14

El sonido espumoso del chorro apaga por unos momentos la gritera que viene de la calle. La sangre de su micción salpica los bordes del orinal que sostiene a pulso, con el dolor prendido en la cara. El Mateo se fija en la roseta viva de su carne enferma, cruzada por oscuras venas de alquitrán. Es el precio de la última noche, en Barcelona, llevado por una mujer que se dejaba querer a cambio de dinero y que recibía en la habitación de una casa de la calle de la Esmeralda. Cuando el crepúsculo empezó a llenarse de murciélagos, llevado por una morbosidad enfermiza, el Mateo fue a buscarla.

La dueña de la casa le condujo hasta el final del pasillo y le indicó una de las puertas. Abrió y la encontró envuelta en la penumbra de una bata larga, abierta al lado de la pierna, dejando a la vista el arranque del muslo y la seda de la media. Llevaba el cabello recogido con horquillas en un moño alto y el Mateo presenció el bocado de su larga nuca, el movimiento de las piernas bajo el roce canalla de la carne. A la media luz del quinqué, advirtió la cicatriz de espejo que hundía su mejilla y le afilaba el pómulo. El fulgor frío que emitían sus ojos desiguales, completaba el cuadro. Luego, descubrió el dibujo clavado a la pared. Un desnudo de carne pintada del que no se desprendería nunca, lo más parecido a una enfermedad secreta de la que también se hubiera infectado la memoria. «Soy yo, cariño, aunque no me parezca», le dijo ella, mientras se soltaba el pelo sobre los hombros morenos y alargaba el trazo de los labios en una sonrisa. «Soy yo, cariño», repitió, con las horquillas en la boca, mostrando el pómulo quebrado por la cicatriz, insinuándose con garabatos de sombra en la cara oculta de sus muslos. Sentada sobre la cama y, sin sacarse las horquillas de la boca, se peinó un poco con los dedos. La luz de acetileno, sobre la mesilla, silueteaba las aristas de su cuerpo.

Luego, le empezó a contar que se lo hizo un pintor andaluz. «Malagueño, creo», de cuando ella trabajaba en una casa de la calle Aviñó. Los ojos del Mateo saltaron por encima de la indecente desnudez de su ignorancia, para recrearse en las esquinas de la carne pintada sobre el cartón, en el pecho emputecido de pólvora gitana y también en el pelo oscuro que afloraba bajo su vientre y que no se dejaba ver, pero que se intuía bajo las arrugas de la sábana. Mordió las aristas de su nuca y se perdió entre las nalgas gemelas. Una fiesta de chicha y pintura que se enfrentaba a las garras de la tradición para devorarla en mil pedazos, hasta descomponerla en bordes, picos y puntas desvergonzadas y cercanas al plano divino. En el descanso de los cuerpos, cuando el nuevo día anunciaba la partida, ella le cogió la mano y, con la voz ronca, le pidió que se la dejase leer. Fue abrírsela y, de inmediato, saltar de la cama. «Lárgate —le dijo, sin mirarle a los ojos—. Lárgate».

Ahora, días después, en los ojos del Mateo afloraba el recuerdo, un recuerdo más preciso que cualquier retrato. Y después de sacudirse las últimas gotas, guardó el orinal en el cajón. Y fue a coger algo del suelo cuando acusó la dolencia de nuevo. Entonces, con los ojos pesados de cansancio se tiró en la cama. En el suelo seguía el trozo de barra, algo doblado en sus extremos y que había conseguido en una herrería por Barquillo. Luego se levantaría a recogerlo, ahora tocaba respirar profundo, sobre la cama deshecha de temores. A su lado seguía el realce de la bomba. Con cara amarga, el Mateo se volvió hacia ella. Hasta entonces, para él, todas las mujeres habían sido un código secreto cuyas claves desconocía. En su búsqueda, le habían sembrado la semilla de una enfermedad íntima. La misma que le traería hasta Madrid, sin más equipaje que una maleta.

La tarde que llegó a Madrid cerró el trato. Después de haberse presentado ante el joven pintor para darle las gracias por la habitación, «hasta el jueves por la mañana no la ocuparé», el Mateo decidió ir andando hasta la plaza del Progreso. Eran las seis y media de la tarde y el cielo sombrío se reflejaba en los adoquines. Hacía calor en Madrid y las gentes más precavidas salían con paraguas a la calle. Sin embargo, los currelantes, ajenos a todo pronóstico, pintaban las rejas de los edificios, así como las fachadas y los bancos de la plaza. Quedaban los días contados para lo del enlace del rey y había que emplearse de lo lindo en causar una buena impresión a tanta visita extranjera.

Pasada una vaquería donde se respiraba el olor a alfalfa recién rumiada, quedaba el café llamado del Vapor. Con las primeras gotas de lluvia cayendo sobre su sombrero, el Mateo empujó la puerta. Encima de la silla, la caja de un violín mostraba el terciopelo rojo de sus tripas vacías. De pie, un joven, con pelos como flecos sobre los hombros, afinaba su instrumento. Era como si, con el arco del violín, cortase las lonchas de un jamón exquisito. En el escenario, otro joven descubría la tapa del piano. Era alto y tenía la cara como un bizcocho, culpa de una viruela mal curada. Con los primeros compases de unas valquirias lloronas, el Mateo se acercó con sorna.

—Sin duda alguna, y por mucho que lo disimuléis con vuestro poco talento, se trata de Wagner.

El del violín saludó a Mateo de barbilla y siguió afinando donde lo había dejado. Entonces el pianista, como si reconociera la voz, dejó de aporrear las teclas y exclamó:

—Mateo, dichosos los ojos que te ven. —Y de un salto abandonó el escenario, fundiéndose en un abrazo con el Mateo—. Dichosos los ojos, Mateo, dichosos los ojos que te ven. —Repetía en cada palmada. Luego, ya con más reposo, le preguntó qué era lo que le traía al Mateo por Madrid.

—Vine esta misma mañana —le contestó el Mateo—. Asuntos de negocios, ya sabes, lo de los libros. Me enteré de que habías dejado el Nuevo Levante y que ahora estabas contratado aquí. —Y juntó los labios en una fina sonrisa—. Y aquí ando.

—Asimismo, Mateo, pero hasta las ocho no arrancamos. Vamos mientras a tomar algo. —Y le señaló con la mano uno de los divanes despeluchados de la esquina, invitándole a sentarse.

Pidieron unos cafés. Leandro Rivera, así se llamaba el joven pianista de la cara picada, hacía gala del éxito que estaba cosechando. Su nombre, junto al del violinista Felipe Martín Pindado, venía pegando fuerte en Madrid. «Ya tenemos más tablas que el carpintero del Arca de Noé». El Mateo contuvo la sonrisa al borde de la taza. También le dijo que no sólo los jóvenes más atrevidos iban a escuchar a Wagner, sino también viejos bujarrones. El Mateo afiló la gracia de su sonrisa y preguntó si también paraban por allí los Cambas, aquellos hermanos gallegos a los que el Mateo no veía desde hacía un par de años. Entonces el pianista de la cara de bizcocho entendió todo.

—¡Qué! ¿No te han pagado todavía?

El Quico le advirtió al Mateo que arreglase el asunto cuanto antes. Había que cuidarse de los Cambas, dos hermanos gallegos con la boca muy abierta. «Chivatos, se dicen anarquistas pero, por menos de una peseta, abandonan trinchera». El Mateo tuvo en cuenta la indicación del Quico. Por eso, su primera noche en Madrid se puso en el café que hay en la plaza del Progreso, junto a una vaquería.

—No, no me pagaron —contestó el Mateo—. Pero tú no les digas nada. Tan sólo les comentas que ando buscándolos.

—Suelen pasar a última hora, a la una de la mañana.

—¿Y el Antonio Apolo?

—Hace que no lo veo, la tira. Desde que lo entraron en el abanico.

—Pero, al final, salió, ¿verdad? —preguntó Mateo, enmascarando su interés con un sorbo de café—. Eso es lo que dicen, pero yo no lo he visto.

Dos años atrás, durante una de sus estancias en Madrid, a cargo del Quico, el Mateo conoció a todos. Fue por mediación de un joven extremeño, Antonio Apolo, cuando el Mateo entró en contacto con los Cambas. El Quico iba a sufragar los gastos de un periódico de esos que la gente de orden denominaba «de ideas avanzadas», y que tenía, como fin, estimular la incorporación a filas de futuros revolucionarios. La redacción quedaba en la calle Fomento y el periódico se titulaba El Rebelde. Y allí que se presentó el Mateo, con un paquete de monedas atadas y una idea en la cabeza. En cuanto se echó mano al bolsillo, la idea ganó capacidad en lo que a transmisión se refiere. Y lo de preparar un atentado contra Maura se convirtió en asunto fácil. Como tapadera pusieron la propaganda y colocación de las obras que publicaba la Escuela del Quico. Un trato comercial, a ojos vista de la policía. Los libros a cuenta eran del Reclus, del doctor Lucien Henault y de Charles Malato, libros que ni se devolvieron ni acreditaron su colocación. Pero eso al Quico le importaba poco, y menos aún al Mateo, aunque lo disimulaba.

—Mira tú que fue chica, la que le cayó al Apolo por lo del Maura —añadió el pianista, mientras relamía el azúcar del fondo de la taza. Sobre el escenario, su compañero hacía maullar el violín—. Mira tú que fue chica.

—Déjate de puñetas, peor fue la del Artal. Un crío, buen chaval, que todavía anda pudriéndose en el penal de Ceuta.

—Qué me vas a contar, mira tú, que ni los toreros se acercan tanto.

La puerta se abrió y un hombre, envuelto en un traje oscuro y salpicado de lluvia, entró en el café. Se trataba del mismo que el Mateo había visto en la barbería, a la mañana, y cuyos labios presentaban el aspecto del pulpo crudo sobre el merengue recién aplicado de la espuma. «Márcame patilla». Cuando pasó por su mesa, el pianista bajó la cabeza y sus mejillas se pringaron con el aceite de la vergüenza. El Mateo, con la taza en su mano, plegó el cuello y apretó los ojos, como si así pudiera contener el dolor. Y sopló el café. Pegó un sorbo y volvió a interesarse por el Apolo. «Hace más de un año que le soltaron, eso tengo oído». Y dejó la taza sobre la mesa y con disimulo de su mano acomodó el dolor de la entrepierna.

Tal como habían acordado, el Quico mandó los libros donde el Apolo. A los pocos días de recibirlos, vino el cheque y, a continuación, la visita de un hombre con los barrenos de dinamita. «Aquí traigo las velas». El hombre dijo llamarse Ceferino Gil y ser riojano, además de anarquista. A continuación fue detenido, junto con el Apolo. La cosa no le pintaba bien al Quico, que siempre sospechó del chivatazo. Por lo mismo, cuando entraron al Apolo en el abanico, el Mateo tuvo que regresar a Madrid para componer el asunto. Esta vez no llevaba monedas atadas, sino un talón. Así que el Mateo quedó con uno de los Cambas, el más espabilado, un gallego de buena planta con el brillo impostor en sus ojos morenos. El lugar de la cita fue una horchatería de la calle Alcalá, donde el edificio de La Equitativa, no tenía pérdida. El Mateo llevaba un talón por doscientas pesetas. Más que generosidad del Quico, aquello era la compra de su silencio. Y como el Apolo estaba recién entrado y su mujer, la Felisa, no tenía quien la cubriera, con el talón que el Julio Camba llevó a la Felisa, no sólo tapó su boca, sino también la del Apolo, que cumplió condena con los cuernos astillados pero guardando silencio.

«Los Cambas y el Apolo», le había repetido el Quico, como si aquel dato, envuelto en el papel de la aprensión, formase parte de las instrucciones. «Tienen que saber que andas por Madrid, buscándoles. Que no se encuentren contigo de sorpresa. Sospecharían del atentado y nos aguarían la fiesta». Y así hizo el Mateo, el mismo día que llegó a Madrid, dejándose ver en el café del Vapor, donde un joven andaluz con cara de bizcocho aporreaba las teclas de un piano y otro, taciturno, hacía maullar de necesidad las sonoras tripas de su violín. Dando las ocho y diez, con los primeros compases de unas valquirias flamencas, el Mateo se marchó. Afuera, la lluvia había cesado y el resuello de las cloacas llegó como un golpe a su nariz.