El teniente Beltrán mandó llamar a los guardias y les ordenó que se llevasen al Pepe Cuesta al Gobierno Civil, en calidad de detenido. También dio orden de que mandasen telegrama a todos los gobernadores, para busca y captura de un fulano catalán de veintiséis años y que se hace llamar Mateo Moral
—Rubio, bigote fino, ojos azules y pestañas largas. Viste traje de color café, americana y sombreros del mismo color.
Los guardias, en el quicio de la puerta, mantenían la postura erguida y los ojos cerrados, registrando en su memoria los datos que el teniente Beltrán escupía. El Pepe Cuesta, con las manos atadas a la espalda y la cabeza abajo, parecía sumido en un mal sueño del que jamás despertaría.
—Ah, y a la que bajan mándenme a la parienta del detenido.
Doña Ana Álvarez, mujer del Pepe Cuesta y a la que todo el barrio llamaba la seña Ana, apareció con la cara encogida en un lamento. El teniente Beltrán sabía de buena tinta que las mujeres que se comportan así, es porque gimen poco en la cama. «País de cornudos y plañideras», masculló.
—Cierre la puerta y siéntese. —El teniente Beltrán señaló el sillón, aún caliente por las fatigas del marido de la señá Ana. Luego arrastró una silla y se sentó a horcajadas, muy próximo a las piernas de ella. «A ver, nombre».
—Ana Alvarez Varavander.
—Edad.
—Treinta y nueve.
—Ya, y ¿dónde andaba en el momento del atentado?
Contó que andaba en el balcón que da a la calle Factor. Y que escuchó la explosión y perdió el conocimiento. «Como si me se afuera el mundo de vista». En los primeros momentos, repuesta ya de la impresión, y recorriendo las habitaciones, fue a parar a la del catalán y entonces tuvo un presentimiento.
—¿Cómo estaba la puerta, si es que pue saberse?
—Abierta.
—¿Y la de la entrada a la pensión?
—También abierta.
—Ya.
—¿Recibió alguna visita durante el tiempo que anduvo hospedado?
—No, que una recuerde.
—¿Qué relación mantenía con los demás huéspedes?
—No se relacionaba mucho.
Fue aquí cuando el teniente Beltrán acercó su rodilla:
—Y en lo poco, ¿con quién, si es que pue saberse?
—Con los huéspedes catalanes.
—Ya.
Entonces el teniente Beltrán alarga su mano hasta el forro del sillón y la señá Ana despega sus muslos. Sin dejar quieta la mano le acerca la cara y el plomo de los ojos termina de calentar la carne. Ella abre la boca, como si otra vez el mundo se le perdiera de vista durante unos segundos y, es entonces cuando el teniente Beltrán saca su mano del forro del sillón. Entre los dedos hay una tarjeta de visita que el teniente Beltrán hace leer en alto a la seña Ana, donde pone: Manuel Martínez, comerciante de lanas, Valencia. Vuelve a meter la mano en el forro del sofá y saca más tarjetas con la misma inscripción. En ese momento, la puerta se abre tras él y gira su cabeza. Y la mueca de asco le cruza la cara. Son los labios de Merlo, con todo el aspecto del pulpo crudo, que vienen dando órdenes.
—Beltrán, su excelencia, el ministro, que quiere verte.
Merlo hacía su aparición acompañado por dos hombres más de la secreta. Mucha sortija y mucho pelo en el bigote. De todos era sabido que a Merlo le gustaban las cosquillas.