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Dentro del coche de caoba, doña Virtudes sostenía a su nieto en brazos. Al lado iba el padre, Niño, mostacho de pelo duro, cabeza erguida y sable entre las piernas. El de Casería acariciaba la empuñadura con sus manos surcadas de venas azules. De vez en vez, sacaba una para saludar a toda aquella multitud que se estrujaba al paso del desfile. «¡Vivan los reyes de España!». El teniente Beltrán, aunque consignado al estribo derecho, se mantenía alerta en todos los puntos cardinales al alcance de sus ojos. «¡Vivan!». Podía escuchar el relincho de los caballos, el trote elegante de don Rodrigo Álvarez de Toledo, primer lacayo de su majestad y que se mantenía pegado a la rueda derecha, con la mirada preñada de virilidad hacia la nueva reina. A veces, don Rodrigo se adelantaba un poco, alcanzando la cabeza de los caballos emplumados que tiraban de la berlina real. Y cuadraba sus genitales en la montura.

Entre la gente se sucedían las riñas, los pisotones y las avalanchas. Farolas, tejas y guirnaldas de tranvía llevaban ocupadas horas antes. No cabía la punta de una sombrilla. La perversión de contemplar, por un instante, el paso fugaz del cortejo de dioses y reyes, no escatimaba sacrificios. Los balcones estaban a rebosar y el teniente Beltrán apostó consigo mismo que alguno iba a ceder ante tanto peso. La calle Alcalá había amanecido cubierta de arcos triunfales y guirnaldas, colgaduras de sangre y oro, banderolas de papel que la gente agitaba con un fervor patriótico, a veces tan ridículo, que subía los colores. Hubo un momento en que alguien creyó ver a la Cibeles elevándose de puntillas para así poder otear entre las cabezas, las pamelas, las viseras, las sombrillas y toda la chiquillería que se le colgaba de los cabellos. Los soldados intentaban contenerlos a pinchazos de bayoneta y, con tal medida, lo único que conseguían era que la turba se desatara más aún.

Al teniente Beltrán le daba en las narices que, en cualquier momento, una de esas viseras, o cualquiera de aquellos chavales, inofensivos a primera vista, se acercaría por detrás y bum. Cabía la posibilidad de que, entre el gentío, apareciese de pronto un chiquillo cargado de mocos y hambre, entrenado para apretar gatillo. O una mujer, una de aquellas mujeres emperifolladas que, entre sus ropas, llevase oculta una bomba del tamaño de una naranja. Sólo acercarse a la berlina de gala y bum. Como había ocurrido en el Liceo. Si eso pasaba cerca, lo peor que le podía ocurrir al teniente Beltrán era salir con vida. El impacto le agarraría por los genitales hasta encogérselos, cuando tocase firmar el cese. Sabía que en cualquier momento podía sobrevenir. Y si en París no se pudo impedir el atentado, en Madrid no iba a ser menos.

Llegando a la Puerta del Sol, al teniente Beltrán le chorreaban los sobacos. En uno de los balcones de Gobernación divisó al Cojo. Y con el pecho húmedo de transpiración, pero sin perder el paso, se desanudó el corbatín. Y fue al final de la calle Mayor, con el repiqueteo de todas las campanas de Madrid sonando el bronce, y llegando a ese pequeño asiento desde donde se alza la iglesia de Santa María, cuando el teniente Beltrán volvió a ver al hombre del sombrero de copa. Estaba al otro lado de la calle, pegado a la tribuna que habían puesto en el Petril de los Consejos, junto a Capitanía, en el mismo sitio que la noche anterior le perdió de vista. La sombra de la chistera cortaba en dos su rostro, como si llevase un antifaz. Se había colocado detrás de una fila prieta de sombrillas y mantenía el puro encendido entre los labios. Entonces el teniente Beltrán clavó el plomo de sus pupilas sobre el periódico que aquel misterioso hombre llevaba bajo el brazo. Le abultaba demasiado, como si llevase algo dentro.

Sin tiempo que perder, el teniente Beltrán se echó mano a la pistola y cruzó por delante de la escolta. Los caballos relincharon y, por un momento, la comitiva paró en seco.