4

El calor flotaba sobre la ciudad en forma de tormenta. Era un bochorno que hacía sudar las cabezas y las cosas que llevasen demasiada manteca. Así que difícil lo llevaba la Chelo para no acabar pringada en el atentado que habían sufrido los reyes. De momento, tenía que asomarse a un cadáver y reconocer en él al autor del delito, un joven que bebía horchata con pajita y que se sentaba en la mesa del rincón junto a otros hombres más, entre los que destacaba uno coloradote y fornido, de ceja espesa y revólver en el bolsillo.

—Vamos, rubiala.

La Chelo está por agarrar el botijo que hay sobre el mostrador, junto a la máquina registradora; uno de pitorro chato, con el barro vestido de ganchillo y que hace daño con solo mirarlo. Pero el teniente Beltrán paraliza el envite. Brutalizada por una fuerza prodigiosa que jamás un hombre había utilizado con ella, la Chelo no puede hacer más que apretar sus puños y tragarse la rabia.

—Ya beberás por el camino.

El teniente Beltrán dijo esto y la soltó, arrojándola contra las mesas. Fue tal el meneo sufrido por la Chelo, que las monedas de su faltriquera se pusieron a dar brincos y se desparramaron por el suelo. Entonces los clientes se tiraron a por ellas con viveza y desenfreno. Ni que decir tiene que la Pepa y la Rosa, ambas armadas con sus correspondientes escobas, saltaron a defender el metal. En los espejos se reflejó el tumulto. Con tanto vaivén, a la Chelo no sólo se le escaparon las monedas, también se le escapó uno de los pechos. Y los veinte pares de ojos que andaban a gatas lo devoraron con una ordinariez propia de los tratantes de cerdos. Ni que decir tiene que la Chelo era de teta brava y pezón rugoso, que disimuló como pudo, colocándose el delantal y abotonando su blusa. Acto seguido masculló algo entre dientes y le arrimó tal bofetón al teniente Beltrán, que se hizo zumbido en todas las orejas de los allí presentes. Fue igual que si hubiese pasado cerca un disparo. Algunos clientes, ya fuese por nerviosismo o por verdadera apreciación, se rieron.

Con la bofetada picándole el rostro, el teniente Beltrán tuvo una intentona de sonrisa, pero su expresión no fue más que una herida abierta más abajo del bigote. El sudor le teñía los sobacos y el cuello de su camisa era una mancha oscura que se le pegaba al pescuezo. Escurrió su frente con el revés de la mano y chascó los nudillos. Había llegado el momento de causar una impresión más fuerte de la conseguida. Y con ese propósito, el teniente Beltrán agarró a la Chelo por los pelos y, así, la sacó a la calle. «Vamos, rubiala».

Bajo la luz de las farolas, su mejilla luce en carne viva. La Chelo tiene todo el aspecto de una mujer que ha sido descubierta en pecado y es paseada en público con morboso propósito. La hoguera crepita bajo la calle y un olor, que recuerda el resuello de un perro enfermo, recorre la noche y sus alrededores. La Chelo lleva el pelo revuelto y de sus pestañas cuelga una lágrima. Sus hombros desnudos reclaman la atención y el mordisco. El teniente Beltrán tira de ella y las gentes, que a esas horas cruzan la Puerta del Sol, paran un instante a mirar y luego siguen su camino, por si acaso, no vaya a ser que también les lleven presos. Ahora la lágrima emborrona el lunar galante, pintado en la mejilla.

Corrían tiempos de pánico y el miedo se contagiaba más rápido que la sífilis. Un portazo violento, o un mismo estornudo, o el pinchazo de la rueda de alguno de los pocos automóviles que empezaban a circular por aquel entonces, cualquier sandez, provocaba, sin conocer nadie su causa, las carreras y los chillidos de las gentes. Así venía pasando desde el jueves, día del atentado, extendiéndose el contagio, del rey abajo, por tranvías, plazas y calles, todas y todos por igual, cautivos de un peligro imaginario tan vivo que llegaba a ser real. Nadie estaba a salvo de sospecha. Sin ir más lejos, el mismo día de la bomba y en la confusión de los primeros momentos, lincharon a un hombre que luego resultó ser un guardia de paisano que perseguía a un sospechoso. Al final, el sospechoso pudo darse a la fuga y al paisano por poco le matan.

—Vamos, rubiala, que es pa hoy.

El olor de las cloacas llega hasta la misma puerta de Gobernación. A estas alturas, el vientre de la ciudad se ha convertido en una úlcera sangrante que encharca los puntos vitales de la Villa y Corte. También se respira trajín en la escalera, bien surtida de guardias, todos ellos con el dedo en el gatillo y el pecho cruzado de munición. Se esfuerzan por mostrar el aspecto severo que los sucesos obligan pero no lo consiguen, añadiendo cierto aire de zarzuela al momento que vive Madrid. Uno de los guardias, el de bigote color nata, se toca la gorra con el dedo en señal de saludo. «Mi teniente».

Aunque su presencia es la de un hombre acabado, el teniente Beltrán todavía es una autoridad en el cuerpo.

Alza el mentón y muestra la nuez obsesiva que parece escurrirse dentro del pescuezo. Es como si quisiera dar a entender el potencial mecánico con el que ha sido fabricada. Y como si supiera leer en sus pensamientos y no le gustase lo pensado por la Chelo, el teniente Beltrán lanza sus dedos prietos de anillos alrededor del cuello de su presa. Y a la vez que suelta, va y empuja contra la misma puerta de Gobernación. La Chelo no puede reprimir un quejido.

—Como intentes escapar, vas a ver tú, rubiala.