20

En un principio, el Mateo había jugado con la idea de llegar hasta los últimos fuegos. Así se lo hizo ver al viejo Espadón, lanzar la bomba dentro de la iglesia y conseguir una obra sangrienta. Una faena donde cobrasen forma los blancos al entrar en contacto con el bermellón de las gargantas abiertas de cuajo. Y unos cuantos gramos de pólvora chamuscando los bigotes. Y el glorioso azul purísima extendiéndose más allá de los altares, de las tribunas, de los cuerpos desollados y de las alfombras reducidas a ceniza. Sólo los correajes y las cruces resistirían con rigidez el paso de las llamas. En el centro, coronando el cuadro, las tripas del rey, tachonadas con trozos de vidrio y cartílago. Y al fondo banderas y mantos, y túnicas y golas, vomitando el humo de la destrucción. Y un Cristo con la metralla incrustada en sus ojos, surgiendo de una montaña de cascotes y almendrilla. En su cabeza recién parida brillan siete clavos, como siete puñales sangrantes, de pecado.

—¡Saltará la sangre en el barreño, mi querido Mateo! Aunque no sea San Martín, aunque no estemos en fecha. ¡Saltará la sangre en el barreño!

La idea que el Mateo le transmitió al viejo Espadón era alcanzar una explosión gloriosa de belleza que ni punto de comparación con lo de Salvador en el Liceo. A diferencia, la del Mateo iba a ser sublime, única; la expresión cruel de un ángel de alas negras, podrido de literatura y espanto, capaz de condenar a las altas jerarquías de palabra y obra, convirtiéndolas en ingredientes para su gozo de artista. El Mateo se mostró ante el viejo Espadón como un joven que cargaba con el instinto del que desea ser admirado por su propia faena.

—Advierto en usted, mi querido Mateo, que está enamorado. Y el amor, es la carga más explosiva que existe. —El viejo Espadón le dijo esto mientras volvía de la cocina de llevar las sobras de la sopa. Afuera seguía lloviendo y sobre París se extendía el manto húmedo de la noche—. Ya sabrá que, si le falló la bomba de la Rué Rohan, la culpa la tuvo el amor, porque usted no andaba aún enamorado y el amor, mi querido Mateo, es lo que hace a un hombre tomar posición en la vida. ¿O me equivoco, mi querido Mateo? —Y el viejo Espadón se le quedó mirando con el tic nervioso de sus ojos rientes.

El Mateo enrojeció por las orejas. Se llamaba Nora Falk, movía las caderas con la precisión de un reloj suizo, y el Mateo la conoció momentos después lanzar la bomba. A resultas de que sabía silbar, a la tal Nora Falk le había tocado quedarse en una de las bocacalles y dar el aviso al paso de la comitiva según salía el rey de la ópera. Nora Falk venía a ocupar la posición del pequeño Alberto Libertad, un minusválido que brillaba igual que una monedita de oro entre un montón de calderilla y al que acababan de trincar, junto con el Tigre y todos los demás del grupo. A ella también le habían llamado a última hora, improvisando sobre la marcha la posición que el destino se encargaría en cruzar con la del Mateo.

Pegada a las paredes más oscuras, consiguió llegar hasta el final de una calle ciega y que terminaba en una escalera de piedra, hundida en el socavón de casuchas y de ropa tendida. Unos chiquillos probaban a deslizarse por el óxido de la barandilla y Nora Falk bajó los peldaños a pares. Sus zapatos resonaban en la noche de París como si fueran parte del eco que sigue a toda explosión. Antes de empujar la puerta, Nora Falk volteó, asegurándose de que nadie la había visto, tan sólo los chiquillos que restregaban sus vergüenzas contra la herrumbre de la barandilla. Así se pone al abrigo de la imprenta donde esperaban los demás compañeros. Son dos hombres. Uno de ellos tiene los ojos encendidos y es el Mateo. El otro los tiene prietos de dolor y son lo más parecido a dos heridas de cuchillo. Se trata del Aviñó, que blasfema y se masajea el brazo, como si se le hubiese quedado inmóvil, intentándolo despertar. Nora Falk, con el pecho prendido de fatiga, y el esmalte de la guerra en su mirada, se sentó a horcajadas en una de las sillas. Y a la vez que se recogía las faldas, dejando al aire la sombra de sus muslos, instruyó al Mateo con los hechos acerca de la propaganda. Cuando vinieron a recoger al Aviñó y se quedaron solos, sus labios se aproximaron y, entre chasquidos de saliva y golpes de lengua, Nora Falk y el Mateo se dieron a una conversación de lo más aparente.

Ella le hablaba en un español obsceno acerca de vísceras, porciones y órganos, y el Mateo no supo bien si fue su mano después, o fue la de ella primero, la que le condujo hasta las últimas telas. La verdad es que le guió con los dedos en una lección de anatomía que nunca olvidaría. Anular y corazón, introducidos al medio, acariciando y batiendo entrañas como clara de huevo, hasta sentir al tacto lo más parecido a una pelota que se agranda. Es entonces cuando los dedos del Mateo resbalan y salen expulsados con un chorro que llega a la pared, empapando el retrato de Bakunin, el de Fanelli y regando, a su paso, la camisa y los bigotes del Mateo. Con los muslos pegados y el esmalte del placer en la guerra de sus ojos, Nora Falk le dedicó una sonrisa húmeda, de esas que nunca secan la memoria.

Luego se vieron de nuevo varias veces más, hasta hacía bien poco, en Barcelona, donde lo habían dejado, a la espera de que un soplo del destino avivase las ascuas de su amor regado por la escatología. Y con estas cosas, el lienzo único y sublime que el Mateo iba a realizar en la iglesia fue mermando en intensidad y ganando en incertidumbre. Después de calcular las posibilidades que tenía de escapar con vida si el atentado lo realizaba dentro de la iglesia, Mateo Morral llegó a la conclusión de que no era mártir de ninguna idea. Y así empezó a gestarse el cambio de escena.

Con los ojos prietos, se inyecta una dosis mayor que la última vez. La roseta de su carne sangra al contacto con la jeringa y la erección se mantiene, temblorosa de oscuras venas, igual que si circulase alquitrán o pólvora negra. El Mateo aprieta aún más las cejas, como si quisiera encontrar lo que se esconde entre ellas. Luego se lleva la mano a la tensión de sus ingles, a la dentellada carnal que sufre en secreto. A sus ojos saltan lágrimas. Muerde el pañuelo que lleva atado en su mano y guarda la jeringa en el cajón de la mesilla. Coge un mapa de Madrid y repasa con el dedo el trayecto de huida. La calle Ruiz, cerca de la glorieta de Bilbao donde tiene que llegar sin pérdida de tiempo. «No salgas a la calle hasta que no escuches una segunda detonación —le advirtió el del enlace—. Es por tu bien, no vaya a alcanzarte la metralla». El Mateo cerró los ojos, dominándose. «Calle Ruiz, periódico El Motín, José Nakens, recuerde su nombre y no lo apunte», le dijo el del enlace ayer noche, mientras le daba los cartuchos envueltos en papel de periódico, bajo el velador de la horchatería. «Es dinamita de la fetén, está en buenas condiciones». Luego, después de que el Mateo disimulara la carga entre su chaqueta, el del enlace se llevó la mano al bolsillo y puso sobre la mesa una caja de rapé. «No se lo vaya a esnifar, que es fulminante».

Tal como le había enseñado el viejo Espadón, «con sumo cuidado y el pulso firme», el Mateo lo repartió por todas y cada una de las diminutas chimeneas que coronaban el ingenio. Afuera el festín de voces y músicas anunciaba la cercanía del cortejo. Guardó la cajita de rapé vacía en el bolsillo de la chaqueta y cogió del suelo el envoltorio de los cartuchos. Como si el dolor se avivara al ir a agacharse, se llevó la mano a los riñones antes de alcanzar el embalaje de parafina con el que envolvería el ramo de flores hasta ceñirlo por el talle. Y rebuscando en su maleta dio con una cinta de color y la ató con varias vueltas alrededor, así, hasta conseguir sujetar el mango de hierro, algo doblado por sus extremos, y que le serviría para lanzarlo con más acierto. Ya sólo quedaba plantar con cuidado el fruto de la muerte. La bomba Orsini.

Con barullo de venas latiendo en sus sienes, el Mateo se puso el sombrero y salió al balcón. Los guardias seguían colocados en sus puestos, también las filas de tambores y cornetas, el cura, el fotógrafo, el hombre de la chistera y los huéspedes de la casa asomándose a los balcones. El griterío entraba por las orejas y las laringes desafinaban, roncas de tanto vociferar. Continuando la calle Mayor, y hasta donde el Mateo alcanzaba, se veían las cúpulas de la plaza del Ayuntamiento, la de San Francisco el Grande y el recorte de los tejados que perfilaba el cielo limpio de Madrid. Abajo, se distinguía la cabeza del cortejo. Entonces, el Mateo volvió a entrar en la habitación, para cerciorarse de que la puerta seguía con la llave echada. Chinda chinda tachinda chinda chin, se oía cercana la Marcha real y, sobre la cama, la bomba esperaba con el vientre lleno de fruto. Con pulso firme y labios prietos, el Mateo disimuló el regalito de bodas entre las flores. Y con sumo cuidado en los andares, llegó hasta el balcón. En esos momentos pasaba el coche de los príncipes de Gales.

La lentitud del cortejo le ponía todas las posibilidades a su favor. Detrás de los príncipes de Gales, el coche de caoba, donde iba doña Virtudes con su nieto y su yerno, el del sable. Chinda, chinda, tachinda, chinda chin, chin, chin. El siguiente coche es el de oro y respeto, y va vacío. Tachinda, chinda chin. Desde los balcones se agitan pañuelos y banderitas. Y justo, cuando los caballos que tiran de la berlina real llegan al punto de sombra que al Mateo le sirve de referencia, ahí mismo, lanza su regalo. Y sucede que el tiempo se detiene un instante. Y los caballos relinchan, como si un sentido animal avisase de que aquel ramo de flores lleva dentro la misma muerte. Pero eso dura un instante, lo que tarda en producirse el estallido.