26

A los diez minutos, o así, se presentó el Ibarra. Venía con la cazurrería desencajada en su mandíbula y la camisa húmeda, culpa del sudor que empapaba la tarde. El Mateo observó el revólver, ajustado en el bolsillo del pantalón. Nada más verle entrar, el viejo Nakens le llamó a un aparte. Con la indignación relumbrando en su anciano rostro, le recriminaba. Por lo que pudo coger al vuelo el Mateo, resultó que el Ibarra le debía favores al viejo. Tanto era así que, hasta el trabajo de tranviero fue gracias a una recomendación suya. Ahora, en el fielato de Cuatro Caminos, le pedía explicaciones. Los charcos de los ojos se mostraban furiosos, como si alguien trazara en ellos rayas con el dedo. Al viejo Nakens le habían embaucado en una chapuza en la que su hija a punto había estado de sumarse a la lista de cadáveres.

—Don José, no me se ponga así, mantuve silencio. Ya sabe, cuantas más personas conocen un secreto, menos seguro está el secreto —saltó Ibarra.

—Pero mi hija… mi hijita a punto ha estado de ser una víctima más.

—Mírelo por otro lado, así tiene usted la cuartada.

El viejo Nakens, con el cigarrillo temblón en la cicatriz de sus labios, crispó las cejas.

—Déjate de tontunas, Isidro. Aquí vamos a pagar justos por pecadores.

Luego hizo una seña al Mateo que, sin sacar la mano del bolsillo, se acercó. Tras él fueron los dos hombres, el de los manubrios por bigotes y el del sombrero hongo. Todos juntos salieron a la glorieta y la cruzaron, dirección a la carretera de Francia.

—¿Qué? —preguntó el Mateo al Isidro Ibarra sin abandonar la mano del bolsillo—. Con que tenía que esperar a la segunda explosión antes de salir a la calle. Pero ¡qué puñetero! Si llego a esperar un poco más, me pillan.

—Qué quiere que le diga —contestó el tranviero—, al final el del apoyo no pudo tirar la bomba. A mí me da que le vieron y que se dio el piro.

—Menuda chapuza —farfulló el viejo Nakens.

—Chitón ahora, que esto anda lleno de secretas —advirtió el Isidro Ibarra mientras se acercaban a un merendero que quedaba en la misma parada de tranvías—. Chitón, que ahora mismo vuelvo. No tardo.

El humo de los churros emborronaba la entrada y unos niños, de largos y retorcidos rizos, corrían entre las mesas, ajenos a la noticia que voceaban los vendedores de periódicos. «¡Noticia bomba, noticia bomba, intentan asesinar a los reyes de España!». «¡Noticia bomba, noticia bomba, el asesino consigue escapar!». Una escalera de palo descansaba en la fachada, anunciando labor. Los recién llegados evitaron pasar por debajo, sorteándola. El organillero, indiferente a las bombas y a las supersticiones de la tarde, les dio la bienvenida con vueltas a la manija de su instrumento. Al fondo, una pareja se marcaba un chotis muy pegadita. El Mateo, obedeciendo a un impulso clandestino, se caló el sombrero. Ella era la camarera rubia que servía horchatas en el local de la calle Alcalá y su pareja era el de la herrería de la calle Barquillo, el mismo chulainas que, pocos días antes, le había vendido el hierro que acababa de utilizar como mango para su ramo de flores. «Ahí tengo más —le dijo, señalando un rincón donde se amontonaba la herrumbre—. Cualquiera de ellos se lo dejo a dos reales». Con las bengalas del recuerdo encendidas en sus ojos, el Mateo abrió la boca, como si de golpe y porrazo hubiese comprendido que todo aquel caos encubría un orden interno; una línea tan recta como la soga del ahorcado. Y como si no tuviese suficiente con la boca para respirar, se desabotonó el cuello de su camisa. Ocupando la mesa más cercana a la calle, y sin sacarse la mano del bolsillo de la chaqueta, se sentó entre el anciano y el hombre de manubrios por bigotes. El otro, el del sombrero hongo, se quedó en pie, hablando con el dueño del merendero, un tipo bajito y con la cara encogida, como la de las tortugas, y que se secaba las manos en un mandilón tiznado de grasa. Luego se unieron al grupo dos hombres más, uno de los cuales iba muy planchado y, a juzgar por sus maneras y la musicalidad de su voz, al Mateo le dio que era invertido.

—A mí que me lo dejen, mira Lozano, que le cortaría lo que yo me sé, con las mismas tijeras de la tela.

El de la cara de tortuga, sin dejar de frotarse las manos en el mandilón, se acercó a la mesa. «¿Unas cervezas?». Y apenas le dio tiempo a servir las botellas cuando el Mateo adelantó su mano vendada. Y enganchó una, echándosela al gaznate. Fue un trago largo que le arrancó lágrimas de sus ojos. Luego se limpió con el revés de la mano herida, envuelta en el pañuelo de sangre sucia. La otra continuaba en el bolsillo de su chaqueta. Entonces se dio cuenta de que la camarera rubia le seguía por el rabillo del ojo. Sin perder de vista a la rubia, el Mateo se fijó en el tipo que acababa de llegar. Vestía el mono azul de los mecánicos y traía una rueda de cable enrollada alrededor de su brazo. Pegó otro trago a la cerveza y escuchó el silbido. Era el patrón, el de la cara de tortuga, que llamaba al de la herrería para que ayudase al recién llegado a poner unas bujías. «En to el frente el merendero».

El chulainas dejó a la rubia y llegó galleando hasta la escalera, que sujetó con las dos manos. Arriba, el del mono azul hacía zumbar bujías como si se tratara de moscardones en un cristal. Mientras tanto, en la mesa, envueltos en el silencio encubridor de los malos presagios, bebían y callaban. Todos los allí sentados compartían un secreto terrible. «Menuda nota vas a dar estas fiestas, Canuto», le decía el hombre del mono azul, desde lo alto de la escalera. «Menuda nota, Canuto, menuda nota». El Mateo seguía observando a la rubia, ahora frente a uno de los espejos colgados al final del mostrador. Se pintaba un lunar sobre los labios y no perdía ripio.

El electricista se puso en el suelo de un brinco y pronto le hicieron sitio en la mesa. El chulainas de la herrería se apoyó en el poste de la entrada y agarró una de las botellas de cerveza junto con un vaso y ofreció a la rubia. Y según escuchó el Mateo ésta le dijo que no, que ya se iba, despidiéndose con el rechupetón de sus labios; plantándole un beso que, más que beso, fue una descarga de lengua. Y cuando la rubia iba saliendo del merendero, toda apurada, entró el Ibarra y por poco se choca con ella. «¡Noticia bomba, noticia bomba, intentan matar a los reyes de España!», voceaban los vendedores de periódicos.