A media hora larga de la iglesia, un joven espera al filo de la cama. Su corazón es una bomba de relojería que descuenta segundos en cada latido. Tictac, tictac, tictac. Se llama Mateo Morral, es natural de Sabadell y ha venido a Madrid a matar al rey. Mientras tanto, ocupa una habitación del último piso, abierta al jaleo de la calle Mayor. En la penumbra de su cuarto todo inspira desconfianza. Desde el gabán, lo más parecido a un hombre al que hubieran colgado de la percha, hasta la raya de luz que se filtra a través de las persianas y que, semejante a un cuchillo, amenaza su cuello. A partir de este momento cualquier detalle va a ser motivo de una interpretación viciada.
Apenas pudo conciliar el sueño pero el relieve de su cabeza había aplastado la almohada hasta dejarla hecha un guiñapo. El sudor del cuello también ayudó bastante. El cabecero se estremecía por el ir y venir de los huéspedes con su trajín matutino. De la calle llegaba la gritera. Era la multitud, una garganta impaciente ante la venida del cortejo. Antes de incorporarse, el Mateo llevó los ojos hasta el puchero vestido con papeles de colores y que servía de jarrón para un ramo de rosas. Volteó la cabeza y la luz le cortó los ojos. Se los restregó hasta que se hicieron a la penumbra y volvió a posarlos en la americana colgada en la percha, junto al gabán ruso.
La pólvora de la juventud le impide quedarse quieto. Se levanta del filo de la cama. Tan sólo para comprobar una vez más que ha echado la llave por dentro. Con un pañuelo, seca el sudor de su cuello y, por si acaso, más que por otra cosa, vuelve a abrir la puerta y pide que le traigan bicarbonato, alegando que tiene molestias en el estómago. «La cena del día anterior, ya sabe», le dice a la patrona. Y recalca que, si alguien viene preguntando por él, «no se le moleste, ya que anda algo indispuesto». Después volvió a echar la llave.
El primer día, recién llegado y ante la extrañeza del patrón, el Mateo pidió la llave para cerrarse por dentro. Así, desde un primer momento, quedó justificado su capricho diciendo que no le gustaba que nadie entrara mientras él ocupase la habitación. Con éstas, su cuarto sólo quedaba abierto cuando él se ausentara, dejándolo a la vista de todo aquel huésped que quisiera fisgonear, quitando importancia a lo que escondía su maleta. Al Pepe Cuesta, patrón de la fonda, le pareció un tanto extraña la manera de proceder del huésped y le tendió la llave envuelto en un silencio prieto donde flotaron interrogantes que ya irían cayendo por su propio peso.
Para que el silencio no se hiciese tan prieto, ni los interrogantes tan agudos, el Mateo dijo entonces que, en París, el día de la visita del zar, le habían robado, y que así mantenía sus precauciones. Luego le preguntó a qué hora tenía pensado que pasaría la comitiva. Y lo hizo con la misma despreocupación con la que sujetaba su llave. Fue cuando el Pepe Cuesta penetró en la espesura del silencio con una seguridad que no dejaba sitio a duda alguna. El rey pasaría a primera hora, temprano, dirección a la iglesia. «Tal como me ha dicho don Emilio, ya sabe, el de La Correspondencia de España». Según contó el Pepe Cuesta, la comitiva de la reina tomaría Arenal y, a la vuelta, de recién casados, pasarían por Mayor en dirección a palacio dispuestos para el baño de multitudes. Tampoco había que indagar mucho para conocer el itinerario. Venía marcado por todos aquellos arcos de cartón y lata coronados de bombillas que cubrían las calles elegidas. Pancartas como la que habían puesto los de La Correspondencia, una sábana cruzando lo alto y que el Mateo veía cada vez que se asomaba a la calle.
Ahora, una semana después, la rigidez de sus ojos anunciaba la fiebre. Se llevó la mano a los riñones, como si así pudiera reducir el dolor que ya avisaba. Dejó el vaso con agua y el plato de bicarbonato, junto al puchero de las flores, y volvió al filo de la cama. Alcanzó un caparazón de hierro que había envuelto entre las sábanas y se lo puso entre las rodillas. Con mano segura fue moldeando las arenas hasta meterlas todas, envenenadas con el detalle oloroso de las almendras amargas. «Esencia de mirbano, una pincelada que dará intensidad al cuadro», le había dicho don Nicolás Estévanez, el viejo Espadón, a la vez que le instruía en el mecanismo de la bomba Orsini. «Una bomba capaz de exprimir hasta la última gota de monarquía posible». Con estas cosas, enroscó los dos caparazones y compuso la esfera que aseguró con las manos. A primera vista, era una bola de hierro del tamaño de una naranja, toda ella coronada por unos pinchos que, vistos de cerca, eran lo más parecido a diminutas chimeneas de metal. El viejo Espadón le advirtió que, una vez repartido el fulminante en cada una de las chimeneas, había que tener cuidado pues, a la menor presión, el mecanismo del ingenio pondría el fulminante en contacto con el explosivo. «Pasa igual que con los timbres que hay sobre el mostrador de los hoteles de categoría, los acaricias un poco y suenan».
Con la bomba en la mano, el Mateo echó un vistazo a la habitación, deteniéndose en las sombras de la ropa ahorcada en la percha. La luz del día rebotaba en el vaso de agua y emitía destellos, disparos de sol que atravesaban las espaldas de aquel gabán comprado en París y al que había sacado las etiquetas. Encima de la silla, distinguió el bulto de la maleta, lo más parecido a un ataúd forrado con piel de cerdo. Dejó la bomba sobre la cama y la cubrió con la sábana. El zumo de sangre quedaba listo para servir.