Hasta entonces, todo había salido como miel sobre hojuelas, que dicen en los Madriles. La ceremonia, campanuda, con el arzobispo de Toledo enganchado a su báculo y con el altar mayor a rebosar de policía. Para la operación, reclutaron agentes de todos los distritos y todos los agentes fueron empleados en el mismo sitio, o sea, al cuidado de la iglesia. Tan sesuda maniobra fue diseñada desde Gobernación por el Cojo y su afición al oporto. Se trazó un plan de vigilancia con tal torpeza que los puntos vulnerables más asequibles para atentar quedaron fuera de control. El teniente Beltrán había advertido al Cojo de que los puntos vulnerables de un rey son más asequibles cuanto más de paso se encuentran. Pero ni caso. Sin embargo, el Cojo perfiló un plan donde sólo se prestó atención a los Jerónimos. «Por si, de éstas, alguien llega a la iglesia con intenciones de Miura», le cortó el Cojo en su despacho de Gobernación, el mismo día que se hizo oficial el enlace. Al teniente Beltrán no le quedó otra que lanzar un resoplido de desprecio.
Al Cojo no le gustaba que nadie le llevase la contraria y menos en su querencia, un despacho con vistas a la Puerta del Sol y desde el cual repartía raciones de misericordia. En lo que había sido Casa de Correos, empezando por el ministro, y siguiendo por la que fregaba la escalera de rodillas y en pompa, hasta llegar a los guardias de la puerta y que, llegado el caso también se ponían a fregar escaleras, todos los que allí trabajaban, desde el ministro al último demonio de la inspiración más perversa, todos, eran de una intensidad retorcida. Sólo había que verlos, a la espera de unas pesetas fáciles que incrementaran el sueldo. La dudosa reputación de los agentes de entonces venía pegada al oficio. A más veteranía, conducta más disipada, decía la regla. Y por seguir la pauta, pedían destino en los callejones más lúgubres, allí donde lograban imponer su mordida. El Cojo se encargaba de colocar y cesar al que le venía en gana. Ahora, desatada la guerra intestinal del cuerpo, llamada de las jurisdicciones, los civiles se habían hecho con el control del orden, cubriendo de diarrea los uniformes militares. Desde su despacho de Gobernación, con el trasero sobre cuero bien mullido, el Cojo se aplicaba de lo lindo en repartir raciones.
Al teniente Beltrán le puso a hacer guardia. Y así fue uno de tantos que pasaron la noche dentro de la iglesia. El Cojo le destinó a supervisar el segundo relevo en calidad de vigilante especial, entre guardias, electricistas y carpinteros con el martillo en ristre, que clavaban varas y maderos a destajo para sostener las iluminaciones. Un golpeteo que hizo retumbar los cascarones del templo durante toda la noche y parte de la mañana. Pero como si el estruendo no fuese con él, y durante el tiempo que duró el servicio, el teniente Beltrán estuvo jugándose los dineros en la timba que había montada sobre el altar mayor, dejando el pulso tartamudo a sus rivales por cada vez que sus ojos de plomo traspasaban el revés del naipe.
A eso de primera hora, cuando las cartas estaban ya desteñidas por el sudor de las manos, a eso de primera hora, llegaron los juncos de churros recién hechos. «Un detallito fetén del Cojo, para los de la guardia». Luego aparecieron los encargados de la limpieza y unos se pusieron a barrer colillas y a vaciar los orinales, mientras otros daban cera a los bancos. El trono de los reyes lo colocaron a la derecha. Los sillones eran de talla dorada y tapicería en raso. Llegada la hora del aseo, el teniente Beltrán hizo lo que pudo donde la pila del agua bendita. Aunque calvo del todo, simuló la caricia de las manos mojadas sobre su imaginaria cabellera, como si, por aquella cabeza desnuda y en forma de bala, aún gotearan los rizos duros de antaño. En un rincón, y a tientas, se compuso el lazo de la corbata, así como las puntas del bigote. Con ayuda de un almohadón y, de un salivazo, lustró los botines. Por último, se prendió en la solapa un clavel rojo que arrancó de uno de los ramos que festoneaban el altar y, acomodado en el sillón de talla dorada reservado al rey, prendió un habano. Aspiró a placer una profunda bocanada.
Cuando se encendieron todas las luces y hasta el último rincón del templo quedó iluminado, el clavel relució como una puñalada de sangre en lo alto de la solapa. Y con el porte militar del que ha sabido ascender por méritos propios, el teniente Beltrán se incorporó a su puesto, listo para ser ejecutado en el paredón de las vanidades.
Al teniente Beltrán le había tocado permanecer en una de las tribunas reservadas a la prensa. Más que tribuna, aquello parecía un desván donde los de la limpieza habían arrinconado las basuras, los orinales y todas las botellas que se habían trasegado durante la guardia de la noche. Entre otras cosas, el teniente Beltrán reconoció el almohadón de lienzo rojo, tiznado de betún y salivazos por la parte del escudo real. Y lo echó hacia un lado, de un puntapié, y siguió alerta; la mano en el cuero sudado de la cartuchera y los ojos como dos clavos que herían allí donde los pusiese.
Al igual que todo hijo de vecino, el teniente Beltrán se conocía al dedillo el árbol ginecológico de la mayoría de los invitados. En esos momentos acababa de entrar la Chata con el grotesco temblor de sus mantecas. Portaba el abanico en ristre y daba órdenes a lo largo y ancho del templo. Tenía más de cincuenta años y, desde siempre, había aparentado ser lo que era ahora, una mujer fondona y con la fatiga prendida al pecho. Cuanto más descansaba, más cansada se sentía. Parecía un hipopótamo viejo, de los de la Casa de Fieras, de esos que sólo sacan el hocico del agua para resoplar. Al teniente Beltrán no le extrañaba que su marido acabase pegándose un tiro. Pum. En la cabeza.
Aunque la Chata llevase los apellidos Borbón y Borbón repetidos hasta ocho veces, el teniente Beltrán se la sabía Araneja, descendiente de los genitales de su padre, el Pollo Arana. Todas las miserias sexuales que desprestigiaban las alcobas de palacio pasaban por la madre, la reina Isabelona. Después del Pollo Arana vendrían otros. El teniente Beltrán era de los que participaban en la teoría del dentista americano como padre de Alfonso XII y no en el conde de Torrefiel como señalaba la mayoría. Argumentaba que Mc Keon, así se llamaba el dentista de marras, antes de venir a España, ejercía su tarea en Cuba, y que los americanos, ya de aquélla, codiciando la posición de nuestra isla, infiltraron al dentista en Madrid, como espía.
El teniente Beltrán conocía de primera mano los chismes de palacio y los puntos que calzaban sus hembras. Ahora la Isabelona había cerrado sus ojos de lechuza impúdica para siempre y, desde hacía poco, estaba en el pudridero del Escorial, junto a su hijo, aquel que fue el rey Alfonso XII, un cabrito que, de no morir tan joven, hubiera llegado a mayores. No sólo engendró al que hoy se casaba. Qué va. Ni con ésas se conformó. En sus correrías con unas y con otras, Alfonso XII regó España de bastardos. Los más sonados eran los hermanos Sanz, hijos de la misma madre, cantante de ópera y mujer con ardores de pantera a la que la Isabelona reconoció como nuera a los ojos de Dios, igual que hizo con sus hijos a los ojos del Diablo. Por más que el teniente Beltrán miraba a uno y otro lado, no encontró a ninguno de los dos hermanos en la ceremonia. Alguien dijo que la tía Eulalia había hecho todo lo posible por invitarlos, pero que había chocado de frente con el rabo y los cuernos de doña Virtudes.
En uno de los bancos, lucía Primo de Rivera esplendoroso de galones y medallas estrelladas como huevos. Desde que su tío le prometió el título de marqués, galleaba más de la cuenta. La grandeza de tal ofrenda venía a sumarse a todas las distinciones y, sobre todas las demás, a la Cruz Laureada de San Fernando ganada en Melilla de una forma que el teniente Beltrán sabía dudosa. Aun así, allí seguía, encandilando a las señoras con su bigote grasiento, dispuesto a hacerles cosquillas en lo más íntimo. De ojos turbios, como el mostrador de las tabernas, su mirada chocó con la del teniente Beltrán. Hubo una mímica de saludo cuando Primo de Rivera reconoció en Beltrán al soldado raso que compartía el secreto de su cruz.