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La historia del Mateo, el anarquista, se estaba bebiendo a tragos por las tabernas de Madrid. Era joven, con pintas de escritor, y venía de Barcelona. Traía un drama, aún sin escribir, en el fondo de su maleta. De balcón a balcón no se hablaba de otra cosa y en los cafés se discutía a brazo partido sobre lo mismo. Las gentes se hacían sus presupuestos y la policía sembraba dudas. La gran parte creía la versión oficial, un loco enamorado de remate que, al sentir el despecho de su amada, atenta contra los reyes según venían de casarse. Ésa era la parte más representativa. La que tragaba con una mayoría aborregada que, de siempre, se había dejado pastorear. Sin embargo, había otra porción de gente que nunca se deslizaba por la superficie de lo oficial y que suponía que el tal Mateo no actuó solo. Los que así lo aseguraban parecían empeñados en poner a la policía en un brete y señalar a los cuerpos de seguridad como responsables, empañando su reputación con una mancha más grande que el mapa de España.

Entre estos últimos se daban conexiones chistosas, incluso los había que desplegaban teorías irritantes que llegaban hasta Navarra y más lejos aún, colgándolas de la rama carlista, representada por el cuñado del rey, Niño, el de las dos Sicilias. Éstos sostenían su teoría por la localización, pues, cuando el tal Mateo lanzó su bomba contra los reyes, el coche de Niño ya había pasado. El que no se hubiera atentado en la iglesia sostenía aún más su hipótesis. Luego estaban los más fantasiosos, los que explicaban la violencia anarquista sufrida en Madrid profundizando en las doctrinas secretas de una tal madame Blavatsky. Eran los llamados teósofos. Venían a decir que todo lo acontecido, y todo lo que queda por acontecer, está escrito en la carta astral de Madrid. Una carta brava y de alta reunión planetaria que soporta las siete estrellas de la osa mayor junto con intromisiones de pequeños astros que, al ser caóticos y no estar sujetos a orden alguno, resultan más concentrados, más puñeteros y más difíciles de prevenir. Si a eso se le sumaba la oposición entre Neptuno y Urano, la escena quedaba convertida en una casa de vecinos donde el pueblo y los gobernantes vivían de espaldas los unos a los otros, sólo que los unos con vistas al cielo raso y los otros con las vistas más definitivas. Había quienes matizaban en sus apreciaciones y se atrevían a situar el fenómeno del anarquismo poniéndole fecha en el almanaque, coincidiendo con el día que colgaron a Riego, cuando todavía el cadáver se balanceaba en lo alto y apareció una gitana por la plaza y pringó sus manos en el semen del ahorcado.

Ante un hecho tan decisivo, los guardias se llevaron a la gitana de inmediato, arrastrándola a caballo más allá del puente de Toledo, donde murió despellejada. Los que presenciaron el acontecimiento dieron cuenta de que, lo que duró el camino, la gitana no paró de chillar, preñando las calles de maldiciones y juramentos que hoy todavía perduran pues el semen de Riego se extendió hasta el eterno e infinito presente. Y es por culpa de esto, y no por cuestiones terrenales, por lo que años después florecieron en Madrid ideas revolucionarias en el seno del ejército. Turbulencias que trajeron consigo el aroma del semen junto con el de la pólvora más picante. Por haber, incluso había otros que localizaban el brote actual en una esquina de la carta astral de España, allí donde la rosa de fuego ardía.

Sin dejar a un lado cálculos mágicos, al ras de las aceras habían subido filtraciones con aroma de cloaca. Un olor que impregnaba la noche y que daba que pensar. Por lo menos a la Chelo, que se sabía envuelta en una trama de pólvora negra donde se repetían las caras de los protagonistas. Ahí estaba el profundo terror al final de los ojos de ese tal Mateo, o en los del joven de acento andaluz y mirada verdosa que, en aquellos momentos, se retorcía en un despacho salpicado de sangres. Y con estas cosas reflejadas en su rostro, la Chelo escapaba la noche abajo, por callejas retorcidas como intestinos, aprisa y descalza, emitiendo el resplandor venéreo de la carne en su espantada.

A la luz que alumbra el pecado, las mujeres la envidiaban con rechinamiento y los clientes volvían la vista. Cuando llegó hasta la calle Ancha, la Chelo advirtió la pestilencia, el resuello violento de un perro enfermo que llegó hasta su nariz. Entonces, se detuvo. Al fondo de la calle adivinó las pupilas falsas, semejantes a dos monedas de plomo. Pegó un respingo, como si un miedo glacial recorriera su espinazo y salió por otra calle, una que llamaban de Flor Alta y que era de mala fama y vicio manifiesto. Luego quebró por la de la Justa. El miedo anidaba en sus ojos oscuros como si la pesadumbre aguardase al doblar la esquina. Arrimándose a la pared de un callejón estrecho y que decían del Perro, la Chelo alcanzó la calle Silva. Y entonces, se volvió y se dio cuenta de que, detrás de ella, no había nadie. Así que entró en uno de los portales. Mientras caminaba por la oscuridad, le llegaban maullidos de mujeres imitando a las gatas. Salió a un ancho patio, de corrala, apenas iluminado por una luna que jugaba al escondite por los tejados de la noche. Era casa antigua y parecía que, en cualquier momento, iba a ceder, cayendo con toda la corrala encima. En el centro, un pozo de agua. Entonces, como si se tratase de una de esas bromas que se gasta el miedo, se escucharon los pasos. Venían de la calle. Y la Chelo aguantó la respiración pegada a la pared, empuñando los zapatos, dándole tiempo a que entrase. Le vio atravesar el portal, lanzando miradas en todas las direcciones, como un animal que presiente el ataque. Fue cuando a la Chelo le vino una tos que contuvo con rapidez. Ahora tenía delante la nuca, ofreciéndose larga; los huesos del cráneo, pelado y en forma de bala. Armada con los zuecos, cada uno en una mano y sin hacer el más leve ruido, tan de puntillas que era como si no se apoyase sobre los pies, la Chelo se aproximó.