A los tres días de llegar a Madrid, había tomado posesión de la habitación que daba a Mayor. En un principio, el patrón le quiso colocar en otra, una que daba a la calle Factor. «Por donde también se verá el cortejo», le dijo. Sin embargo, el Mateo volvió a repetir que andaba interesado en una que diera a Mayor. «Tengo compromiso, ya le dije; unos parientes a los que quiero invitar a ver el acontecimiento». Dicho esto, el Mateo se llevó la mano a la cartera y al patrón se le vino encima la manera de remediar el asunto. Dispuesto a abrir un nuevo balcón si llegara el caso, el Pepe Cuesta le dijo al Mateo que había un huésped que podía aceptar el cambio.
Había sido el Quico el que santeó el punto de Mayor, 88. Cuando el Mateo, recién llegado de París, le aseguró que no iba a atentar en la iglesia, entonces el Quico, llevado por un impulso de esos a los que era tan propenso, improvisó un plan sobre la marcha. En la misma escuela, mientras preparaban la acción sobre una pizarra llena de números y flechas, le dio dos puntos estratégicos para atentar al paso del rey. «La fonda de la calle Arenal, para la ida», ése era el uno. El otro era otro más puñetero.
Según palabras del Quico, se trataba de un cuarto con balcones a Mayor y que ocupaba un pariente del doctor Lucien Henault. «Además de buen chaval, una joven promesa de la pintura que acababa de ganar un premio de importancia». El Mateo escuchó atento el santeo del Quico. «Anda por Madrid y, con motivo de las bodas reales, quiere aprovechar y alquilar su cuarto por estar situado en calle importante». Al Quico le brillaban los ojos de astucia. Había cazado el punto al vuelo, a partir de un comentario dicho con toda la inocencia del mundo en una conversación cotidiana que quedaba libre de toda sospecha. Y así se lo pasó al Mateo. Y de esta manera, el Mateo, a la tarde de su llegada a Madrid y recién afeitado, se acercó hasta el número 88 de la calle Mayor.
Cuando tuvo delante al patrón se dio cuenta, era un hombre común, que le sucedía lo común a la mayoría de los hombres. Víctimas de la represión que sobre ellos ejercen sus esposas, el ingenio se les aviva para ir sobreviviéndolas, o por lo menos eso es lo que dan a entender. Sin ir más lejos, las pasadas navidades, el Pepe Cuesta había perdido los cuartos en la lotería y, desde entonces, el hombre andaba con la moral por los suelos, como se suele decir. Su mujer, la señá Ana, era todo un reproche. Así que ahora, con la aparición del nuevo huésped, no sólo iba a taparle la boca a su mujer, sino también iba a abrirle las piernas.
El Mateo desconocía el detalle de la lotería, sin embargo, como hombre al que nunca faltó dinero, sabía que el aroma malicioso de unos billetes despertaba el ingenio, además de aliviar la represión. Y en cuanto sacó la cartera, el Pepe Cuesta saltó raudo a dar el precio. «A un paso de palacio, los balcones se cotizan», justificó. El Mateo, con la sonrisa contenida en la fina línea de sus labios, soltó a tocateja un billete de quinientas que tembló entre los dedos del Pepe Cuesta. «Ozú». Por lo pronto, el Mateo dejó pagado hasta el 5 de junio, como si necesitase un margen de tiempo que le diera seguridad y eliminase sospechas. También le dio un par de días al pintor, tiempo suficiente para que mudase sus bártulos. Tres días después, el Mateo ocuparía la habitación. Con tal arreglo dando brincos en su pecho, el Pepe Cuesta bajó de seguido hasta donde Baliñas, la taberna de abajo, y pronto vino con el cambio. Entonces el Mateo le entregó la cédula de identidad sin habérsela pedido, más que por dar fe y ponérselo fácil a los investigadores, lo hizo por propio egoísmo. Así no había posibilidad de volver atrás.