9

Todo el mundo se pone en pie. Las medallas y los botones lanzan chispas. A la derecha del altar, destaca el color escarlata de los cardenales. Detrás del rey va Niño, su cuñado viudo, luciendo un pulido bigote y con un atuendo que al teniente Beltrán se le antojó más acertado para un domador de leones que para el heredero al trono. De igual forma, se fija en los pantalones, azul celeste, que se gasta. Los lleva tan prietos que son la comidilla de las damas de la primera fila. ¡Oh! Hasta los oídos del teniente Beltrán llegan las murmuraciones, los excesos de secreción salivar provocados por el tamaño del sable del viudo; un corte de templado acero y que le venía, perdonando la manera de señalar, hasta poco menos de las rodillas. Algunas pretenden ver el luto en su rostro y cuchichean recordando a la que fue su difunta esposa. Sin embargo, el rostro de Niño no refleja emociones. De su mano va el infantito, todo vestido de blanco. En un descuido de su padre se soltó y, desorientado por el acontecimiento, tomó la delantera a su tío, el rey. Corría como si le hubieran frotado el culo con guindillas. La de Santo Mauro salió en su ayuda, antes de que la cabeza del infante embistiera contra el altar mayor. Y se le llevó sacristía adentro. Angelito.

A las once menos diez, por su reloj de bolsillo, el teniente Beltrán ocupó su puesto de nuevo, donde la tribuna reservada a la prensa. Desde allí pudo columbrar al Cojo. De vez en cuando, el ministro volvía su cuello y le pegaba un repaso, no sólo a él, también lo hacía con los inspectores destacados. Rodríguez, Pons y Ceballos. Al Cojo siempre le había gustado hacer que hacía algo. Aunque, a decir verdad, y a saber del teniente Beltrán, lo único que hacía el Cojo era lo que se denomina bajar a la tina. Por lo mismo, en los Grandes Salones, el Cojo era considerado todo un Honorable Pilonero. El teniente Beltrán tenía oído que, en sus años mozos, se lo tascaba a la infanta Eulalia. Eso fue de cuando anduvo por Bolonia, clavando codos y estudiando los tejidos celulares de la sociedad con pelos en la lengua. Por aquella época, la infanta Eulalia era una joven de mantecas delicadas donde el Cojo acomodaba su pierna más corta.

Cuando el rey se arrodilló a rezar en uno de los sitiales del trono, el Cojo pidió ayuda a Maura y a Canalejas que andaban por ahí cerca. Y el teniente Beltrán, a ver qué remedio, alcanzó el almohadón de lienzo tiznado de betún y salivazos frescos por la parte del escudo real, y ahí clavó sus rótulas. Y juntó sus manos en señal de oración. Pasaron los minutos y el rey se mostró inquieto. Culpa de los nervios tuvo un acceso de tos. Momento de alivio en que los allí presentes aprovecharon, incluido el mismo teniente Beltrán, para estallar en cien toses distintas con sus correspondientes carraspeos. Cuando el rey se hartó de expectorar, se incorporó. Entonces, y sólo entonces, la gente se puso en pie. Y se volvieron a escuchar toses, abanicos y murmullos.

El teniente Beltrán consultó su reloj, eran las once y diez pasadas y la novia que no aparecía. El rey miraba a un lado y a otro, mordiéndose el labio que le caía carnoso e hinchado como vagina de mujer en celo. El teniente Beltrán guardó su reloj en el chaleco y volvió a clavar sus pupilas sobre la infanta Eulalia, ahora en pie, con los muslos pegados y sin perder el aire de zorramplina que le había hecho famosa. Por el rabillo del ojo, la infanta Eulalia calculaba los relieves morunos a través de las gasas, como si los quisiera convertir en memoria para luego hacerlos revivir en los momentos más indecentes de su alcoba. Física recreativa, llamaba a eso. Tiempos vivos en los que, cocida por un fuego de íntimos soles, la tía Eulalia rellenaba con carne magra la tripa del cagalar de un cerdo. Y le daba al asunto.

Cuando, del exterior, llegan los retumbos del gentío junto a los primeros compases del himno inglés, entonces la Chata vuelve a golpearla en el cogote. Clack. Y la diadema cae al suelo. El primero en entrar es el príncipe Alejandro Alberto de Battenberg y sus hermanos, uno de los cuales va ataviado con falda escocesa. El teniente Beltrán supone, nada más verlo, que también llevará bragas. Detrás, y del brazo de su futura suegra, va la novia. Ena de Battenberg.