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Con el barullo del amor dentro del cuerpo, cuando iba saliendo del merendero, por poco se estrella contra un hombre. Era un tipo coloradote y polvoriento como tomate recién cogido y que, así, al pronto, la Chelo no supo reconocer. Fue al instante, cuando se fijó en las manos peludas y los dedos como herramientas, que no pudo contener el temblor de las carnes. Era el tranviero, el mismo que iba por la horchatería y que se juntaba con todos aquellos que bebían sin tasa. Ahora traía el ceño de cemento, el morro prieto y el relieve del bolsillo anunciando hierro. Desde la misma entrada hizo una seña hacia la mesa. Entonces la Chelo tuvo un presentimiento.

Como impulsado por un resorte, el anciano de la cicatriz en el labio se levantó de inmediato. Y detrás fue el joven que ella misma había conocido sorbiendo horchata en pajita, y que siempre imaginó calculando la horma de su trasero para después calzarlo. Ahora aquel joven caminaba como si un peso secreto le hundiese en la tierra. Iba escoltado por otros dos hombres, de los que la Chelo no guardaba memoria alguna, hombres que, aunque bien vestidos, parecían ser de vida normal y recortada. Uno de ellos mayor, el otro mayor también pero más joven y con bigotes largos como manubrios. En la mesa de afuera quedaron el Lozano y el sastre, junto con el Canuto y su Ulogio, que le guiño un ojo a la Chelo y ésta correspondió frunciendo los labios. Al final, entre una cosa y otra, cogió el tranvía por los pelos. Durante todo el trayecto, la Chelo fue igual que si llevase por dentro una guerra, persignándose varias veces pues, dentro de unos límites, ella también era creyente. Al bajarse en la Puerta del Sol, llevaba la cara contraída, como si hiciese un esfuerzo en dominar sus recuerdos. Y al igual que ocurre con el trueno que precede a la tormenta, esa misma tarde, con el olor de la pólvora todavía reciente y las tripas de los caballos salpicando la calle, esa misma tarde, no hizo más que llegar al trabajo, cuando vio aparecerse al teniente Beltrán. Entonces la Chelo se persignó por enésima vez.

—Por si no te lo he dicho, rubiala, he de advertirte que la verdad siempre puede ser comprobada. La mentira no.

La respiración del teniente Beltrán era lo más parecido al ruido de un fuego cercano.

—Llevo poco tiempo aquí, ya sabe usté.

Fue a últimos de mayo, con el ir y el venir de los primeros vasos de horchata, cuando la Chelo se enteró de que necesitaban camarera en lo de Candelas y ahí que se presentó. No es que el salario fuese como para tocar castañuelas pero, cansada del sobo y de la tacañería del dueño del Naranjeros, en cuantito vio ocasión, o mejor, cuando vio a la Emilia y le vino con que ahora, pa lo de la boda, andaban buscando otra camarera, ahí que se presentó la Chelo.

Aun a sabiendas de que, en lo de Candelas, tampoco recibiría ni caricia verdadera, ni ganancia regular, pero dispuesta a cambiar de aires, la Chelo tuvo el arranque y, esa misma noche y sin esperar a más, se dio el piro del Naranjeros. «Anda y que te zurzan —le dijo al dueño—. Ahí te jodas con tus castañuelas, so perro». Así se las gastaba la Chelo, mujerona brava y salerosa para unas cosas aunque asustadiza para otras. Lo de ponerse frente a un muerto era de las otras cosas y, con sólo pensarlo, a la Chelo le tiritan las carnes.

—Se va a tener que esperar a que me cambie. Como comprenderá una no va a salir con estas pintas.

Afuera ya es noche y las llamas de los faroles alumbran la calle Alcalá. Por el rectángulo de la ventana la vida transcurre con indiferencia. Piernas, faldas y braguetas, manos y cinturas, pasan de largo. Cualquiera que hubiese asomado sus narices al cristal de la ventana hubiese visto cómo el teniente Beltrán pellizca la mejilla de la Chelo hasta dejar el latido de la sangre marcado en su cara. La noche se cuela a través del ventanal que da a la calle Alcalá y, cada vez que la puerta de la horchatería se abre, llegan bocanadas semejantes al resuello de una bestia moribunda. Y por cada vez que se cierra, suena un escopetazo.

Algo se estaba cocinando bajo las aceras. El teniente Beltrán acusa el golpe de fetidez y mira su reloj, vuelve la cara y escupe al suelo. Una flema viscosa que él mismo restriega con el pie, extendiéndola como un barniz ante la mirada atenta de la concurrencia. No puede disimularlo. Tiene las horas contadas y, según parece, lo sabe. Pasan unos minutos de las nueve y la horchatería se espesa de humos y voces. Los clientes empiezan a ocupar las mesas y nadie parece darse cuenta del mal trago que está pasando la camarera rubia. Aunque el teniente Beltrán se quema con las brasas de un fuego que crepita alrededor de su cuerpo, y aunque a ratos parece vencido, todavía sigue siendo el dueño de su propio territorio.

Nadie que le mirase podía evitar reconocer en él a un cadáver al que habían arrancado los ojos y, en su lugar, habían puesto dos duros de plata falsa. De él se contaban cosas gruesas y de un color demasiado vivo para los nervios. Decían que, en sus interrogatorios, acometía por todos los flancos, sin ningún atisbo de piedad, regodeándose en la agonía y no parando hasta conseguir escuchar el eco de una confesión. Nunca faltaba la manicura con tenazas, ni los golpes con naranjas envueltas en un paño, ni tampoco las sofisticadas descargas eléctricas al baño María que amorataban el escroto de los acusados. Si alguna vez se le iba la mano, se deshacía del cadáver arrojándolo al Manzanares con una piedra por corbata. En todo Madrid era sabido que las dos cosas que más odiaba el teniente Beltrán eran, por este orden, una ficha virgen y una mujer, virgen también. Sin embargo, para ambas cosas, siempre tenía la solución.

Como si cediera a un impulso incontrolable, el teniente Beltrán vuelve a echar su garra sobre la Chelo. Y con el ansia de dominio que ejerce un policía sobre sus semejantes, se arrima. La Chelo acusa la congestión en su oreja; percibe el olor repentino, la derrota violenta del jadeo. Es como si su piel se hubiera puesto demasiado caliente. A todo esto, la clientela sigue inmóvil, aguardando el desenlace. Ningún parroquiano va a sacar la cara por ella. Al revés, podían matarla ahí mismito que nadie movería un dedo. De eso podía estar segura la Chelo, como también podía estar segura de que ninguna de sus compañeras iba a salir en su defensa. En cuanto el teniente Beltrán entró por la puerta, la Pepa y la Lolita se hicieron las longuis. Y qué decir de la Rosa, que pasó por delante de ella y ni tan siquiera la ayudó a componerse. De todas, la Emilia era la más resuelta para la guerrilla. Pero no estaba, era su día libre, y se había ido a los toros.