8

«A ver, tú». La voz del teniente Beltrán señalaba a otro de los detenidos. Éste tenía ojos de ratón, cuello fuerte y un bigote semejante a un escobón grueso y con el que barría el hollín de su boca. «Nombre».

—Juan, Juan Muñoz.

—A ver, tú, ¿qué registro tocas?

—Ninguno.

—Mira que lo voy a mirar y si me engañas…

—Señor, yo no quiero complicarme la vida —apuntó resuelto—. Estos amigos —señalando al de la barba y al del bigote quebrado de hollín—, estos amigos me invitaron a una demostración de cómo se puede fabricar jabón de forma casera. —Tragó saliva—. Necesitaban un inversor.

—Y tú qué, eras el más acertado.

—No, yo no, mi jefe —volvió a tragar saliva—. Es don Luis Mora, representante de la casa de las máquinas registradoras americanas recién instalada en Madrid, en Atocha. Yo soy uno de los agentes —dijo de carrerilla—. En el bolsillo del pantalón tengo la placa acreditativa de mi cargo.

El teniente Beltrán le introdujo sus dedos prietos de sortijas en el bolsillo. Sacó la placa y la lanzó sobre la mesa del escribiente. Luego siguió clavando interrogantes.

—Así que fuiste tú el que endilgaste una maquinita de ésas en lo de Candelas.

—Sí, señor —asintió. Y con la escoba de su mostacho temblando de hollín, empezó a barrer para afuera. Contó cómo el dueño de lo de Candelas quedó sugestionado por la idea de la máquina registradora—. En cuanto le dije que así no le sisarían más las camareras, no necesité más para convencerle.

El teniente Beltrán miró a la Chelo con el gesto torcido del que digiere mal las cosas.

—Has visto, rubiala, cómo los yanquis son unos hijoputas.

Y así estuvo el teniente Beltrán durante un rato, sin parar de repetir entre dientes, una y otra vez: «Yanquis, hijoputas», a la vez que mordisqueaba el desprecio junto con el chicote del puro. «Yanquis, hijoputas». La Chelo se retiró hacia la pared, como si esperase de un momento a otro la sacudida que no tardaría en llegar, cortando el aire al del hollín en el escobón, haciéndole tragar palabras que dentro de su boca sonaban a chatarra. Entonces, saltó el joven de acento andaluz.

—Mire usted, nosotros no tuvimos nada que ver con lo del rey.

Lo soltó del tirón y sin dejar de buscar los ojos a la Chelo, como si ésta pudiese volver a echar serrín sobre las escurrijas del interrogatorio.

—Y de ti quién ha solicitado explicaciones. —El teniente Beltrán se acercó hasta él—. A ver, qué registro tocas.

—El de la pluma, señor.

—Vaya, vaya, entonces si te entramos en el abanico te hacemos un favor. También estabas allí, si no me equivoco, de inversor, pues de invertido a inversor hay poco, ¿verdad? —Y fue decir esto y ponerle la cara cerca, sin dejar de taladrarle con los ojos.

—Sí, señor, y no es por mis dineros pero me hicieron llamar, igual que al Muñoz, para la demostración de un negocio de jabones. Y yo había de publicitario con mi jefe —le soltó el joven, con la garganta rasposa de pólvora.

—Y ¿quién es tu jefe?, si es que pue saberse.

—El Lerroux, que es el que me da trabajo en sus periódicos de Barcelona.

El teniente Beltrán, con gesto ofensivo, le clavó los ojos en la bragueta. Así estuvo un instante y luego le retiró la vista. Con los párpados cerrados, como si le doliera algo, aproximó su cara al del bigote rubio y quebrado de hollín.

—Y tú qué, chulainas, ¿también tocas el registro de la pluma?

—No, yo no, yo soy industrial, tenemos, mi hermano y yo —señaló al rincón donde se encogía el tonel de las barbas— tenemos mi hermano y yo, un negocio de jabones. Estábamos probando el horno en el piso que habíamos alquilado como laboratorio y, no sé bien lo que pasó, pero reventó como si se tratase de un cráter.

—Así que, hermanos, vaya, vaya.

—Sí, señor.

—¿Del mismo padre? ¿O del mismo coño?

El escribiente, protegido tras los gruesos cristales de sus gafas, no perdía una coma de la declaración. El teniente Beltrán se acercó hasta el de la cabeza sesgada y trató de enderezársela, comprimiéndosela por el cráneo y el mentón pero, como no lo consiguió del todo, al final tuvo que agarrar los flecos de la pelambre que le caía por los hombros. «No me gusta tener que doblar mi pescuezo cuando interrogo», le advirtió. Y con un salivazo al suelo, rubricó la enmienda «Nombre».

—Felipe Martín Pindado.

—Profesión.

—Violinista.

—Ya. —Y acercándose, pero sin soltar greña, añadió—: Y ¿en qué prostíbulo?, si es que pue saberse.

Entre gimoteos, el violinista declaró que, desde hacía nueve años, trabajaba en el café del Vapor, allí en la plazuela del Progreso, junto a la vaquería. Y que él era hombre casado y con hijos y que, de repente y sin quererlo, se había visto embaucado en un negocio que nunca le había olido bien, aunque se tratase de jabones. La culpa la tuvo su compañero, el pianista, uno que tenía la cara cubierta de granos de carbón y que no se despegaba del lado de ese otro que no hacía más que mirar a la Chelo con ojos miedosos, demandándole socorro. El teniente Beltrán soltó al violinista y fue hacia ella. «Dime, rubiala, ¿reconoces a alguno?». La Chelo negó con la cabeza.

—¿Ni a éste? —Y el teniente Beltrán volvió de nuevo con el de las máquinas registradoras. Ahora le apretaba del corbatín, ajustándoselo al pescuezo hasta que las cerdas del escobón que llevaba por bigote se pusieron tiesas. Sus ojos de ratón parecían salirse de las cuencas—. Así te se pone como el as de bastos. Agradécemelo, hijo de puta. —Y soltó, aliviándole la garganta. El de las máquinas registradoras abrió la boca, como si fuese a comer todo el aire de golpe. Los ojos de ratón trazaron órbitas alrededor de las cuencas.

Ahora el teniente Beltrán hinca sus pupilas en el joven de los mofletes carbonizados. Le intimida y el joven de los mofletes va a protegerse tras ese que escribe los artículos incendiarios y que pide ayuda con los ojos. Parecían dos náufragos agarrándose el uno al otro, a la espera de que llegase una tabla de salvación en la que poder hundirse. El teniente Beltrán sufragaría el hundimiento a salivazos. «Nombre».

—Leandro Rivera.

—Oficio.

—Pianista.

—¿En el mismo burdel que el espantapájaros ese? —señaló con la barbilla al de los flecos sobre los hombros—. Di.

El pianista Leandro Rivera declaró que desconocía los ideales anarquistas de los demás detenidos y para que no quedasen dudas repitió que no profesaba tales ideas. Y que si alguna vez publicó una poesía en Tierra y Libertad fue porque le obligaron a ello.

—Ya —dijo el teniente Beltrán, atravesando la mueca en el rostro—. Y ¿quién le obligó a ello?, si es que pue saberse.

El pianista no tardó en chivar el nombre. «Julio Camba, uno que es gallego y que tiene un hermano mayor que es Francisco». Entonces el teniente Beltrán le acertó con la rodilla en la boca del estómago y el pianista dobló como una navaja. Desde el suelo dijo que él no sabía nada, que lo único que hizo fue asistir a la presentación de un negocio de jabones.

—Necesitaban inversor y tú conocías a un invertido, ¿verdad? —Y le cruzó una bofetada con la mano abierta—. Di.

Y el pianista declaró que sí, que conocía a un americano, un tal Jorge Kin, que vivía a la entrada del paseo de la Castellana. «En el número 10.» Y no le dejó acabar cuando le volvió a cruzar la cara, para un lado y para otro, espolvoreando de hollín la estancia. «Yanquis, hijos de puta», masculló el teniente Beltrán. La Chelo contemplaba el panorama desde la pared, había un gesto de extrema soledad en su forma de estar a la mira.

—Así que pensabais haceros ricos con un negocio de jabones, en una ciudad que es un urinario. ¡Ja! A otro con ese cuento.

Y fue terminar de decir esto y el teniente Beltrán acercarse al joven de acento andaluz para comerle con la vista. Estuvo un rato así, hasta que el detenido descendió su mirada y la fue a posar sobre el gargajo, que en esos momentos se arrastraba por la pared, camino del suelo. El teniente Beltrán le enganchó por la barbilla tiznada. Bien sabía que la residencia de los afectos se encuentra en el vientre y no en el corazón. Y de todos los detenidos, aquél le parecía sospechoso por ser, de todos, el más flaco. Fue entonces que, en el sistema nervioso del teniente Beltrán, se encendió la lámpara de alerta y la luz plomiza asomó a sus ojos. Sin dejar de apretar la barbilla le preguntó:

—¿Qué hacías la otra noche, en lo de Candelas, junto con el tranviero y con el polaco? —Y entonces el joven se atragantó—. Vamos, contesta. —El teniente Beltrán le puso la mano en la bragueta—. ¿Qué hacías?

—Nada, señor, coincidimos allí con otra gente.

La Chelo sacó un suspiro y el teniente Beltrán no pudo evitar atravesarla con su mueca.

—¿También coincidisteis con el tal Mateo, el anarquista? —Y cerró el interrogante de su mano.

La barbilla cayó grosera, sobre el pecho. Y con los alaridos todavía retumbando las paredes, el teniente Beltrán se dirigió hasta el archivador, al fondo del despacho. Lo abrió con violencia y agarró una caja de puros, que soltó sobre la mesa del escribiente, intimidándole hasta arrinconar su minúscula figura. Con las mismas manos cortó la tapadera, sacó un habano y lo arrimó hasta sus dientes, mordisqueando con nervio antes de encenderlo. Luego enganchó una silla y tomó asiento, colocando los pies sobre la mesa de esa forma tan insolente que se sabía gastar cuando acariciaba el filo del precipicio. El joven seguía retorciéndose en el suelo, con las manos atadas a la espalda y los pantalones descosidos por las partes pudendas. El teniente Beltrán masticó el humo y se lo disparó a la Chelo. Luego hizo un gesto al escribiente:

—Ve pidiéndome un coche, me voy con la rubiala a ver si el muerto nos canta algo.

El escribiente, con cierto esfuerzo, le dijo que, lo del coche, estaba difícil. Y que el gobernador llevaba toda la tarde esperando a que viniera uno a recogerle.

—Ya. —El teniente Beltrán sopló la punta del habano. Y avivando la brasa, añadió—: Cogeré el Canario. Y no quiero que me pierdas de vista a éstos. ¿Eh? Así que ve tomándoles registro, que me doy el piro y no tardo. Ya has visto cómo hay que tratar a este ganao. —Y a la vez que se incorporaba, agarró de los pelos al joven que retorcía sus alaridos hasta arrastrarlos por el suelo—. Mira que si sigues con el quejío te entro al abanico, donde los maricones, para que te llenen el culo de leche. —Y bañándole con el plomo de los ojos le metió un cabezazo que le crujió la nariz—. Considerando que esperas adueñarte de España, valoras en muy poco tu patria. Tan poco como tu culo.

Y con estas cosas, y la Chelo por delante, el teniente Beltrán salió del despacho, soltando morriones de ceniza a lo largo del pasillo. La noche se encendía en Madrid con farolas moribundas y el gobernador continuaba en la puerta, esperando coche.