Según las instrucciones recibidas, el Mateo tenía que informar al enlace de todos sus pasos, así como dar cuenta de cada novedad o alteración en el plan. «Una célula de apoyo en la que sus miembros no están trivialmente conectados», le dijo el Quico. «Ésa es la única manera de que pase desapercibida». Luego, en su mismo tono científico, el Quico le seguiría explicando que, de esta forma, al estar así relacionados los miembros de la célula, son sensibles a cualquier tipo de cambio. «Desde fuera, es imposible abortar el funcionamiento de la célula pues, la célula, es como si no existiese a los ojos de la policía y de sus chivatos». Luego, el Quico le recordó lo que pasaba en Madrid según recuentos, y que, de cada tres personas reunidas, dos eran policías y uno chivato. «También hemos de contar con las adversidades climáticas —subrayó el Quico—, y siempre resulta sospechoso un hombre esperando bajo la lluvia».
El lugar elegido era un sitio cubierto, al principio de la calle Alcalá, y que todo Madrid conocía como la horchatería de Candelas. El mismo sitio donde el Mateo quedó con el Camba, dos años atrás, para pagar arreglo por lo del Apolo. Además era el local donde trabajaba la camarera que llevaba un reguero de pólvora por cabello, la misma que le había parecido ver a la mañana, en el andén de la estación. Según instrucciones del Quico, el del enlace estaría en la horchatería las medias horas de las horas pares, a partir de las ocho de la tarde y hasta media hora más de la medianoche. «O sea, ocho y media, diez y media y doce y media», le atajó el Mateo al Quico, con cierta impaciencia. Así que, dando las ocho y media, bajo las luces confusas por la lluvia, el Mateo entró en la horchatería y se quitó el sombrero.
Caminaba como si no pudiera domar el dolor íntimo. El tintineo de los vasos y el cascabel de las risas se le pegaban a la ropa con un sudor frío. Atravesó nubes de humo hasta llegar al mostrador, donde dejó su sombrero y pidió un vaso de horchata que bebió de pie y sorbiendo en pajita, a la vez que lanzaba miradas a la redonda. Siguiendo las instrucciones del Quico, la señal visual consistiría en algo tan común como un periódico. «Pero cuidado, no un periódico cualquiera, Mateo —le advirtió el Quico, antes de darle el nombre—. Se trata de un periódico de come-curas, se trata de: El Motín». El Mateo cortó una sonrisa con el cuchillo de sus labios, como dando a entender lo acertado que había estado el Quico en cada uno de los detalles.
A partir de ese momento, sus ojos claros navegarían sin cesar, bordeando todas y cada una de las mesas, mientras las bujías rebotaban en los espejos como relámpagos en cielo de tormenta. Al final, los ojos del Mateo arrumbaron en la mesa más turbia, la del rincón, donde había un hombre de bigote espeso y mejillas como brasas. Estaba arremangado y con la visera echada hacia la nuca. Con los codos sobre la mesa leía un periódico. De vez en cuando, se llevaba la mano hasta la cazurrería de su mandíbula y miraba a un lado y a otro del local. Sus hechuras contrastaban con las del hombrecito sentado a la mesa de al lado, de tan pequeño pongamos que raquítico. Tenía ojos de sapo y poco más. El Mateo volvió al hombre que leía, arremangado y con los codos sobre la mesa. Hubo un momento en que levantó el periódico y entonces el Mateo alcanzó a leer la cabecera: El Motín. Entonces, el Mateo dejó el vaso en el mostrador y, con el sombrero entre los dedos, fue hacia allí. Cuando pasó por la hilera de las mesas del centro no pudo evitar el roce de la camarera rubia. Y le lanzó su sonrisa imitadora, prieta entre unos labios tan finos que resultaban dolorosos.
Para reconocer al del enlace, el Quico le señaló al Mateo que hiciese una pregunta concreta. «¿Sería usted tan amable de darme la hora?», por ejemplo. Y si la respuesta se daba abstracta, entonces no había duda, se trataba del enlace. Así que el Mateo se acercó al del periódico y le preguntó la hora en voz baja, arrastrando las palabras como si temiera dañarse los dientes con ellas. Y fue entonces, cuando el hombrecito, pongamos que raquítico, se levantó de su silla con un brinco de rana y, así, se puso en el suelo, alzando sus ojos de batracio hacia el Mateo. «Color violeta. Hip. Camaleón hip, hip mineral», soltó de golpe, al igual que si tuviera la boca llena de cristales.
Y sin dar tiempo a más, el de las mejillas como brasas enrolló el periódico y, como diciendo «cuidado conmigo», amenazó al borracho que se hacía pasar por sapo. «Color violeta. Hip. Camaleón hip, hip mineral». Pero éste no se amedrentó hasta conseguir lo que quería, un puntapié que le desplazó hasta la hilera de mesas que había al centro. «Color violeta. Hip. Hip, hip».
—Anda y ve a la casa a dormir la curda —le advirtió, con todo su vozarrón, el hombre de las mejillas coloradas—. Y no molestes.
El Mateo asistía a su cometido con asombro. Sus ojos reflejaban las ganas que tenía de evadirse del momento. Sin embargo, el vozarrón le detuvo:
—Me llamo Isidro Ibarra, usted disculpe —le dijo al Mateo, tendiéndole su mano de dedos iguales que tripa choricera—. Me llamo Isidro Ibarra y usted debe de ser el que viene de parte del Quico, de Barcelona.
El Mateo apretó los labios y los bigotes se le ciñeron a la boca. Hizo un esfuerzo para estrecharle la mano.
—No te preocupes por éste. —Señaló al hombrecito de los ojos de batracio—. Es un pintor cornudo que anda borracho. Tú, ni caso.
Después de las presentaciones, el tal Isidro Ibarra se ajustó la visera, ciñendo su talento, e invitó al Mateo a compartir mesa. Y estaban recién sentados, cuando apareció un hombre de aspecto extranjero y con el pelo como hilaza. Venía acompañado de otro tipo, flaco también y con el rostro afilado y los ojos verdosos. Isidro Ibarra hizo las presentaciones. «Aquí el Polaco, aquí Paquito Coperfil y aquí un amigo que viene de Barcelona y es anarquista». El Mateo simuló una sonrisa que parecía cortada a golpe de hacha.
—Anarquista. Hip. Yo no me uniré jamássss, a la causa. Hip. Propaganda por helecho. Hip. Juajua. Por helecho —saltó el pintor cornudo con la boca llena de cristales.
—Que te calles, ya, Francisco Goya y vete a la casa a pintar cuadros. Que aquí tenemos que pintar asuntos importantes —le regañó el Isidro Ibarra con las mejillas subidas de tono.
—Hip. De color violeta. Hip. Violeta.
En esos momentos, el Mateo era lo más parecido a un espectro al que hubiesen herido con el cuchillo de la realidad. Fue la voz de la camarera rubia la que le sacó del lienzo. «¿Qué va a ser?».
—Chevecha, hip —saltó el pintor de los ojos de batracio, levantando el dedo índice—. Una chevechita, hip.
Por vincularse de nuevo al grupo, más que por apetencia al refresco, Mateo Morral pidió horchata. El Isidro Ibarra y el tal Coperfil pidieron cerveza. Y el Polaco pidió un tinto con sifón, de carrerilla y marcando mucho el acento, como si lo hubiese aprendido en algún manual de gramática. Cuando la camarera rubia fue a por el encargo, las cejas de Morral se levantaron de asombro ante el proceder de los elementos de la célula, distraídos ahora en gulusmear, a través del espejo, todas las promesas que unas nalgas contenían. La camarera llevaba el pelo recogido en una trenza de mecha rubia que le llegaba hasta la grupa, y que hipnotizaba los ojos presentes.
—Mare mía. —Apuntó el Paquito Coperfil.
—Anda al cuidao con ella, que esa gachí anduvo liada con el Cojo —le comentó el Isidro Ibarra al Mateo, bajando la voz hasta la confidencia cerda—. Mucha mujer pa un hombre al que le falla la pierna. —Y se llevó la gorra a la nuca, desatando su talento. Y, ceñudo, carcajeó con estruendo. Después de la broma, el Isidro Ibarra propuso una adivinanza—: A ver, o teta brava y de pezón rugoso, o liso y llano y espontáneo. A ver, se admiten apuestas.
El Polaco se inclinó por la primera opción. Para él no había duda alguna, la camarera rubia pinchaba el uniforme, dijo, pronunciando las erres como si fuesen ges, produciendo un efecto de lo más cómico aunque al Mateo le pareciese lo contrario. Pasatiempos aparte, el Mateo se mostraba tenso. Inclinó su cuerpo y se llevó la mano a la cintura, como si con el solo roce de los dedos calmase su enfermedad secreta. Desde el suelo, el pintor seguía croando:
—Por helecho, hip, no soinarquista, hip, por eso soinchatable. Hip —farfullaba, intentando decir «Intachable, no soy anarquista y por eso soy intachable».
Entonces el tranviero se rascó la mejilla, que sonó áspera, como si en vez de piel tuviera lija:
—Haz el favor, Francisco Goya, y vete a la casa. Que no te lo tenga que decir más veces. O qué pasa, que el español es ahora una lengua muerta y prefieres que te lo diga éste en catalán. —Y señaló al Mateo.
Los espejos retrataban el conflicto, de frente y de perfil. Afuera se cerraba la noche y el rostro del pintor era igual al de un sapo que se repetía desde los distintos ángulos del local. Entonces vino la camarera rubia, y sólo tuvo que cerrar los dedos sobre el vaso de horchata, al ir a servirlo, para estimular las babas de los allí presentes. Poco después, se montó la bronca. Fue cuando la camarera rubia brindó al respetable todas las promesas que hacían temblar la carne de su falda y las manos del pintor palparon más de la cuenta. No contento, el de los ojos de batracio se puso cargante y, en su descargo, vino a decir que, si algún día tenía dinero y la fama le sonreía, no iba a tener necesidad de cambiarse de acera, que a él le gustaban las mujeres.
—Y no como otros, hip, que les gustan sólo por guardar aparien… hip… cias.
El Mateo respiró por la boca y un ramo de venas marcó sus sienes. Entonces, como obedeciendo a una inspiración súbita, sin mediar palabra, el Isidro Ibarra tuvo su arranque bracero. Y agarró al pintor por las solapas y le reprendió:
—Sepa usted, que este hombre —señalando de barbilla al Mateo— nos viene de Barcelona y tiene más de cinco duros y sigue siendo anarquista. Y yo, aun sin dinero, sigo siendo un hombre.
—Hip. No me disimulesss hip que en el abanico te lo rompierooon. Hip.
Fue al decir esto que, el pintor batracio, disparó una salva de perdigonazos por la boca, aperitivo de lo que vendría después, cuando Isidro Ibarra le levantó en vilo, dejándole con la cabeza próxima al ventilador y las puntas de los pies cada vez más lejanas del suelo. Entonces, de dos arcadas, el pintor desaguó todo, esparciendo gamas de color que iban del pimentón al vino tinto.
—Joer, qué asco. Llévenselo a la Casa Socorro. —Isidro Ibarra, soltándole de golpe. Plam. Al suelo.
A la sazón, el Polaco y el Paquito Coperfil se remangaron con urgencia para oficiar de enfermeros. Y fue al ir a agacharse, que al tal Paquito Coperfil se le rompieron los pantalones por donde más cruje. Un sonido escabroso y empinado que abochornó las orejas del Mateo, poniéndoselas del mismo color que la sobrasada. En contraste, su cara se había puesto pálida, como la de las figuras de cera. A todo esto, el pintor seguía tirado en el piso, revolviendo las sombras de su propio vómito en una muestra efímera de lo que es el arte, pues no tardó en llegar la camarera rubia con el cubo de serrín.
—Este tío no ve na más que jilgueros. Qué digo yo jilgueros, este tío no ve más allá de sus propios cuernos —refunfuñó el Isidro Ibarra, con mucho gesto de brazos.
—Está borracho —consiguió decir el Mateo, con la voz igual a la de un hombre torturado que, para respirar, abre la boca.
—Con más razón —protestó el Isidro Ibarra.
—La muerte, hip, nunca podrá estar legitimizada, hip, por ideas políticas —apuntó el pintor, llevado a hombros entre el Polaco y el Paquito Coperfil.
Mateo intentó decir algo también, pero lo sujetó con el filo de sus labios. Le volvió el rapto de rigidez que acusó en la cintura. Y se echó la mano a los riñones.
—Paga la cuenta, que nos damos el piro —le ordenó el Isidro Ibarra con todo el cazurreo de su mandíbula.
Afuera la noche venía caliente y, al doblar la esquina, por donde La Equitativa, les llegó el aliento de un perro enfermo.
—Las putas cloacas, desde que levantaron el edificio, menuda peste —refunfuñó el Isidro Ibarra, con una mano en la boca y la otra en la bragueta—. Espera, que voy a cambiar el agua a las aceitunas. —Y así, se desabotona, y se pone contra la fachada de La Equitativa—. Joer, menuda peste.
El Isidro Ibarra hace circulitos mientras orina y el Mateo se fija en el detalle, a la vez que se aproxima hasta él. Va con la mano ajustada en la boca, como una trompeta, que le pone en la oreja al Ibarra. Y cuando el Mateo le suelta que no va a atentar en la iglesia, el sonido espumoso se corta de golpe y hasta las cucarachas huyen despavoridas. La luna llena del reloj de La Equitativa marcaba las diez y media de la noche.