6

De la misma manera que el organismo, en su continua búsqueda de virtudes que lo potencien, sufre adicciones que acaba alimentando como si fueran vicio, el Cuerpo de Policía tenía que tragar con el inspector Merlo. Allí donde circulasen polvos de arroz y otros picantes arreglos para las mejillas de los viejos bujarrones, allí estaba el tal Merlo, ejerciendo una inspección visual con el ojo más negro de su anatomía. Por decirlo de alguna manera, el inspector Merlo era de esos que no podía ponerse a mear si había hombres delante. Y aunque famoso por abrir el ojo negro en todo sitio de cita íntima, la Chelo sabía que, a la hora de recoger información y cebar vicios, al niño bonito lo mismo le daba pelo que lana.

Ahora, en la misma puerta de Gobernación, los ojos de Merlo eran igual a los de un perro de mirada servil que sabe cuándo hay que dejarse montar y cuándo no. «Tómales registro, Beltrán», dominó con la sonrisa invitadora. Y señaló la cuerda de presos, sobre la acera de Gobernación. «Ya has oído a su excelencia». La Chelo advirtió la resonancia, como si al teniente Beltrán se le hubiese calado el motor de la cabeza.

—Los vas tomando registro, Beltrán. Y a ella —señaló a la Chelo—, la dejas conmigo.

Los ojos del teniente Beltrán eran lo más parecido a dos puntas de acero clavadas en una roca. Entonces apretó aún más el brazo de la Chelo, como si no pudiese ocultar el temor a perderla.

—Te refresco, Beltrán, que tu trabajo consiste en seleccionar testigos molestos, no lo olvides —añadió Merlo con toda la petulancia de su torso almidonado.

Al teniente Beltrán le asaltó una mirada de irritación. La fiebre interior se fundió en el plomo de sus ojos. Escupió al suelo y se lo puso claro en un arranque.

—Me los llevo a interrogar y ella viene conmigo.

Después de decir esto, el teniente Beltrán se quedó un instante plantado, con la mueca atravesándole el rostro, como si le hubiera dado un paralís mientras gruñía. Luego dio órdenes al guardia del bigotón color nata para que le acompañara con la cuerda de presos por delante. El guardia de la nata, chulón y sonando pitos con los dedos, cumplió la orden. «Ele, Ele». Y así fueron enfilando todos, por la calle Mayor arriba, como un ejército derrotado camino del patíbulo.

El Gobierno Civil era un edificio con el sótano encogido de puro miedo y donde las ratas se apareaban sin descanso. La Chelo estaba al corriente de estas cosas por lo que le había contado su Ulogio. Con todo y con eso, lo peor era lo callado por su Ulogio, los silencios elocuentes que ataban los testículos con una cuerda de guitarra y que el teniente Beltrán afinaba hasta hacer cantar lo que aún no está cantado. «Vamos, rubiala».

En la puerta, un hombre se sonaba con estruendo para despejar fosas nasales.

—Qué, su selensia, ¿se está de espera a que venga un coche? —le preguntó el del bigote color nata.

—A ver qué —dijo, mostrando su cara jugosa de lágrimas. Y se volvió a sonar con una solemne tristeza.

—Pues crudo viene el tema —apuntó el guardia del bigotón color nata—. Hace un rato el ministro Romanones por poco se coge la bicicleta.

—Sí, pero uno ya no anda para mucho trote, que uno también es persona y necesita descansar.

El guardia del bigotón montado en nata se quedó en la puerta, charlando con el gobernador. Y el teniente Beltrán continuó su camino con la cuerda de presos por delante, todos cabizbajos y tiznados por el hollín del fracaso. Al final de la fila iba el más grandote; andaba a saltos, parecía el oso que los gitanos llevan en sus charangas pero, en vez de aro, en su nariz llevaba sangre fresca. «Vamos, rubiala». El teniente Beltrán hundía la zarpa en el brazo de la Chelo y la llevaba por un pasillo cubierto con manchas de humedad y obscenidades dibujadas a punta de navaja. Las paredes filtraban las voces. «Los policías es que hablan muy alto, prenda, por eso apenas se escucha a las ratas aparearse», le había dicho su Ulogio.

Hasta sus oídos llegaban las voces: «La jodimos todos, el gobernador recoge sus bártulos y a la calle», decía una. «A mí que no me jodan, que había más personas, un tipo vestido de etiqueta, con chistera, y que no aparece y que estaba en la misma habitación». Y en esto que replica alguien por encima: «No le busques más vueltas que aquí va a pasar lo mismo que cuando lo del Cánovas, el Rondín en pleno, con el Puebla a la cabeza, todos a la puta calle». Y luego salta otra voz: «El último plato que comieron caliente fue el de los disparos que Angiolillo le metió al Cánovas». Y sigue la misma voz, como un surco rayado a lo largo del pasillo. «Aquí la jodimos todos». «Aquí la jodimos todos». «Aquí ya está to el bacalao vendío». «A ver cómo salimos de ésta». «Tiene que haber juicio, si no hay juicio no hay mentiras». «Aquí la jodimos todos».