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Con el mismo pie abrió la hoja de la persiana y una losa de luz aplastó su cara. Haciendo visera con la mano, se asomó al balcón. Llegó a ver la catedral a medio hacer, junto a palacio, el legado sentimental de un rey que murió sifilítico. Al frente de donde se encontraba, el Mateo atisbo otra iglesia. El Quico le tenía dicho muchas veces que estábamos en un país de curas donde todo tenía un origen divino. «Incluido el hambre, Mateo». Luego, sus ojos fueron a zambullirse en el palco, junto a Capitanía, y el Mateo detalló las sombrillas de las damas, la sotana de un cura y la escalera, cada vez más abarrotada de gente. En la puerta de Capitanía había trajín de escoltas, ayudantes y ordenanzas. El Mateo se fijó entonces en el joven fotógrafo, cargado de trípode y maletín que intentaba buscar ángulo. También se fijó en un hombre vestido de forma elegante, en el bigotón como un brochazo sobre el labio y en las cejas continuas, como las de un búho, culpa de la sombra que pintaba la chistera. Llevaba un periódico bajo el sobaco que abultaba demasiado, tanto que cualquiera podría haberse dado cuenta de que allí ocultaba algo.

El Mateo le reconoció. Sin duda alguna se trataba del mismo hombre que ayer noche esperaba en la puerta de la horchatería, fumándose un puro, mientras él recibía las últimas instrucciones del enlace, un tipo coloradote, de bigote espeso y dedos tan gordos como chorizos. «No salgas a la calle hasta que no escuches una segunda detonación», le advirtió el del enlace al Mateo. «Es por tu bien». El Mateo apretó los ojos en señal de represión. Era tarde para venir con cambios. Y eso, sumado a la cazurrería con la que el hombre del enlace se sujetaba el mentón, impidió al Mateo advertir que no hacía falta más que una bomba, la que él iba a lanzar. Y que el remate sólo se podía hacer con bala, para lo cual no se necesitaban bombas, sino lo que el viejo Espadón llamaba «esto». Entonces sus ojos se abrieron al dolor y, no pudiéndolo contener, se lo agarró con las dos manos. La camarera rubia pasaba por su lado con una bandeja y el del enlace seguía con las instrucciones. «Una vez en la calle, y sin perder tiempo, has de llegar hasta donde el periódico El Motín, en la calle Ruiz, número 4, no tiene pérdida, segunda casa a la derecha viniendo desde la plaza del Dos de Mayo», le siguió diciendo el del enlace. «Una vez llegado hasta allí pregunta por José Nakens». El Mateo arrugó la nariz ante el olor a condumio tripero que salía por aquella boca. «Recuerda, no salgas a la calle hasta después de la segunda detonación, es por tu bien y recuerda las señas, calle Ruiz, 4, periódico El Motín, Nakens», le repitió otra vez el del enlace, ahora con el vaso de cerveza prieto en el puño. «Nakens, calle Ruiz, El Motín, Dos de Mayo, segunda casa a la derecha». Y mientras el Mateo memorizaba el punto, el hombre coloradote se bebió lo que le quedaba de cerveza al vaso, y arrastró su silla. «Salud, camarada». Acto seguido, se aplastó la gorra de visera y se marchó. Entonces, el Mateo no tuvo por menos que seguirle con la mirada. Afuera le esperaba el otro tipo. Un desconocido de constitución fuerte y que se gastaba un bigote semejante a una pincelada de betún sobre la boca. Por la tensión que conservaba en el cuello, se advertía a todas luces que se trataba de un militar o de un ex presidiario, o tal vez de las dos cosas. Y por el rectángulo del ventanal de la horchatería, el Mateo pudo ver cómo se perdía calle Alcalá abajo, seguido a pocos pasos de distancia por el hombre coloradote que hasta ese momento había servido de enlace. Sin duda alguna se trataba del mismo que en ese momento estaba en pie, cerca de Capitanía, con un periódico doblado bajo el sobaco, como si en vez de periódico llevara un paquete. La mancha del bigote oscuro, y el puro humeante entre los labios, saltaban a la vista. Y apoyando las manos sobre la baranda del balcón, forrada con el rojo y gualda de las banderas, el Mateo fue a sacar el cuerpo para atisbar mejor, cuando se dio cuenta del corte en los dedos.

Al final, la bomba se le había llevado dos bocados al ir a cerrarla, uno para el índice y otro para el dedo medio. Escupió en las heridas y las frotó. De un puntapié cerró las hojas de la ventana y volvió a abrir la puerta de su cuarto. Con la mano herida en el bolsillo llamó a la sirvienta y le pidió, por favor, un jarro de agua para aseo. Echó la llave y, en la penumbra, lavó bien su mano, envolviéndola después en un pañuelo. Y cerró los ojos, como si con ello pudiese ensordecer los latidos que rebotaban contra las paredes de su cráneo. Tictac, tictac, tictac. Sobre la cama, cubierta por un trozo de sábana, esperaba una bomba Orsini a la que sólo quedaba colocar fulminante. La destapó y empezó a mirarla con necesidad, como si se tratase de una mujer a punto ya de abandonarle.