18

Llevado por el mal humor, le dio la espalda y se acercó a la ventana. Afuera el manto oscuro del cielo cubría París y el Mateo hizo ademán de abrocharse el abrigo.

—¿Dónde va, mi querido, Mateo? ¿Es que no ve que va a llover? Además, aún no hemos empezado con la lección. Acomódese. —El viejo Espadón le señaló un sillón de orejas al que se le salían las tripas de lana, y siguió—: Le iba diciendo, mi querido, Mateo, que tenemos el hierro y, además de los dineros, y a falta de pan, tenemos ponzoña verde. —Cogió la botella mediada y se sirvió—. Vert, del color de la esperanza. —Y alzó su copa, bebió un trago y siguió perorando con el tono épico de las grandes batallas:

La bomba que vamos a utilizar no es nueva, ya está inventada y es lo más preciso y letal hasta ahora concebido contra un rey, mi querido Mateo. El primero en utilizarla fue Felice Orsini, de ahí su nombre. La bautizó contra Napoleón III, a la salida de la Opera de París. Desde aquel día hasta hoy el mecanismo ha evolucionado. Para que se haga una idea, querido Mateo, el sistema que vamos a emplear es el mismo que utilizan los clientes en los hoteles cuando llegan y no está el conserje. Sabe a lo que me refiero.

—No, bueno… sí, me imagino. —El Mateo ató los libros con una cuerda que encontró encima de la mesa. Lo hizo como si los fuese a tirar en la primera cloaca que encontrase abierta.

—Ah, mi querido, Mateo, ya le dije que el saber no embota lanza. —Volvió a acariciarse su perilla de chivo viejo—. Cuando llegamos a un hotel y no está el conserje, hacemos uso de ese aparatejo que suele haber en los mostradores y que se inicia presionando con la palma de nuestra mano.

—¿Un timbre?

—Eso mismo, mi querido Mateo.

Y fue contestar esto y el viejo Espadón acercarse a la mesa, donde tenía la botella casi acabada. Pero no la cogió. Qué va. Ante el asombro del Mateo, el viejo Espadón sacó una naranja del frutero y se la arrojó por lo alto. El Mateo la pilló en el aire.

—¡Pólvora! —exclamó el viejo Espadón—. Las peladuras de naranja se utilizan para hacer pólvora, mi querido Mateo. Pól-vo-ra. ¿Ha entendido?

El Mateo le escrutaba con los ojos a punto de salirse de las cuencas. Entonces, el viejo Espadón, lanzando una sonrisa paternal sobre él, le cortó el paso.

—Quédese, aún no hemos empezado. Además, está lloviendo. —Y señaló la ventana—. Ahora viene lo mejor, mi querido Mateo pues, superada la primera lección, que es la que nos permite hacer uso de lo cotidiano para beneficio de la revolución y distinguir a un revolucionario de los demás hombres, una vez aclarado esto, viene lo mejor.

La lluvia repiqueteaba tras el cristal. Afuera, la Rué de Rennes se ofrecía cubierta de charcos y el Mateo sostenía una naranja entre sus manos con el cuidado de un poeta al que las musas acaban de revelar que, más que naranja, aquello es una bomba.

—¿Sabía usted que el hombre es el único animal que tiene el privilegio de beber sin sed? —El viejo Espadón volvió a la ponzoña verde—. ¿No lo sabía?, pues siéntese, haga el favor, que ahora viene lo mejor. —Y señaló una silla.

El Mateo se sentó con el atado de libros sobre sus rodillas y la naranja entre las manos.

—Si combinamos la pólvora con elementos químicos que expandan la carga, el resultado, mi querido Mateo, será el caldo de sangre que la monarquía necesita. Y si, en vez de pólvora, hacemos uso de una buena dinamita, envenenada con el aroma de las almendras rancias, el resultado es un cava exquisito por cada una de sus burbujas.

Se encontraba frente a la figura más venerable de la rebeldía española, don Nicolás Estévanez, un hombre que había sido masón, parte activa en la Gloriosa, pieza clave en la República, sublevándose en Andalucía, tomando Linares, batiéndose en Almuradiel, y peleando como un bravo contra la columna Borrero en la acción de San Andrés. De él se contaba que, cuando fue proclamada la república y nombrado gobernador de Madrid, lo primero que hizo fue poner un cartel en su despacho que avisaba: El GOBERNADOR NO TIENE NI DESTINOS, NI DINERO, NI NADA QUE DAR. Decían que era tan generoso que siempre que tenía oportunidad lo demostraba, como aquella vez que salvó la vida a su adversario, el general Bonito, utilizando su propio coche para ocultarlo y ayudándole a escapar al extranjero. El viejo Espadón rechazaba la chusma y las pretensiones incendiarias.

—Mi querido Mateo, la idea del orden es una enfermedad que sufrimos los militares, por eso, el caso más flagrante de desorden que puede darse en un país es el de poner a la cabeza a un militar para llevar las riendas de lo civil. La idea militar del orden es puramente material, mi querido Mateo, como materiales son los métodos que utilizan para llevarlo a la práctica. Palo y tentetieso, es la consigna. Pero lo peor no es eso, lo peor es el pueblo que hay veces que lo pide. —Tomó un sorbo de ponzoña y alzando su copa vacía, exclamó—: Vivan las caenas.

Al Mateo le bastaba con escucharle para darse cuenta que aquel hombre llevaría dentro un soldado toda la vida.

—Por eso, nuestro país, mi querido Mateo, ha sido, es y será la excepción. Los que piensan que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases, se equivocan de lleno. Sólo hay que darse un garbeo por la historia más reciente de España para darse cuenta de que esto no es así. —El viejo Espadón soltaba su discurso con el empaque del que se sabe en lo cierto, acelerando el tic nervioso en los ojos y alzando su copa vacía, como si aún estuviese llena de esperanza—. La historia de nuestro país es la historia de la lucha de las clases altas por hacerse por el poder, mi querido Mateo. Sólo mirar nuestra burguesía, ya sea ilustrada o sin lustre. Cada vez que ha tenido oportunidad, se ha apoyado en la fuerza del pueblo para conquistar a la aristocracia zonas de poder. Nunca para transformar la sociedad. Eso es lo que pasa cuando el pueblo está desposeído de conciencia de clase, que lo utilizan para luego venderlo como carne de lidia. Carne de lidia, mi querido Mateo. Carne de lidia.

La lluvia caía sobre París y el viento hacía sonar las tejas como si fuera una sacudida de huesos. El Mateo tomó aire, dejó los libros a un lado y sacó el cortaplumas de su bolsillo. Y se puso a pelar la naranja. «Con su permiso».

—Vaya, le veo muy diestro en el manejo de la hoja. ¿Se sabe afeitar solo, o es de los que necesitan barbero? —El viejo Espadón, socarrón.

Mateo tragó y fue a decirle algo, pero el viejo Espadón no le dejó:

—Ya que tiene hambre, espéreme aquí que voy a traerle algo mejor que la pólvora para que se le caliente el estómago. —Y se levantó pesado y fue hacia la cocina.

Al rato apareció con el puchero entre sus manos, burbujeante de sopa. Por uno de sus bolsillos asomaban dos cucharas de madera.

—Sopa, como corresponde a la gente fina. Tome. —Le tendió la cuchara al Mateo—. Tome y empiece. Que aunque el dicho diga lo contrario, soy de los que opinan que, con andorga llena, anda la atención despierta.

El Mateo probó la sopa con la punta de la cuchara y le vino una arcada, como si el vientre se le hubiese humedecido de asco.

—Vaya, mi querido Mateo, es usted un salvaje.

El Mateo dejó la cuchara, sacó el pañuelo y se limpió las salpicaduras del gabán. A pesar del tic en el párpado, el viejo Espadón no le sacaba ojo.

—Digamos que es usted un hombre primitivo que sólo gusta de los asados, digamos, mi querido Mateo, que es de esos que creen que la cocina española está llena de ajo y prejuicios religiosos. —Y volvió a pegar otro sorbetón a la sopa, igual a un chivo sediento ante el abrevadero—. Los que, como usted, así opinan, mi querido Mateo, no ven más allá de su historia más reciente. Pero yo a usted le voy a contar una cosa que no ha de olvidar, pues el hombre llegó a su refinamiento culinario en el Neolítico, no lo olvide, mi querido Mateo, cuando descubrió las vasijas y el arte de la cocción, convirtiendo lo crudo en cocido gracias al recipiente. —El viejo Espadón con la cuchara señaló el bulto de la pistola, en el bolsillo del Mateo—. Es curiosa la inventiva del ser humano, mi querido Mateo, cómo es capaz de llegar al asesinato previo con toda clase de alevosías para poner en marcha su máquina intestinal, asando cerdos, cochinillos, cabritos, bueyes y venados. Y es curioso como, a eso, lo denomina arte culinario, mientras que luego se horroriza cuando ha de agarrar un arma para defender su memoria. Y ¿qué es el arte culinario si no es memoria? Diga, mi querido, Mateo, contésteme.

Aquel hombre gordinflón, de perilla larga y calcetines a los tobillos, y que ahora le reprendía cuchara en mano, mostraba autoridad en todo lo que hablaba. La misma que da el haber caminado descalzo sobre el filo de un sable. «El gobernador no tiene ni destinos, ni dinero, ni nada que dar».

—Y puestos a recordar, mi querido Mateo, está usted ante un hombre de su tiempo que mantiene viva la memoria militar y que aborrece los tribunales. Y que no quiere cambiar la espada del combatiente por la pluma del escribano de las justicias. El germen de nuestra destrucción viene incubado con lo de las Jurisdicciones. Hoy quieren ser juristas hasta los sargentos, y corren tras un despacho, sin darse cuenta de que corren al matadero. En España andan cortos con el debate, mi querido Mateo. Cómo se explica que vayan al corral y pongan a las gallinas a decidir con qué salsa quieren ser cocinadas. Y el pueblo acabe disputando acerca de quién lo ha de reventar a uno. O los jueces militares, o los civiles. Pues ninguno de los dos, mi querido Mateo, pero ya que alguien ha de juzgar, pues que sean los civiles, hombres de entendimiento perturbado por el estudio de las leyes. A los militares que nos dejen la espada.

El Mateo no le dejó seguir con la letanía. Arrojó la cuchara al cazo y señaló que se le estaban haciendo demasiadas concesiones al ejército desde el gobierno y que, en España entera, estaba renaciendo el militarismo. El Mateo puso de ejemplo lo ocurrido en Barcelona, en el asalto a la redacción del Cu-Cut!, a principios de año, cuando los militares entraron a saco con la punta afilada de sus bayonetas. Más de un redactor andaba aún sin poder sentarse.

—Conozco el paño, los oficiales de la guarnición, creyéndose insultados, atropellaron la redacción del periódico. Ni eso es nuevo, ni es militarismo. Además, no concibo yo que censuren las violencias de los militares los que más necesitan a los militares. Lo de la ley de las Jurisdicciones es una forma de civilizar al ejército, dándole sitio en la mesa de los burgueses, y poniéndoles a soplar cuchara. El problema de España no es el «militarismo», mi querido Mateo, es el «generalísimo», la gran calamidad del ejército cuyas primeras víctimas somos los militares.

El viejo Espadón hablaba con la boca llena, salpicando de calducho a diestro y siniestro, sin importarle que los fideos saltasen sobre su perilla de chivo veterano. El Mateo le volverá a encontrar de nuevo, en Barcelona, así y como quien dice el otro día. El viejo Espadón venía de tapadillo y su intención era embarcarse con destino a Cuba y hacer parada en Canarias, tierra que le vio nacer. Pero bajo este propósito había otros dos encubiertos. El uno era traerse de Cuba a hombres con ganas de entrar en acción. El otro era traer hasta Barcelona la cascara del artefacto. Una soldadura belga camuflada dentro de una maleta de buena factura y con la que el Mateo viajaría a Madrid.

Había quedado con él para almorzar en el hotel de Oriente, un hotel de timbre y categoría donde el viejo Espadón se alojaba. Una mesa para cuatro personas. Las otras dos personas iban a ser el Quico y el Emperador del Paralelo. Ya en la mesa, levantaron barricadas de papel y las envolvieron en el olor picante del vinagre. Asestaron cuchilladas al cochinillo relleno de tomates tiernos y, con aceite tibio, pringaron el pan de las sopas. A los postres, brindaron por el futuro con el mismo cava con el que se escancian los sueños y que enrojeció las mejillas del viejo Espadón, siempre tan dispuesto para los escarceos con la botella. Después de la ingesta, el viejo Espadón y el Quico cogieron juntos el tranvía. El Mateo y el Emperador del Paralelo esperaron dos o tres tranvías más y, al final, tomaron uno que les dejó muy cerca de la casa donde vivía el segundo. La visita de Mateo fue breve, el tiempo que tardó en recoger la maleta que esperaba en el recibidor.