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En lo que respecta a doña Virtudes, ni el arte del maquillaje conseguía esconder los contornos simiescos de su cara. Como tampoco el traje malva lograba ocultar el color de la ropa interior, amarilla de tristeza. Doña Virtudes nunca fue querida por Alfonso XII. De todos era sabido que el rey murió enamorado de María de las Mercedes, también en el pudridero. Luego tuvo sus aventuras, como la de aquella cantante de ópera que le daba el do de pecho en las habitaciones más íntimas de la carne y que todos conocían con el sobrenombre de «la Favorita». Cuentan que doña Virtudes se quedaba penosa en palacio, contemplando a través de la ventana la llegada del rey, siempre extenuado, arrastrando el sable por el patio de armas. Los chismes de palacio andaban de boca en boca y, de las cocinas, pasaban a la calle y, de ahí, a las tabernas, donde se bebían a tragos. Y así fue por todo Madrid conocida la afición de Alfonso XII por el adulterio. Bien mirado, los líos de la carne eran un motivo más de hombría para apuntalar la Restauración.

Ahora, en la iglesia, doña Virtudes presentaba la apariencia acartonada de las momias. Sus ojos, de primate enfermo, delataban que en el fondo de sus tripas se desencadenaba una úlcera. Ella, siempre tan quisquillosa, andaba molesta por tres asuntos en lo respectivo a su nuera. De todos ellos, que el teniente Beltrán supiese, sólo dos tenían arreglo. Como la elección de una mujer protestante no era del todo satisfactoria para palacio, hicieron el apaño de su conversión hacía unos meses. Y no sólo alteraron su religión, sino también su nombre. Ena de Battenberg pasaría a llamarse Victoria Eugenia.

Fue a primeros de marzo, en San Sebastián, en una ceremonia privada, aunque festejada por las gentes que, no pudiendo contener el entusiasmo, lanzaron cohetes y chupinazos. Los balcones de las casas se llenaron de colgaduras y el rey lució su uniforme de húsar. Al teniente Beltrán le contaron que, en Miramar, en la capilla de palacio, toda adornada con rosas y claveles, la princesa realizó los trámites cubierta por un velo que parecía virginal de tan blanco. Ofició la ceremonia el obispo de Nottingham, asistido por los de Vitoria y Sión. El «Nottingham» y el «Sión» repetían en los Jerónimos.

De las otras infamias, el teniente Beltrán sabía que una se iba a arreglar en breve. En cuanto se casase el problema quedaría solucionado. Su título nobiliario y su grandeza serían, a partir de ese momento, del agrado de doña Virtudes. La tal Ena de Battenberg era hija del gobernador de la isla de Wight, lo que para el teniente Beltrán era algo así como ser gobernador de isla Perejil. Harto de una atmósfera asfixiante, el padre de la futura reina de España huyó a África para combatir con patriotismo inglés por el trono de un simio. No llegó nunca a su destino, la malaria le agarró a traición en el barco que lo conducía a su heroica quimera. Su cadáver arribó en Inglaterra dentro de un ataúd fabricado con latas y empapado en ron de caña, para su mejor conservación. Al final, la vergüenza consiguió maquillarse de la mejor forma posible, esto es, no dándole importancia ante la opinión pública.

Sin embargo, quedaba otro dato, peliagudo y difícil de manipular, y que tenía que ver con la enfermedad de la sangre más que con cualquier formalismo. El teniente Beltrán también estaba al tanto. Lo de la hemofilia era de difícil arreglo y el rey tendría que contener sus ganas de arañar las carnes de su esposa. Desde su puesto, el teniente Beltrán se fijó en las manos de la futura reina, de una piel tan blanca que parecía que llevara guantes. También se fijó en la madre, la princesa Beatriz. Sus ojos tenían el brillo artificial de las piedras falsas. El teniente Beltrán llegó a la conclusión de que, en Inglaterra, la belleza de las clases altas se refugiaba en las hembras. Sólo en ellas la aristocracia no era decadente. No había más que echar un vistazo al hermano de las bragas escocesas para darse cuenta de lo acertado que andaba el teniente Beltrán en sus elucubraciones.

El teniente Beltrán siempre sospechó que el infierno empezaba justo al atravesar el umbral de una iglesia para dar el «sí, quiero». Por eso duraba en estado de soltería y con aventuras que no pudieran comprometerle. Había veces que tenía apetencias de carne fresca, un pelín cruda y sin adobos. Entonces, se acercaba hasta la calle San Marcos, donde había una niña a la que dejaba ejercer a cambio de favores. Había otras veces que se ponía en la calle Tudescos, en un prostíbulo situado en el mismo edificio de una funeraria. Lo regentaba una tal Sophy, inglesa y con el pubis tan blanco como sus cabellos. La dicha, además de recoger a las chicas descarriadas y darles alojamiento, hacía lo mismo con los gatos. Tendría más de una docena y, a todos, había puesto collar de cascabel, consiguiendo un efecto sonoro tan estúpido que al teniente Beltrán le sacaba de quicio. En el salón vegetaba un piano con la cola abierta y copioso de excremento gatuno. De vez en cuando, la Sophy se plantaba delante de las teclas y conseguía arrancar melodías dispersas, uniendo al ambiente puteril, el sonoro hedor de las cagarrutas. Eso era tan sólo un detalle.

Aunque tenía sus años, la tal Sophy aún conservaba las carnes duras y picantes. Fue cocotte en el extranjero y todavía atesoraba cierto aire de puta aristocrática. Una finura que había quien confundía con frigidez. Sin embargo, el teniente Beltrán sabía qué botones había que apretar para que la tina de la Sophy se encharcara y por su boca salieran esos gemidos, mezcla de placer y de martirio. Sólo con ponerla de rodillas, y con la cabeza gacha hasta tocar el suelo, la Sophy se dejaba brutalizar bajo la luz de las bujías. Ofrecía sus nalgas con delicadeza, como si estuviesen colocadas sobre una bandeja de plata falsa y desvergüenza.

El teniente Beltrán introducía su virilidad, como desahogo, en la negra poza abierta al centro. Y ella iba después, sin lavar sus canas íntimas, a sentar sus posaderas sobre el taburete duro, poniéndose al piano como si nada. A sus años, el teniente Beltrán era capaz de echar dos y hasta tres piezas sacramentales, eso sí, sin encadenar pero, tampoco, sin hacer penitencia. Por decir no quede que, la otra noche, desahogó el contenido de sus genitales al fondo de las nalgas de una hembra casada, además de buen ver para todo lo que tenía parido. Cinco pequeños que berreaban, mientras ella se dejaba montar como perra hambrienta. Fue su propio marido el que le llevó hasta aquel piso de la ronda de Segovia. El teniente Beltrán le tasó nada más verlo entrar. Venía preguntando por el gobernador pues decía ser amigo suyo. «Éste es un cornudo agradecido», masculló Beltrán. Y no se equivocó en lo más mínimo.

«El gobernador no está, si fuera usté amigo suyo sabría que a estas horas descansa». Entonces el hombre, que dijo llamarse Juan Soto y Conde palideció y, algo nervioso, se puso a contar que había venido a hablar con don Juaquín, el gobernador, por ser conocido de su esposa, y tener un asunto urgente. «Ya», dijo el teniente Beltrán, repasándole con el plomo de los ojos. Aquel hombre le venía con un cuento para poder vivir del cuento. Según le refirió al teniente Beltrán, hacía poco que un desconocido había abordado a su esposa haciéndole una propuesta. La proposición cargaba dinamita pues, el mismo día de la boda, tenía que entregarle al rey, a la salida de la iglesia, un ramo de flores. El desconocido le gratificaría con diez mil pesetas. «Ya», le cortó el teniente Beltrán, mientras sacaba una caja de puros y, sin ofrecer, se llevaba uno a la boca. Mordió un extremo y lanzó la pregunta: «¿Su esposa está en casa, o está trabajando?», y fue cerrar la interrogación y escupir al suelo.

Ahora en los Jerónimos, con el recuerdo todavía fresco, entre olor a incienso y toda la parafernalia de la liturgia, el teniente Beltrán se tiró de la chaqueta y equilibró la percha. Hubo más toses y carraspeos. Después se escuchó la voz engolada del cardenal Sancha, haciendo vibrar las vocales en su tabique nasal:

—Alto y poderoso señor don Alfonso de Borbón y Habsburgo, rey católico de España, pregunto a vuestra majestad, como pregunto también a vuestra alteza, princesa de Battenberg, Victoria Eugenia Julia Ena María Cristina, si alguno de vosotros conoce algún impedimento para la celebración de este matrimonio o para su validez o legalidad; es decir, si existe entre vuestra majestad y vuestra alteza algún impedimento de consanguinidad, afinidad o parentesco espiritual; si tenéis hecho voto de castidad o de religión; y finalmente, si hay algún otro impedimento pido que lo declaren ahora y aquí mismo, y lo mismo reclamo de todos los aquí presentes.

Decían que era carlista y que se le notaba en su interpretación, pero el teniente Beltrán no pudo advertir el énfasis. Lo que sí pudo advertir fue la seña que el cardenal hizo a Niño, el cuñado del rey, al ir a dejar el báculo. Una mímica a la que el napolitano respondió de inmediato, muy sutil, nada que tuviese importancia, un mero gesto, el de echar la cabeza hacia un lado, casi invisible a los ojos de los no iniciados. En palacio, un cuchillo de temores afilaba su hoja detrás de cada puerta. Del rey abajo todos andaban metidos en un juego que al teniente Beltrán se le antojaba infantil de tan sencillo. Simplón, como mover las piezas de un retablo. Si a él le dejasen no se andaría con contemplaciones. Se emplearía a fondo con la tía Eulalia, «Vamos ya, vale de enseñar las bragas al cochero, a partir de ahora me las vas a enseñar a mí», algo así le diría, o mejor aún, ordenaría que se las quitase y que no se las pusiese en todo el día. Castigada a ir desnuda por palacio, la tía Eulalia sería la primera en recibir correctivo por parte del teniente Beltrán. Y a la nueva cuñada, a la tal Ena, tres cuartas partes de lo mismo y por detrás, que es por donde más escuece, una y otra vez, hasta dejarle las carnes hundidas y los ojos sin sangre. Si a él le permitiesen cruzar el umbral y ponerse en el laberinto de intrigas pueriles, pasear su chulería por todas aquellas encrucijadas de salón y alto copete, si a él le dejasen, sería otro cantar. Sin embargo al teniente Beltrán le había tocado esquivar el lado más afilado de la hoja sin cruzar la puerta. Para él lo crudo, para ellos lo cocido.