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Hasta entonces, el último milagro había ocurrido el año pasado en París, a la salida de la ópera cuando, al ir a adentrarse en una calle oscura, retumbaron los bajos de su carroza. «Gajes del oficio», parece ser que dijo un joven Alfonso XIII, mientras se componía las ropas tiznadas de pólvora. Aquello se contaba por Madrid como si se tratase de una gracia.

El pueblo reducía su mitología a Cristo, a la Virgen, a algunos santos festeros y a la familia real que, desde no sé sabe cuándo, había sido elevada a la categoría de los dioses. Y ahora había quienes, no contentos, oscurecían de sangre el viejo cuento. «Propaganda por el hecho», lo llamaban. Y el teniente Beltrán había sido el encargado de contenerla. Desde aquella reunión mantenida con el Cojo, haría cosa de dos meses, no sólo habían perdido valor sus galones y su voz de mando, sino también su posición en el Cuerpo. A partir de ahora, cualquier inspector le podía dar órdenes. A partir de ahora, en cualquier momento, la más pequeña negligencia se convertiría en excusa para su cese.

Lo ocurrido en París, justo un año antes, había afianzado aún más la inmortalidad de Alfonso XIII. Buby se había convertido en un pequeño dios al que el fantasma del anarquismo, pretendía asustar sin éxito. El rey, además de la fidelidad del ejército, contaba con la fidelidad de su Guardia Real y de todos los serenos y soplones, a los que había que sumar la Policía Montada, cuerpo creado por el Cojo para justificar los dineros invertidos en una partida de yeguas. El citado organismo equino lo dirigía gente de confianza, criada en caballerizas reales. En su visita a Francia, el rey no contó con tanta seguridad como la desplegada en Madrid por aquellos días. Además, poco o nada podían hacer los anarquistas ante un rey con baraka. Según providencia, Alfonso XIII había nacido con privilegios de Dios. Y ante tal asunto no existe pólvora, ni química, ni nada que se le parezca, a la hora de tumbarle. Lo demostró cuando chico, cuando a punto estuvo Buby de morirse por las fiebres. Y lo reafirmó en París, el año anterior. «Gajes del oficio».

Por no hacer asco al presidente de la República francesa, el joven monarca había asistido a la representación de Sansón y Dalila, en la Opera de París. Malditas las ganas, pues Alfonso XIII arrastraba una resaca de órdago y lo último que le apetecía era escuchar música. Para él, aquello no era más que un teatro donde los actores cantaban como si les estuvieran degollando. No había heredado la afición de su padre por el género operístico. Pasada la media noche, acabó el espectáculo y el rey, todavía algo aturdido por los excesos del día anterior, se subió a un coche descubierto para regresar al Quai d’Orsay. Le acompañaba su anfitrión, monsieur Loubet, presidente de la República.

El joven monarca iba reconstruyendo las escenas que le habían llevado a tal resaca; la velada con la gallega en el Weber’s y los pechos suculentos que le hicieron recordar las antiguas bomboneras de palacio; aquellos estuches siempre dispuestos sobre el piano de su tía Isabel, la Chata. Volviendo a la noche anterior al atentado, el rey pidió champaña y la gallega solicitó un vaso specialité de la casa que, por el color, el joven monarca dedujo que se trataba de cerveza. Cuando la gallega acercó su boca al oído del rey y le dijo lo que era, a éste se le clavó la nuez en el botoncillo del uniforme. Lo que pasó después, es lo que suele pasar cuando se encienden dos temperamentos verriondos. La gallega, mujer experimentada que había desgastado los colchones de algunos aristócratas, tiró del mantel, provocando un gran estruendo de cristalería. Acto seguido, aplastó sus nalgas sobre la mesa y dejó caer las piernas sobre los hombros del joven rey, que sorbió a buches cortos. Ella relinchaba como yegua disfrutona, vaciando las inquietudes contenidas en su pilón.

A la Bella Otero, mujer gallega de sexo inflamado como tripa de gaita, le subía las fiebres el aliento del joven rey. Cuando introdujo sus dedos, se escuchó el chisporroteo, lo más parecido a una sartenada de pajaritos fritos puesta al fuego alto. El joven rey se los llevó hasta la nariz, y aspiró con exquisito refinamiento el perfume histórico que toda mujer guarda en sus entrañas. Y con estas cosas iba el joven rey acomodado en la carroza, componiendo los fragmentos de la noche anterior, magnificándolos en su cabeza borbónica cuando, al adentrarse en la Rué Roñan, justo en el momento de doblar a la de Rívoli, escucha otra vez silbar. Es el aviso. De inmediato llega la detonación. De los salones de alto copete, la historia había saltado a las calles y ahora se contaba en los insomnios de las tabernas de todo Madrid.

Había ido a París a buscar novia y se encontró de frente con la sombra de un fantasma que le arrancaría el sueño de cuajo. Aquella noche, a la salida de la ópera, la pesadilla del anarquismo se le pegaría para siempre al lienzo de los calzoncillos. Por mucho que Buby intentase disimularlo, el miedo también lo sufren los dioses aunque no les esté permitido confesarlo. A partir de entonces, su futuro asomaría lleno de imprevisibles emboscadas. Justo un año después de aquello, el presagio de que muy pronto iba a adjudicarse otro milagro, puso las tripas de la policía a funcionar antes de tiempo. «Eso es como limpiarse el culo antes de cagar», apuntó el teniente Beltrán, en el despacho del Cojo. «Y discúlpeme, su excelencia, pero así lo pienso».

Sin abandonar la plasticidad de su discurso, el teniente Beltrán fue poniendo otros ejemplos. Le intentó explicar al ministro que un fanático, dispuesto a morir, es siempre el mejor método para eliminar a un rey, cuando un rey se exhibe en público.

—Pero hay tan pocos que estén dispuestos a arriesgar su propia vida que, de esos pocos, sólo hay que preocuparse lo suficiente, no sé si me explico, su excelencia.

—Sí, hombre, que la mayoría de los anarquistas son ateos aunque parezcan cristianos —soltó el Cojo.

Y fue añadir esto y, con el mismo dedo, sobre un papel salpicado de café, ponerse a trazar el plan. «Arenal, Sol, carrera de San Jerónimo». El Cojo enumeraba las calles por donde pasaría la comitiva. Con la voz ronca de oporto, iba refiriendo las horas y las posiciones, concentrando la mayoría de los efectivos en la iglesia y salteándolos en el trayecto. Al teniente Beltrán le tocaba hacer doblete. «Guardia en la iglesia y escolta para el coche de respeto, a la vuelta».

—Vamos a ver, la única forma de anular un atentado es adelantarse a él. No sé si usted no me entiende o yo me explico, su excelencia —le contestó el teniente Beltrán, de seguido, levantando el pescuezo, y poniendo a la vista la matraca obsesiva de una nuez que pinchaba a los ojos.

—Sí, claro, lo mismo que la víspera de la Coronación —soltó el Cojo, muy resuelto.

Entonces el teniente Beltrán acusa el reproche y corta, afilando la mueca de su cara, como si sufriese del hígado:

—Si me permite decirle, su excelencia, aquello estuvo bien planeado. En una taberna por los Cuatrocaminos hicimos el arsenal y pusimos el cebo. Tiene narices el regaño. Además de ser cartuchos inservibles se vendieron a buen precio. Trinqué al Palacios, al Antonio Apolo y al cabrón del Tigre, aunque luego quedase en libertad.

—Y de Francisco Suárez, se olvida usted, Beltrán.

Entonces sus ojos alcanzaron los del Cojo que eran prietos y rasgados, como los de un reptil que anuncia su mordedura.

—Francisco Suárez, si me permite recordarle, su excelencia, murió de insolación. Era a mediados de junio y hacía mucha calor. Congestión solar, dictaminó el forense.

—Vaya por Dios, una insolación un tanto discriminatoria. Ni usted ni ninguno de los guardias que acompañaban al preso la sufrieron, creo recordar.

—Dios es así, siempre castiga a los ateos —y esbozó la mueca, como si no pudiese completar la sonrisa.

Ante la exposición del teniente Beltrán, el Cojo tuvo a bien decir que eso mismo pensaba él. Además, como el Cojo era hombre siempre dispuesto a premiar, gratificaría a los que, al igual que el teniente Beltrán, hicieran doblete. «A la noche, guardia en la iglesia, por el día, escolta del cortejo». Y con éstas, el Cojo pudo seguir señalando con el dedo el lugar que correspondía a cada momento. A las nueve de la mañana saldría la primera comitiva de Palacio. La berlina de gala que llevaría al rey, a su cuñado y a su sobrino, y que tomaría Bailen hasta Arenal, y de allí cruzaría la Puerta del Sol, y continuaría carrera de San Jerónimo abajo, hasta llegar a Neptuno. «En ese momento, más o menos, saldrá la novia del Ministerio de Marina en el coche de caoba», apuntó el Cojo, como si todo lo tuviese calculado con tanta anticipación. «Dentro irá acompañada por la reina María Cristina». El teniente Beltrán, con el plomo de sus ojos, seguía el dedo del ministro. El Cojo trazaba el itinerario igual que si fuera una lección de escuela. «A la vuelta, el cortejo tomará por Alcalá, cruzará Sol hasta llegar a Mayor y, de allí, seguirá a palacio».

El Cojo lo reducía todo a algo tan simple como un juego de chiquillos en el que los traseros más sensibles siempre salían perdiendo. «No hace falta decir que todo esto es información confidencial». Cuando el Cojo acabó, el teniente Beltrán le acercó la cara hasta olerle el aliento. Fue directo. Quería contemplar un anticipo a cuenta. El Cojo, con arrugas de astucia en el marco de los ojos le dijo que sí. Y sin apartarle la cara, añadió: «La noche de la guardia, se le adelantan un par de horas para que pueda cenar y adecentarse». Con la lengua contenida entre sus afilados dientes, el teniente Beltrán agarró el papel que había sobre la mesa.

La marca que había dejado el dedo del Cojo, y que mostraba el recorrido del cortejo, se asemejaba a un ocho trazado con mal pulso. Sobre el lamparón de café, la señal donde se estrangulaban las líneas: la Puerta del Sol. El teniente Beltrán dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo.