La multitud levantó una polvareda que le emborronó la vista. Nadie quería perderse el desfile de carros, carritos y carruajes, todos ellos repletos de reyes, príncipes y dioses de una mitología condenada a la fatalidad. No obstante, igual que si fueran inmortales, los elegidos se lucían ante la mirada arrebatada del pueblo. Así caballos y dueños se igualaban, pifiando de orgullo animal, mientras los cascabeles sacudían su eterno tintineo, las herraduras arrancaban chispas fugaces de los adoquines y todas las gargantas gritaban al unísono: «¡Viva el rey!».
El teniente Beltrán no pudo disimular el odio interior que le mordía. Un resentimiento que flotaba en el plomo líquido de sus pupilas. Sus ojos eran los de un soldado que había llegado a teniente defendiendo la sombra de una bandera. Los mismos galones por los cuales él había tenido que sudar pólvora, aquel niñato los había rebasado en grado y privilegios desde el mismo día de su nacimiento. Así estaban las cosas. Por un lado, el teniente Beltrán aborrecía al rey y, por el otro, estaba obligado a protegerlo. De ello dependía que pudiese llegar a viejo con cierto decoro, que no le cesasen de empleo y sueldo, vaya. Y con la mueca de asco, como si no pudiese completar la sonrisa, el teniente Beltrán se acercó hasta la berlina de gala. «¡Viva el rey!», gritaba la gente prieta en aceras, tejados y florestas. «¡Viva!». Al teniente Beltrán le vino hasta los dientes el brusco latigazo del orgullo. Con la soberbia del jefe militar que nunca dejó de ser, el teniente Beltrán hinchó el pecho e imperó: «¡Abran paso!».
La voz entró en la sangre de toda aquella montonera de gente. Mujeres con niños de teta en los brazos, tenderos de barrio, costureras, señoritos con la mano larga y solteronas que defendían su trasero como podían de los ataques carnales, todas y todos se retrajeron con la sacudida de la voz del teniente Beltrán, dando igual la condición de cada quien y menos aún la de cada cual. La mayoría de los allí presentes llegaban de localidades tan remotas como lo podían ser Porrino, Baeza o Chiclana, por poner un ejemplo. Y por no faltar, allí no faltaban ni los maricas. El teniente Beltrán reconoció al inspector Merlo. Iba con la pestaña rizada y sacudía el abanico con desvergüenza, agitando la carne de sus labios espolvoreada de pimentón, como el pulpo que ponían donde La Coruñesa. El teniente Beltrán no se asombró por verle allí, en el palco que habían montado a la entrada, a un lado de la escalera, donde las damas de alcurnia. Era notorio que los invertidos también tienen su sitio en la monarquía desde los tiempos de Paquito Natillas. La llama de una herencia que, lejos de la genética, quemaba de puro vicio. En definitiva, para el teniente Beltrán, todo aquello no era más que un espectáculo hecho a la medida del pueblo español; un pueblo que, sobre todas las demás cosas, siempre ha cargado con el peso de la voluntad divina.
Por lo mismo, el despliegue de doseles, flores y luces, le parecía más apropiado para una feria de barrio que para un casamiento real. Sin lugar a dudas, para el teniente Beltrán, eran ceremonias de esas que tienden a impresionar mucho más cuando las cuentan que vistas de cerca. Con todo y con eso, se mantenía con la pupila alerta, sospechando que la respuesta libertaria no tardaría en llegar. El teniente Beltrán sabía reconocer a más de cien pasos el olor picante de la pólvora, el tufo a pies de los ministros y también el de la tierra quemada por la guerra.
El día que nació Alfonso XIII, Perico Beltrán era un joven que brillaba al sol del mediodía con su uniforme vistoso y elegante de Guardia Civil. Flaco y seco como un charal, a sus diecinueve años, aún peinaba rizos que después aplastaba bajo el tricornio de hule negro. Frente a palacio, montado sobre un caballo que no era ni blanco ni pío, con la actitud erguida y la bayoneta descubierta en la punta del rifle, Perico Beltrán contaba los cañonazos que venían anunciando la entrepierna de la nueva criatura. Cuando, después del quince, llegó el cañonazo número dieciséis, la mueca de asco le cruzó la cara y siguió maldiciendo por cada cañonazo siguiente, diecisiete, dieciocho, y así hasta el veintiuno que notificaba la hombría del recién nacido.
Ni siquiera su nombre, Alfonso, se había inventado para él. Hijo único, además de póstumo, y sin hermanos varones, sin piezas de recambio en el juego monárquico, aquel recién nacido iba a ser la esperanza de los unos y el objetivo de la violencia de los otros. Renegados que nunca admitieron que Alfonso XIII había nacido con lo que los moros llamaban baraka. Buena estrella. Con todo y con eso, y a pesar de la baraka, Perico Beltrán estaba obligado, no sólo a defenderle, sino también a dominar el resentimiento brutal y despiadado que le forzaba a despreciarlo. «¡Viva el rey!», se escuchó decir a una voz tras el último cañonazo. «¡Viva!», exclamaron todas las voces al unísono. «¡Viva!». Desde ese mismo día, Perico Beltrán se escamó, como si supiera de antemano que aquel niño con baraka iba a traerle más de un problema.
Pocos años después, cuando Alfonso XIII era un canijo caprichudo y su tía, la Chata, le sacaba a pasear Madrid en coche de caballos, a Perico Beltrán le tocaría estar atento con lo que al rey chico le gruñían por las calles. El grito libertario cada vez era más numeroso y, por lo tanto, más preocupante. Sin embargo, a la Chata parecía como si le gustase tal jaleo pues, cuando escuchaba el vocerío, apartaba los visillos y mandaba al cochero ir más despacio. Apretando la nariz a la ventanilla empezaba a ladrar, con fuerza, así hasta ensordecer el grito libertario. Con éstas, la Chata daba cuenta de dos cosas. Por un lado, del mecanismo de defensa que empleaba ante los ataques y, por el otro, de la protección enfermiza con la que envolvía a su sobrino. Siempre que al rey chico se le antojaba salir, ella le acompañaba en sus paseos. La Chata se ponía aquel sombrero que era lo más parejo al excremento de una vaca, se lo ataba con un lazo a la sotabarba y, después de aupar al rey hasta la berlina, daba orden al cochero. «¡Hala, al salón del Prado!».
Cada vez que, desde lo lejos, le gritaban hijaeputa y el insulto libertario hería sus orejas, la Chata aplastaba la nariz a la ventanilla. Y se ponía a ladrar: «La Isabelona nunca fue puta, no tuvo necesidad de cobrar, al contrario que vuestras madres, cabrones». Al rey chico los ladridos y bravatas de su tía le llenaban de arrojo y le ponían gamberro. Otra de las veces que salieron a pasear, y que los libertarios apedrearon su carroza e hirieron al cochero, el rey chico se bajó las prendas interiores hasta la rodilla y enseñó retaguardia y partes colgantes a los agresores. Raro era el día en que esas y otras cosas no pasaban en la Corte.
Ahora Alfonsito había crecido y con él había crecido el número de cabrones que le querían matar. El teniente Beltrán conocía a unos pocos. Desde que llegó de batirse con el moro en la guerra chica, y se incorporó como teniente al catorceavo tercio de la Guardia Civil, el terrorismo anarquista había pellizcado la carne sobrante de España hasta retorcerla en nombre de las hambres y de la justicia social. Cada vez que el teniente Beltrán escuchaba lo de justicia, seguido por lo de lo social, la mueca le cruzaba el gesto y disparaba un salivazo como ofensa. ¡Zas! Al suelo. Cuando poco después fue llamado para tomar la Jefatura de la Judicial de Madrid, el teniente Beltrán sintió el pellizco. Y con ese profundo desprecio por el peligro que le había caracterizado contra el moro, colgó el uniforme y se dejó crecer un bigotón que perfiló aún más su mueca de asco.
Mandó hacer unos trajes de buen paño para pasearse en el invierno, de colores sufridos y que remataba con bombín. Ahora que los rizos habían caído, su cabeza desnuda era un buen blanco, más para los fríos madrileños que para las balas. Tal era así que, llegados los calores, el teniente Beltrán no esperaba a más y colgaba el sombrero detrás de la puerta del despacho, por miedo a que la primavera incubase algo bajo aquel hongo. Entonces empezaba a salir a cuerpo, la cabeza descubierta y su traje de tres piezas color garbanzo, que mandó hacer a medida en un sastre de la calle Alcalá. La pechera rígida de almidón y el chaleco cruzado por la cadena del reloj le daban un aire distinguido. Le gustaba pasearlo con los pulgares en los bolsillos y hundiendo los riñones, marcando el territorio de una ley que siempre beneficiaba a otros, pero que a él también le amparaba. Desde que, por mediación de Primo de Rivera, fue llamado a ocupar la Jefatura del cuerpo especial de Policía para luchar contra el anarquismo, delante de sus ojos habían pasado un buen puñado de anarquistas. Y el que no lo era, al final acababa confesando serlo.
Sus métodos, de una atrocidad que no hacía concesiones a la clemencia, resucitaban los momentos más oscuros del Santo Oficio. Iban, desde atar las muñecas de los presos con cadenas de clavos, que él denominaba cristianas, hasta aplicar el habano encendido al miembro viril del acusado, frunciéndolo de llagas. Algunos de ellos no le sobrevivieron, como ese que decían el Suárez, al que después de tortura tuvo que dar el paseíllo hasta el penal de Ocaña. «Vamos, tira». Y a la que iba por el camino de Pinto, el teniente Beltrán le metió zancadilla y, con la culata, le abrió la nuca. Fue a mediados de junio y hacía calor. En la misma redada cazó al Tigre, que luego dejaron libre por mediación del general Weyler. Con el Enano de la Venta, como el teniente Beltrán le llamaba, nunca se sabía. Sin embargo, de Weyler abajo, Beltrán sabía cómo tratar a aquella mancha de cabrones. Conocía a todos los que andaban por Madrid. Llevaba sus rostros grabados en el mecanismo de la memoria. «No necesito más archivo». Así se lo hizo saber al Cojo, el día después de hacerse público el enlace, delante de los policías que habían llegado del extranjero.
El Cojo los reunió en su despacho junto a los demás inspectores de distrito. Fue Merlo el que ofició de traductor. Se hallaba en pie, a la derecha del Cojo, con la repulsiva viscosidad de sus labios mojados y listos para interpretar el discurso. Mantenía los ojos hambrientos, igual a los de un perro con necesidad de ser culeado, y llevaba las mejillas con abuso de cosmético. La ristra de inspectores madrileños empezó a encender puros. Antes de arrancar, el Cojo pasó revista con la mirada de reptil a todos los allí presentes, uno a uno, dándose tiempo para que sus palabras impactasen en las entendederas más rígidas. «Será asunto prioritario salvaguardar el presente de la Restauración borbónica y, con ello, salvaguardar el futuro de un pueblo que engalana sus balcones para dar la bienvenida a la nueva reina», dejó dicho el Cojo en una introducción crujiente de pomposidad. Merlo traducía los silencios y la hilera de policías extranjeros contenía la tos ante los disparos de humo. Según dejó dicho el Cojo, todos los sospechosos de ser desafectos al régimen habían de ser rastrillados y puestos en la fresquera del abanico. Serán días largos en los que los Rondines peinarán Madrid sin más relevo que el de sus propias fuerzas. Los serenos y limpiabotas también se mantendrán alerta. Se iba a cumplir un año de lo del atentado en París y el recuerdo envolvía Madrid con el mismo tejido fatal con el que se hacen los sudarios.