El novio no había llegado aún, pero la pompa carnal de su familia, por parte de abuela, calentaba los asientos. Las pupilas de plomo del teniente Beltrán atravesaron a la tía Eulalia. Mantenía el cutis lozano, de hembra satisfecha, y llevaba unos trapitos que hacían peligrar la reputación de la monarquía. El teniente Beltrán se recreó en la chicha tibia que transparentaba su vestido blanco. Era famosa en palacio la ternura lubricante de su entrepierna. Aquella mujer llevaba la sexualidad cosida a sus ropas y el teniente Beltrán la llevaba en ficha. Por lo mismo tenía sabido que su padre fue Miguel Tenorio de Castilla, secretario particular de la reina y tascador de bajos al servicio de la corona.
Al citado varón no sólo le adjudicaba la paternidad de la tía Eulalia, sino la de las infantas Paz y Pilar, esta última también en el pudridero. Según la versión oficial, murió tísica antes de cumplir los dieciocho. La tuberculosis siempre fue recurso en palacio a la hora de publicar el dictamen forense de sus miembros. El teniente Beltrán, hombre de sueño corto y alterado, bien sabía que lo que mató a la infanta fue un disgusto. A cualquier otra le hubiese pasado igual de haber sabido que su novio la palmó en África, saeteado por un zulú y por donde más duele. Sin ir más lejos, la infanta Paz, un año más joven que su hermana Pilar, se agarró a escribir poesía para no ser arrastrada por la pena. Ahora, Paz se había convertido en una mujer de ojillos tiernos y que ceñía su porte rechoncho en un vestido color manzana, con manto a juego. Al ir a sentarse, se le enganchó en uno de los sillones.
Los moros fueron los primeros en llegar a la iglesia. Hundiendo sus babuchas relucientes en la alfombra, cubiertos de gasa y pachulí, iban tomando asiento. Al verlos, la tía Eulalia emitió un suspiro, antojo de noches estrelladas y serpientes lúbricas alrededor de sus ingles. Y se relamió el hocico con la majestad de una yegua disfrutona y regia. El teniente Beltrán detalló los avances de la tía Eulalia en lo que ella llamaba física recreativa y que era materia sobre la que destacaba, muy por encima de sus hermanas. En lo que respecta a íntimas exigencias de la carne, la infanta Eulalia había salido a la madre. El teniente Beltrán tenía una teoría al respecto. Para él, la raíz de su comportamiento se podía encontrar en el vertedero de la infancia, escalando montañas de basura y carne infecta de catolicismo y flaqueza. Ahora, en la iglesia, la tía Eulalia apoyaba las palmas de las manos sobre los muslos abiertos, algo inclinada pero sin perder el porte del cuello, tampoco el ojo, cercano a los realces que lucían los moros de la embajada marroquí.
Luego, cuando llegaron los duques de Génova y, detrás, los príncipes de Gales, la infanta Eulalia se puso en puntillas para poder seguir al detalle las evoluciones de la carne; buscándole el ángulo más propicio, empinándose sobre uno de los cojines. Pero el gozo le duró poco tiempo, lo que el archiduque Francisco Fernando de Austria tardó en ponerse delante con sus bigotazos como los cuernos de un carnero. El citado no se sacó los guantes blancos en todo el tiempo, igual que si padeciese alguna enfermedad de la piel, o peor aún, como si evitase en todo momento revelar la línea de un destino escrito en la palma de su mano. Y más allá andaba el príncipe de Portugal saludándose con el gran duque Vladimiro y, detrás, el príncipe de Grecia y, más al fondo, la figura oronda y grasienta del médico que le trata las almorranas al maharajá de Kapurthala.
La Chata iba y venía por la iglesia. Seguía con el trajín, colocando y recolocando príncipes despistados, gobernando la situación, toda ella sobrada de carnes y con mucho aire de abanico. Hubo un momento en que la Chata montó el lío. Faltaba el cojín donde a la hija de la Coburgo le correspondía reclinar sus piernas. Y la Chata aprovechó, llevando la queja como una vergüenza a arrojar sobre la organización del espectáculo. O sea, sobre el gobierno. Y así, la Chata se plantó donde los ministros, todos compuestos con sus casacas oficiales cortadas en París, oh lâ lâ, y cuyo gasto había originado la última crisis ministerial. Y con estas cosas, la Chata aprovechó la falta del cojín para convertirlo en falta de cojines y obsequiar, así, a los ministrables con un juego de palabras que ahora no viene al caso, pero que provocó la subida de colores en todos los allí presentes. Tonalidades que iban desde el escarlata hasta el rojo salmón, muy en contraste con el vestido amarillo con el que la Chata arropaba el exceso de su anatomía; tornasol de una patria que, por aquel entonces, ya anunciaba su descomposición. Al final, las rodillas de la princesa de Coburgo compartieron el cojín con las de su hija.
A todo esto, el teniente Beltrán no perdía relleno. Arrojaba el plomo de sus pupilas sobre la infanta Eulalia, mujer divorciada, con hijos mayorcitos y que seguía corrida de picores. Nunca había visto a una princesa tan absorta en sus pensamientos. Con los ojos tropicales, y manteniendo la mirada hipnótica, apretaba las rodillas, rozando un muslo contra otro, así como quien no quiere la cosa. Ya llegaría la Chata a sacarla de sus temperaturas con un golpe de abanico, cerrado y en toda la cabeza, que le descolocó la diadema. Clac. «Cruza las piernas, rediós, hermana». La infanta Paz se llevó la mano a la boca para reír a gusto. Y todo esto ocurría en la iglesia cuando, afuera, empezaron los compases de la marcha real. Chinda, chinda, tachinda chinda, chinda, tata chin chin chin.
Entonces, el teniente Beltrán bajó de la tribuna, con permiso, a la vez que pisaba botas relucientes y serias hebillas, perdón, zapatos de charol y blanco piqué. Con el brío, el teniente Beltrán llegó hasta la puerta de la iglesia y, con la mano en la pistola, salió hasta la calle. Según su reloj, eran poco más de las diez y media cuando la berlina de gala hizo su aparición entre el gentío. «¡Viva el rey!», se escuchó una voz desde la escalera. «¡Viva!», coreó la muchedumbre. Al compás de la Marcha real, ocho corceles bayos, peripuestos y relamidos tiraban del carruaje. Chinda, chinda, tachinda chinda, chinda, tata chin chin chin.