Salió corriendo escaleras abajo. En su huida, el Mateo se topó con el joven pintor que en esos momentos subía despavorido. Antes de darle tiempo a reaccionar, el Mateo se abalanzó sobre él, preguntándole a gritos qué era lo que había ocurrido. «¿Qué ha ocurrido?, ¿qué ha ocurrido?». Y así llegó hasta el portal donde su falso interrogante se confundió con los demás, todos ellos levantados alrededor del socavón que la bomba había dejado. «¡Viva el Rey!», escuchó el Mateo la voz. «¡Viva el Rey!», contestaba el coro como un mal presagio. Entonces el Mateo tapó su cara con el sombrero, no le fuesen a fotografiar y su rostro apareciese en los papeles.
Apurando el paso, callejeó por el corazón humeante de una ciudad que ardía en mil gritos. Con la boca abierta, como si el aire no llegase, se puso en la plaza dedicada a la Isabelona, donde se detuvo con un dolor bajo sus bigotes. Luego, más calmado, pero sin perder el paso, anduvo del tirón hasta la calle Ancha y, perdiéndose por la maraña de arterias lóbregas y prietas, tuvo que preguntar un par de veces por la plaza del Dos de Mayo. A su paso incesante, el Mateo dejaba atrás los comercios con el cierre echado, las carbonerías, las tiendas de remendones y los escaparates de las ortopedias, allí donde ojos de cristal le espiaban el rumbo y macabras dentaduras parecían alegrarse de su turbio destino. Rótulos que anunciaban librerías, sombreros y consultas de enfermedades secretas; paredes desconchadas por donde asomaban muñones y tarugos de albañilería; letreros escritos con el pulso tartamudo y que indicaban, con una flecha, cafés y casas de comidas. Placas con herrumbre que daban cuenta de notarios, practicantes y peinadoras; calles estrechas y malolientes con las aceras salpicadas de orín. PROHIBIDO HACER AGUAS MENORES. Y llegando a la de Ruiz, donde el enlace le había señalado el punto, el Mateo vio a un hombre que salía de dos portales más arriba y que se dirigía hacia él. Llevaba lentes, bigote y chaleco floreado. Entonces, el Mateo se echó mano al bolsillo de su americana y el hombre miró para otro sitio. El olor a perro enfermo se retorcía por los callejones y llegaba hasta su nariz como un golpe sordo. El Mateo no pudo evitar encoger su bigote en un gesto doliente.
La redacción del periódico El Motín se encontraba situada en un bajo con dos puertas a la calle. La de la derecha estaba entornada, como si alguien esperase tras ella. En un pequeño óvalo de metal lacado, el Mateo leyó: El Motín. Después pegó una patada y la doble hoja se batió como un resorte. Sin darse tiempo a más, entró con la pistola por delante. En el interior, tras un chibalete amontonado de letras de imprenta, había un hombre pequeño, de bigotes largos como manubrios, y que llevaba un mango de pluma en la oreja. Levantó las manos. El Mateo le apuntó. «Vengo a ver al Nakens», dijo. Y el hombre de los manubrios señaló con la barbilla la puerta que había a su derecha. El Mateo entró sin llamar y, tras una nube de humo, reconoció la figura de un anciano con barba blanca, cejas espinosas y una sonrisa que, de no haber estado partida por una cicatriz, hubiese sido de beatitud. Sentado tras la mesa de su despacho, José Nakens fumaba.
—Siéntese —le dijo, señalando una silla, a la vez que le miraba con unos ojos semejantes al agua detenida en los charcos—. Siéntese, que le estaba esperando —añadió—. Ya me parecía a mí que tardaba mucho.
El Mateo tuvo un arranque de tos pero lo contuvo con carraspeo. Se guardó la pistola en su chaqueta y, fue a coger la silla, cuando escuchó la voz tras él. «Don José, don José». Entonces el Mateo giró su cabeza y volvió a ver al hombre del chaleco floreado que acababa de penetrar en la humareda. «Don José, don José».
—Discúlpeme —le dijo José Nakens al Mateo. Y apagó el cigarrillo en el suelo y salió de su despacho, entornando la puerta tras él.
«¿Qué ocurre? —escuchó el Mateo preguntar al viejo—. ¿Qué ocurre?». Por lo que llegó a sus oídos, el hombre del chaleco floreado estaba presenciando el paso de la comitiva, unos portales más arriba de donde había caído el artefacto. Y según contó, los reyes habían salido ilesos. Fue escuchar esto el Mateo y llevarse a la cara la mano vendada, tapándose los ojos, como si una vergüenza repentina le hubiese cegado. Y entonces el ataque de tos se le clava en el pecho y el Mateo maldice y expectora como si fuera un hombre muerto. «¿Y mi hija? —preguntaba el anciano—, ¿qué le ha ocurrido a mi hija?».
El Mateo se había pasado toda la semana preparando el atentado, midiendo ángulos, velocidad y distancia del cortejo; el trazo de la parábola necesaria para salvar los cables del tranvía y acertar de lleno en el objetivo. Y ahora estaba vencido, con los párpados pegados de rabia y los labios prietos, dominado por el fracaso. «¿Y mi hija?, ¿y mi hija?», repetía el viejo al otro lado de la pared. «No se preocupe, don José, que está enterita, sólo ha sido el susto». La puerta se abrió y las aguas sucias de unos ojos ancianos calaron al Mateo, más allá del humo, de los huesos, y de los reproches. «No tardo —le dijo el anciano—. Espéreme ahí sentado, que no tardo».
Y el Mateo escuchó cerrarse la puerta de fuera. Por el ventanal enrejado que daba a la calle, vio las tres siluetas, la del anciano, la del hombre del chaleco floreado y la del hombrecillo de bigotes largos y mango de pluma a la oreja. Una vez que se hubo quedado solo, el Mateo recorrió la estancia. En uno de los cajones del despacho encontró unas tijeras y, con mano temblona, se recortó el bigote. Luego, después de aliviar la vejiga, prietos los dientes para contener el dolor, se masturbó hasta tranquilizar los riñones. La letrina despedía un tufo violento, como si un perro enfermo hubiera abierto su boca para ladrar al mismísimo Satán. Y con la tufarada, al Mateo le vino el golpe, la descarga que esmaltó sus ojos arañados por el fracaso. Más calmado, pero sin perder la tensión en la cara del que se sabe perseguido, el Mateo se puso a fisgonear la estancia, a curiosear entre los papeles y la tinta. De todos ellos, hubo uno que le llamó la atención. Se titulaba Suerte en la desgracia y el Mateo lo llevó hasta la luz del quinqué y empezó a leerlo.
Hay que alabar la explosión del sentimiento caritativo desbordado en Madrid y otras poblaciones de España ante la catástrofe del tercer depósito. Y lamentar a la vez que no se manifestara tan vivo en tantas otras como han ocurrido de pocos años acá, ya en varios hundimientos, ya en las minas, ya en aquella tan terrible del naufragio del «Reina Regente».
Y, sobre todo, en aquella tan espantosa que empezó dejando enterrados en Cuba cerca de doscientos mil españoles; continuó sembrando el mar de militares muertos en la travesía, tantos que, si fuera posible secarlo súbitamente, podríamos llegar a la Gran Antilla siguiendo la orientación que nos marcaran los huesos esparcidos en su fondo; y concluyó con aquella interminable procesión de cadáveres que andaban sin comer, vestidos de rayadillo y llamando en vano a todas las puertas para que les diesen lo que de derecho les correspondía por haber vertido su sangre en defensa de la Patria.
Y aquí el Mateo dejó de leer, y tiró el papel a un lado, con una mezcla de rabia e impotencia en sus ojos heridos.