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Era un hombre de acento andaluz y que llegaba escoltado por la pareja de guardias.

Ozú, que pensé que era como el terremoto Sanfrancisco.

Con un gesto de su barbilla, el teniente Beltrán le mandó sentarse en la butaca. Y de una mirada le devolvió la calma. Desde aquel momento, el Pepe Cuesta no levantará cabeza. El silencio de la habitación cayó a plomo sobre él, doblándole el cuello con el peso de la culpa. El Pepe Cuesta era como el acerico donde el teniente Beltrán clavaba sus pupilas. «A ver, nombre».

—José Cuesta Gálvez.

El teniente Beltrán se hurgó la oreja, igual que si buscase algo dentro. Así estuvo durante un instante. Luego desistió y, como si todavía llevase el pitido, levantó la voz hacia los guardias. Les dio orden para que buscasen a un hombre más alto que bajo, de cara llena y buen color, pelo salteado de canas tirando a plata y un bigote anarquista y con las guías inclinadas hacia arriba. «En el momento de la explosión estaba junto a Capitanía, en un costado de la tribuna del Petril de los Consejos. Llevaba chistera y una bomba bajo el sobaco, disimulada entre las hojas de un periódico. No andará lejos». Dicho esto, el teniente Beltrán hizo una seña a los guardias para que se fueran. ¡Ar!

Aunque ya no era jefe de policía, se comportaba como si lo siguiera siendo. Es más, en momentos como aquél, el teniente Beltrán se agarraba a una mecha ardiendo con la intención de apagarla. El Pepe Cuesta continuaba al filo de la butaca y el teniente Beltrán le empezó a interrogar, primero, con el plomo de los ojos; luego, con la saliva de su boca. «Lugar de nacimiento».

—Jerez pero criao en Sevilla.

—Oficio.

—Industrial.

—¿Desde cuándo lleva con el negocio? —Va a echar año y medio.

El teniente Beltrán se acercó más a él y le agarró por la patilla:

—Fe-cha —sostuvo, escupiendo perdigones con la última sílaba.

—Enero del año pasao.

El teniente Beltrán se supo reconocido en el miedo que el dueño de la pensión mostraba. Un temblor que con el tiempo se convertiría en culpa y que el Pepe Cuesta no se quitó de encima en toda su vida. Y cuando el teniente Beltrán le soltó la patilla y le dejó caer sobre el butacón, a plomo, entonces fue cuando el Pepe Cuesta, con la voz en un hilo, cantó todo lo que sabía. Con motivo de las bodas reales había puesto un anuncio en el periódico, diciendo que se alquilaba habitación. El lunes o el martes de la semana anterior, apareció un hombre de estatura alta, rubio, con bigote fino, ojos azules y pestañas largas. Y sólo hacía dos días que encargó que le adornasen su balcón, así como que le comprasen unos ramos de flores. Y el Pepe Cuesta señaló el puchero envuelto en papel de colores, sobre la cómoda.

—¿Desde qué día estaba alojado?

—Desde el jueves de la semana pasada.

—¿No habíamos quedado que era lunes o martes? —El teniente Beltrán, volviéndole a enganchar por la patilla.

—Abonó por adelantao —consigue decir el Pepe Cuesta, en tono chillón—. Está en el libro de registro.

—Nunca me he fiao de los papeles. —Y le suelta de la patilla.

Es cuando el Pepe Cuesta, con la cabeza gacha, cuenta que pagó por adelantado el lunes o el martes de la semana pasada. Y que ocupó la habitación el jueves siguiente. «Tenía pagao, por lo menos, hasta el martes de la próxima», añadió el Pepe Cuesta con el esfuerzo de su voz convertido en sordina. «Ayer noche, regresó a las once. Y el día antes había estado poniéndole las persianas pues el sol le molestaba desde muy pronto». Según el Pepe Cuesta, en un principio, las persianas las había mandado quitar el mismo huésped, pues vendrían unos amigos a presenciar el paso de la comitiva desde el balcón. «Y necesitaba sitio».

—¿Y de dónde venía, si es que pue saberse?

—De La Iberia, una fonda que queda por Arenal.

Entonces al teniente Beltrán le brinca una mueca en la cara, como si contuviese la sonrisa.

—Que de qué país, tocino.

Y fue escuchar al Pepe Cuesta decir «Barcelona», y el teniente Beltrán pegar un puñetazo a la pared.