus puntas, culpa del vicio pilonero. Sentado en su sillón, tras la mesa del despacho, se pasaba la mano por los cuatro pelos negros de su coronilla grasienta. Era como si se los hubiera arrancado a la cola de un caballo y luego los hubiese puesto ahí, con saliva y diablura.

El teniente Beltrán absorbía con el plomo de sus ojos todos los detalles de la estancia, desde la cabeza del toro que un día mató Machaquito hasta la lámpara de lágrimas donde bien podría haber colgado un jamón y media docena de longanizas. De todo esto dio cuenta el teniente Beltrán con cierta irritación en el hígado. Era un despacho que bien pudiera haber hecho pasar un mal momento a cualquiera con sentido estético. Pero el Cojo carecía de tal sentido. Estaba sentado detrás de una mesa fúnebre. Llevaba una corbata de seda gruesa que parecía comprada en una charcutería y unos gemelos que eran como dos garbanzos abrochando sus puños. Sin dejar de pasar sus manos por la coronilla pelona, el Cojo hizo intención de hablar un par de veces, pero el palabreo del teniente Beltrán tiznaba toda intentona de diálogo. Aunque al Cojo no le gustaba que nadie le llevase la contraria, y menos en su querencia, prefirió dejarle. Era lo más propio, pues el teniente Beltrán presentaba la mirada de un toro después del tercio de banderillas.

El aspecto del teniente Beltrán descubría que la bomba había caído cerca. Así que, con la intención criminal prendida en sus ojos de serpiente, el Cojo escuchó el discurso de un hombre que pronto iba a comer las lentejas del desempleo. Sus soflamas eran las de un cabreado que escupía los nervios por la boca, levantando castillos de fuegos artificiales con más petardo que bengala. Según el teniente Beltrán, desde que al Emperador del Paralelo se le había metido gobernar el rebaño, todo eran intentonas, conspiraciones en nombre de la justicia social cuyo objetivo no era otro que el de siempre: ocupar el puesto de mayoral. Contar votos como el que cuenta ganado, billetes o mentiras, y mientras, hala, a beber champaña y dedicarse a castigar la carne hasta desatrancar la próstata. Y si no, a qué se debía sacar tanto periódico en un país donde tan poco se lee. «A qué coño, su excelencia», preguntó el teniente Beltrán, la voz en alto y el cuello erguido, sacando el pecho ante el Cojo.

—Propaganda que al final acaba en los retretes colgada de un gancho —contestó el Cojo, sentado en su poltrona, recibiendo en sus nalgas la caricia de cuero que pronto le abandonaría. Como propietario de periódicos, el Cojo no le dio más importancia de la que el momento precisaba—. Eso lo digo yo, que me sé bien lo que digo —añadió, con ese deje genuino de persona adicta a los piensos rurales.

Aunque diera muestras de lo contrario, bien sabía el teniente Beltrán que al Cojo le inquietaba el asunto. Y que el Emperador del Paralelo no escatimaba en medios, y que aquellos panfletos con nombres incendiarios prendían los traseros y luego las conciencias, como si de un baño de asiento se tratara.

—Se dedica a denunciar porculizadas. A incitar al pueblo y levantarlo en armas, su excelencia.

El Cojo le conocía bien, de cuando aún no era todavía el Emperador del Paralelo y trabajaba de crupier en un garito de la Puerta del Sol, esquina a Alcalá, una casa de juegos dirigida por Antonio Catena, director del País, viejo republicano y fumador empedernido con barba amarillenta y lentes y calva morena, en contraste con su cara, de un blanco deslumbrante a la vista.

—Sí, ya sé a lo que se refiere, aquí en Gobernación debe de andar el juego de telegramas que se cruzó con Moret hace cinco años, cuando todavía Moret era ministro de Gobernación y fue acusado de permitir el pucherazo en tierras catalanas y así fomentar el separatismo. Al final se salió con la suya.

Diputao por Barcelona. —El teniente Beltrán acuso con la mirada al Cojo—. Si no hubiesen sido tan blandos con él, otro gallo nos cantaría. Con un consejo de guerra sumarísimo, no tendríamos ahora tanto problema, su excelencia.

El teniente Beltrán había asistido a todos los mítines de aquel fulano de verbo incendiario. Mucho antes de ser el Emperador del Paralelo, Alejandro Lerroux electrizaba a la concurrencia desde el púlpito como un desbravador de turbas. «Quisiera traer fusiles y no discursos, plomo y no palabras», arrancaba. Y así, su voz de fuego encendía la hoguera de la protesta: «Ha llegado el momento de proceder con energías salvajes». Y entonces, la gente extasiada rompía en una ovación. «El mal que padece el pueblo es tan hondo que exige arreglos de raíz».

—A Lerroux no conviene despertarlo mucho. —El Cojo pegó los dedos índice de ambas manos—. Ahora él y Moret… ya me entiende.

El teniente Beltrán se le quedó mirando sin un atisbo de asombro, como si ya supiese que la catadura moral del Cojo era igual a la de los churros. Se dejaba dorar en todos los aceites. A la mañana con el obrero, a la tarde con el patrón, y a la noche sólo el Diablo sabrá. Las contradicciones de buen burgués acompañaban al Cojo, llegando a ser tan útiles para su supervivencia que, de dos bastonazos, las convertía en crujientes virtudes. Algo parecido le pasaba al Emperador del Paralelo y a tantos otros. «Todos mierda de la misma tripa», masculló el teniente Beltrán. El Cojo hizo como que no le escuchaba y, separando los dedos, cambió de tercio:

—¿Qué hay de una mujer que vive por la ronda de Segovia?

El teniente Beltrán no lo esperaba tan cerca:

—Cuentos, su excelencia, cuentos pa vivir del cuento.

Tan sólo hacía una semana de aquello. El teniente Beltrán, que se conocía el paño, salió del Gobierno Civil, calle abajo, acompañado de un guardia. Delante iba el de los cuernos oblicuos, guiándoles hasta una casa de la ronda de Segovia donde su esposa, una mujer de buen ver, daba pecho a un recién nacido. Al fondo había una sala repleta de niños chicos, todos en edad de criar. El más mayor no debía de haber cumplido los cuatro años. Berreaban de hambre.

Entonces, el teniente Beltrán se acercó hasta el cornudo y le preguntó, muy amigable: «¿Cuál de ellos es suyo?».

Sin dejar de dar pecho al más pequeño, la mujer les contó cómo había empezado todo, la otra tarde, cuando estaba sentada en un banco de la plaza, de los que dan a palacio. «Uno de esos donde tienen costumbre sentarse los oficiales». El teniente Beltrán y el guardia cruzaron sus miradas. Las sospechas eran ciertas. Aquella mujer de pezones como huevos fritos estaba dispuesta a dejarse mojar. Y, sin más, el teniente Beltrán desabotonó su bragueta y, mirando al marido, le soltó: «Se me acaba de ocurrir algo».

—Sí, serán cuentos, pero coinciden con una parte de la realidad —afirmó el Cojo, como si sospechara algo, como si quisiese cargarle al teniente Beltrán con la culpa de aquel desacierto que no fue más que una explosión de lujuria cósmica, tan antigua como el mundo y de la que se aprovechan algunas mujeres para saciar sus necesidades económicas.

Fue en aquel preciso instante cuando el velo de su incertidumbre rasgó de cuajo y los ojos del teniente Beltrán delataron la evidencia. En toda aquella tragedia le había tocado el papel de estraza con el que el Cojo iba a limpiarse el trasero doliente. Para el Cojo lo crudo, para él lo podrido.

—El teniente Mandly me contó el asunto —siguió el Cojo, sin sacarle sus ojos de reptil venenoso.

El teniente Beltrán puso una cara como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago, o más abajo aún. Apretó los dientes y el Cojo pudo ver, en el plomo de aquella mirada, toda la secuencia de lo ocurrido una semana antes, en una casa de la ronda de Segovia, donde una mujer con los pezones atiborrados de crianza, pubis de seda oscura y posaderas macizas, denunciaba el acoso sufrido por un hombre que quería atentar contra el rey.

Cuando el teniente Beltrán desahogó el plomo genital en la blandura de su entrepierna, entonces le tocó el turno al guardia, teniente como él, pero de seguridad. Su nombre, Ricardo Mandly Ramírez, de veintinueve años y con los testículos pegados al culo como los leones. El teniente Beltrán advirtió este detalle mientras se encendía un habano, sentado en una silla que arrimó a la del cornudo. Tal era el peso del marido, que se tenía que sujetar la cabeza con ambas manos. Mientras tanto, Ricardo Mandly Ramírez, teniente de seguridad, le daba a los fuelles con la guerrera abierta y los pantalones a la deriva. Antes de culminar, y debido a la tensión con la que su mujer era atravesada, el marido rompió a contar lo que al teniente Beltrán le pareció una patraña.

Resultó que a su mujer, mientras estaba sentada en uno de los bancos que dan a palacio, por donde pasean los oficiales, le abordó un hombre. «Iba de etiqueta, con chistera, y miraba de una manera obscena». Según lo contado, esa misma noche, la mujer le volvió a encontrar de nuevo, cuando iba a por agua a la fuente de Gil Limón. «Y fue ahí cuando le hizo la propuesta. Diez mil pesetas por entregarle un ramo de flores al rey a la salida de los Jerónimos. Diez mil pesetas por entregárselo y alejarse de inmediato». Entonces, el teniente Beltrán aspiró hondo el humo del habano. «Diez mil pesetas son muchas pesetas para gente como usted que se vende por tan poco». Y, a continuación, soltó el humo.

—Aquí todo el mundo quiere sacar tajá, su excelencia —le cortó el teniente Beltrán al Cojo, masticando el impulso de los nervios.

—Al otro día, el gobernador, en persona, le tomó declaración al hombre —lanzó el Cojo sus ojos de reptil al fondo del plomo.

—Ya sé, su excelencia, y mandó a la secreta a que tomaran posición en los bancos, con la mujer, la tal Marcelina, de cebo, por si asomaba de nuevo. Y también sé que, ayer mismo, llegaron los dos, la Marcelina y su marido, con el cuento a uno de Alabarderos, uno que le tocaba hoy ir con la comitiva. Y que el de Alabarderos lo puso en conocimiento de sus superiores y por eso habían reforzado con otra fila más cada lado de la escalera de la iglesia. Sin embargo, si me permite, su excelencia, hay un detalle que se le escapa.

—¿Cuál?

—Que bombas así no existen. Por muy larga que venga la mecha, el ramo de flores despide humo. Todo el mundo se coscaría de que lleva una bomba. La otra opción es la bomba que llaman de contacto, como las del Liceo. Y ésas se tiran, no se entregan. —Entonces, el teniente Beltrán saca del bolsillo un trozo de hierro quemado por los bordes. Y lo deja caer sobre la mesa de mármol—. Un pedazo de la bomba de hoy. Todavía anda caliente. Por la soldadura, ha sido hecha en Bélgica, en Francia, o por ahí fuera.

El Cojo se quedó un momento con la pieza entre los dedos. Luego dirigió una mirada defensiva al teniente Beltrán, como la de un reptil a punto de soltar veneno. Y le dijo:

—Le refresco, Beltrán, que a partir de ahora, su trabajo consiste en seleccionar testigos molestos, no lo olvide.