La Puerta del Sol siempre fue un redondel mal trazado en el centro del mapa. Un círculo vicioso semejante al paseo de un borracho por cafés, limpiabotas y policías de la peor laya. El Colonial, El Universal o el de la Montaña eran algunos de los cafés de entonces. El Felisín y el Zorzas algunos de los limpiabotas y, por lo que respecta a policías de la peor laya, el teniente Beltrán se ganaba la palma. Aunque la Chelo llevase poco más de una semana trabajando en lo de Candelas, le conocía de sobras. Y bien sabía que bajo su piel dormía un asesino.
Flaco como un naipe, y rematado a lo alto por una cabeza desnuda y en forma de bala, el teniente Beltrán pertenecía a esa clase de hombres que no contemplan el sosiego. A diferencia de toda la demás escurrimbre, el teniente Beltrán ocultaba, dentro de su cabeza, una perversa maquinaria que no conocía descanso. Era lo más parecido al motor de un automóvil, pistón, cilindro, rosca, tuerca y puñetitas varias. Elementos todos que, a esas alturas, iban necesitando algo de grasa. La Chelo pudo dar cuenta de los chirridos, del desajuste nervioso que indicaba su mal funcionamiento. «Como intentes escapar, vas a ver tú, rubiala». Tras ella, el trote corto de las muías anunciaba el coche cargado con detenidos. «Eeehs. Sooo».
El guardia de bigote color nata se acercó hasta el carruaje. Del ómnibus blindado bajaron un puñado de jóvenes con pintas de poetas o de maricas. Llevaban las muñecas atadas a la espalda y manchas de hollín en las caras. Olían a pólvora reciente. Había uno, la mar de grandón, que lucía barba de zamarro oscurecida por la descarga. Y había otro que traía el bigote como una escoba puerca de hollines. Desde lo alto del pescante, el cochero, un guardia con barba bronca y deje chulesco, contó que habían sido los autores de una explosión por la glorieta de Bilbao.
—Aquí los traigo, pa que los entren en la cueva. Pasa que donde los Canónigos no cabe el pelo un coño —añadió, sin sacar ojo a la Chelo.
—A ver qué remedio —le dijo el guardia de la puerta. Y arrugando la nata del bigotón se aproximó a los detenidos.
Con la punta de la porra les fue levantando la barbilla, uno por uno. Eran media docena de jóvenes tiznados por la ceniza del anarquismo. Apretaban sus espaldas contra la fachada de Gobernación, de puro miedo. Una vez más, la Chelo pudo dar cuenta de la desvergüenza que muestran los de la autoridad cuando se saben dueños del cotarro.
«Aquí no es que tengamos mucho sitio pero, a ver, qué remedio». Volvió a mascullar el guardia de la nata montada en los bigotes, a la vez que metía la porra en los riñones del más grandón, que se iba empequeñeciendo por instantes. «No me pegue… no me pegue… no… no… me pegue», balbuceaba. Era como un tonel y, de un solo rodillazo, hubiese podido montarle la porra al guardia en lo alto del bigote, pero el temor a la autoridad le impedía todo tipo de movimiento que no fuera para someterse. Por lo que dedujo la Chelo, el otro, el que iba detrás, debía de ser su hermano, tenía los mismos ojos y un bigote rubio que le quebraba la cara negra de hollín.
—Conque jugando a fabricar bombas, cabrones. —Y el guardia de las natas le volvió a meter al grandón, esta vez en la cabeza. Un tozolón que le hizo clavar la barba al pecho y las rodillas al suelo—. Os voy a ayudar yo a encontrar la horma de vuestro zapato, cabrones.
La Chelo cerraba los ojos en cada golpe, como si los recibiese ella misma. A aquellos jóvenes les estaban cascando las liendres en plena calle, delante de todos los que por allí pasaban. «Que cunda el ejemplo». Y entre un abrir y cerrar de ojos, la Chelo pudo reconocer al delgaducho, un joven de rostro enfermizo y mirada verdosa. Las gentes se paraban a mirar, como polillas alrededor de la gran luz de la ciudad, mientras las muías agitaban sus orejas y sacudían sus colas.
—Sooo. —El cochero de la barba bronca se había despistado con la Chelo y ahora enderezaba el tronco de mulas—. Sooo.
Por lo que la Chelo sabía, aquel joven que ahora arrojaba su miedo por los ojos publicaba panfletos incendiarios en periódicos afines a la república. El mismo día que ella empezaba en lo de Candelas, apareció con ese otro que decían que era polaco, uno de aspecto extranjero y con el pelo como estopa. Nada más verlos entrar, el tranviero se levantó para hacerles un sitio en la mesa del fondo. Pidieron cerveza y la Chelo distinguió enseguida el reflejo andaluz de su acento. Hablaba de política a voces y criticaba al Cojo, sin embargo, cuando la Chelo llegó con la bandeja, dejó a un lado su soflama para hacer lo que hacían todos, comerle con los ojos el escote cada vez que se inclinaba a servir. Y luego, hala, a seguir con su ración de trasero a través de los espejos. Aquél era su primer día en lo de Candelas y la Chelo andaba con la prisa en los tacones. Y en esas andaba la Chelo cuando apareció por la puerta ese otro hombre, el mismo que ahora estaba muerto y cuyo cadáver esperaba sobre una plancha cubierta de hielo vivo.
El teniente Beltrán se agarraba a la Chelo de la misma forma que otros se agarran a la pata de un conejo.
—Vamos, rubiala, que hay prisa. —Y tiraba de ella hasta el carro celular—. Vamos.
—Eh, alto ahí —les espetó el guardia de la nata, ahora sentado a horcajadas en la espalda del tonel—. Eh, alto ahí, no pueden subir.
El teniente Beltrán se plantó en seco. Y girando el pescuezo enseñó los dientes, como puñales:
—¿Tienes algún problema o lo tengo yo?
—Lo tiene su selensia, el señor ministro —respondió el de los bigotes color nata, sin bajarse del lomo del tonel.
—¿Cómo?
—Recibí orden de que, en cuanto entrase el primer coche, se avisase a su selensia. Necesita personarse en juzgado.
—Tié narices. El muerto me queda a mí más lejos. Ya vendrá otro coche.
—No es posible. El día de la bomba, su selensia por poco se tiene que coger una bicicleta y esta mañana le averiaron el automóvil.
La Chelo apostó a que el guardia hacía méritos en vano. Después del Cojo irían los demás, por mucho culo en pompa que pusieran o por muy bien que fregasen la escalera.
—El Cojo también se baja los pantalones cuando va a cagar —le cortó el teniente Beltrán, poniendo autoridad en la voz y apretando a la Chelo con toda su garra.
En aquellos momentos salía el ministro. Alzaba papada de gallo capón y exhibía la nariz irritada, lo más parecido a un boniato al que hubiesen raspado la piel. A pesar del momento, el Cojo parecía tan seguro como el edificio de la Equitativa. El hecho de ser el hombre más criticado de España no le afectaba. O por lo menos eso daba a entender.
—¿Algún problema? —Ahora estaba en el umbral, se apoyaba en el bastón y mantenía la mirada fija en el teniente Beltrán. Desde aquella distancia, el Cojo apestaba a oporto—. ¿Algún problema? —volvió a preguntar, a la vez que le venía un impulso de orgullo que le hizo tensar papo.
Fue el guardia de la nata en el bigote el que rompió con voz chulona:
—Su selensia, que aquí el amigo Beltrán y yo teníamos una discusión acerca de los beneficios que nos va a traer el motor. Y por decirlo en dos palabritas que, con el motor, se va a acabar la estiércol de las bestias y, en poco, el automóvil sucederá a las caballerías y las ciudades van a estar más limpias y más fetén.
—Y usted, señorita, ¿qué piensa? —preguntó el Cojo, fijando su vista de reptil sobre la Chelo.
Y a ella se le atragantaron las palabras. Para empujarlas saltó Beltrán, con mucho baile de nuez en la tirilla:
—Iba a llevarla a reconocer al secao y me vine a por un coche.
A los ojos de la Chelo, todos los cargos de aquel edificio resultaban sospechosos. Y el ministro, no por ser ministro, lo iba a ser menos. Por lo que ella sabía, el Cojo había presentado la renuncia pero no se la habían aceptado, exigiéndole la vergüenza de seguir en su puesto. A pesar del golpe, el Cojo mostraba entereza. A su lado estaba el inspector Merlo, pollo pirante con labios que parecían carne de pulpo, tan rojos como afamados a la hora de chupar puros de rodillas. Con su pelo lustrado de aceite y ese vestir sobrado de aliño, más fino siempre que un coral, el tal Merlo era capaz de envenenar a su padre para poder fornicar después con su cadáver.
El Cojo caló de abajo arriba al teniente Beltrán, pasándole revista. Todo indicaba que no se había cambiado desde el día de la bomba. Se detuvo un instante en el polvo de los botines; en la boca abierta del pie derecho, semejante a un bostezo hambrón y necesitado de remiendo. Luego pasó revista al cerco de roña acumulada en las sortijas, al cuello de la camisa, del mismo color que los garbanzos. También se fijó en el clavel marchito que languidecía como una costra de sangre en la solapa. El teniente Beltrán estaba pálido como la panza de un pollo recién desplumado.
—Ya me dieron aviso de lo que sucedió ayer. Me hago cargo, Beltrán, son momentos muy tensos y cualquiera puede estallar —apuntó el Cojo, con la frente fruncida y la mirada de reptil dispuesto a soltar veneno—. No obstante, la puerta del despacho del gobernador no tiene culpa. La mayoría de las veces, por no decir todas, la furia contra los objetos mal encubre debilidades y miedos personales.
El teniente Beltrán se tiró de un lado de la chaqueta e irguió su figura. Luego intentó dar forma a su pensamiento. Eran las palabras de un hombre próximo a ser cesado. No sólo de empleo, también de sueldo y jubilación para siempre.
—Tuve que llegar a Torrejón a primera hora; si no es por mí, y la ayuda de los números de la Guardia Civil, el cadáver no llega. Ha sido una jornada dura.
—Tomen el Canario —imperó el Cojo.
—Sí, señor.
Luego el Cojo volvió a lanzar sus ojos de reptil sobre la Chelo. La miró como el que hurga en una llaga reciente. Así estuvo un instante, hasta que se dio cuenta de que no estaban solos. Entonces, cogiendo el bastón de la misma manera que un pastor su garrote, el Cojo señaló a los detenidos, tirados en la entrada, puercos de hollín y salivazos, con la cabeza en sangre y el gesto de dolor.
—Que donde los Canónigos no queda sitio y, a ver, qué remedio, su selensia —explicó el de la nata montada.
—Encárguese de ellos, Merlo, no los expongan en la misma puerta —ordenó el Cojo.
Las palomas zureaban en la cornisa de Gobernación y, de vez en cuando, escurrían el fruto de su vientre que sonaba como gargajo al caer al suelo. Las muías, para no ser menos, hacían lo propio y luego hundían los cascos en su mismo excremento. El ministro arrastró su cojera con ayuda del bastón de Indias, y el guardia del bigote montado en nata se apresuró servil hasta el carruaje. Y abrió la puerta.
—Adelante, su selensia.
El inspector Merlo cargaba unos papeles con la misma ceremonia que el subalterno lleva los útiles de matar al toro. No era poca la malicia de su sonrisa. La Chelo le conocía de oídas. Las malas lenguas señalaban que bajo sus pantalones llevaba las piernas enfundadas en unas medias escabrosas, cual sota de bastos. Y que utilizaba bragas de brocado fino a la manera de suspensorio. Una vez que el Cojo se hubo acomodado dentro del carruaje, el inspector Merlo le tendió los papeles y le hizo una reverencia, como si barriese el suelo con el tupé. Comprobó que la compuerta quedase bien cerrada y adiós muy buenas.
El inspector Merlo se quedó mirando el carromato hasta que desapareció de su vista. Por el reloj de Gobernación daban las nueve y media pasadas. El teniente Beltrán sacó su reloj de bolsillo y lo puso en hora. Luego volvió a enganchar el brazo de aquel conejo. «Vamos, rubiala, hay prisa».
—Un momentito —le detuvo Merlo con un gesto de la mano abierta—. Un momentito, Beltrán.
Sin dejar de apretar el brazo de la Chelo, el teniente se volvió y el olor le pegó de lleno, como si un perro enfermo hubiese abierto la boca muy cerca.